«Siempre he escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas” Eduardo Galeano
A menudo, pero especialmente en estas fechas, escucho unas palabras que me perturban. “Necesito comprarme…” seguidas de cualquier artículo cuya necesidad real de adquisición por parte de quien las pronuncia es minima o nula. El lenguaje, una vez más, nos delata.
Estas palabras son el vivo ejemplo (aceptado por todos) de la sociedad en la que vivimos. La mayor parte del tiempo las personas no dirigimos el foco sobre lo realmente importante. Hemos terminado por asociar indiscutiblemente felicidad con la posesión de objetos materiales. Estamos cambiando el concepto y apenas nos hemos dado cuenta. La asociación mental consumo-felicidad nos ha otorgado pequeños momentos gratificantes que han generado una dependencia dentro de nosotros. La felicidad que nos proporciona un objeto de consumo es efímera, superficial, no va más allá de unas horas o días. Pasado un tiempo, la mayor parte de esos anteriormente “deseados productos” se convierten en objetos inertes depositados en cualquier rincón de nuestras casas.
Este proceso se repite una y otra vez en un circulo de insatisfacción constante en el que nosotros estamos en el centro. Nacidos y educados en este sistema cíclico de consumo, caemos desconcertados cuando una crisis económica de injustas consecuencias nos despierta de la ensoñación que genera el consumo desenfrenado. Seguimos la peregrinación casi inconsciente a las zonas comerciales en los ratos de tiempo libre, sin bolsas en las manos, sin ideas para un plan diferente. Los centros comerciales, templos del consumo, válvula de escape para las preocupaciones de millones de ciudadanos.
Seduciendo al consumidor. RTVE
Esta manera de obtener la felicidad está afectando a las relaciones sociales. En muchas familias el consumo ha suplido las carencias afectivas entre padres e hijos. Tendemos a valorar a las personas por lo que tienen, por lo que nos pueden aportar y no por lo que realmente son. Para muchos sociólogos, este ritmo frenético de consumo tiene su reflejo en unas relaciones sociales cada vez más cortas, superficiales e inestables.
De los objetos valoramos su novedad y el estatus que otorga su posesión, en numerosas ocasiones la calidad y las prestaciones reales del producto apenas son determinantes. Si nos deja de gustar, falla o se deteriora, simplemente compramos otro. Compramos y tiramos sin tener en cuenta los costes energéticos, ambientales o humanos. Nada se repara.
El documental de Cosima Dannoritzer “Comprar, tirar, comprar” nos da las claves sobre el funcionamiento de la industria del consumo.
¿Y qué hay del planeta?
Casi todo en el planeta es susceptible de ser objeto de consumo, casi nada (ni nadie) escapa del tremendo engranaje que mueve nuestra sociedad. Tal y como está concebido, el sistema no contempla bienestar sin crecimiento económico. Pero para que la economía crezca se requiere, entre otras muchas cosas, más consumo. El propio lenguaje económico que se maneja estos días en los grandes organismos internacionales obvia lo más importante, el planeta es finito. Tarde o temprano la reducción del consumo, que una minoría empieza a plantear, no será una alternativa sino una obligación para nuestra supervivencia como especie. Las movilizaciones sociales y las revoluciones conseguirán modificar aspectos de nuestro sistema, pero será la escasez de recursos la que obligará a pisar el freno a un modo de vida insostenible. Decrecer y repartir mejor la riqueza son dos pasos que la humanidad debe dar, el reto es francamente complicado sino estamos dispuestos a vivir con menos.
La cumbre del clima celebrada en Durban ha sido nuevamente un fracaso, acuerdos irrisorios mientras destruimos lentamente la casa de todos. En política se vive al día, los retos dejan de existir si se consideran lejanos. La triste realidad es que para muchos dirigentes políticos el clima no es una prioridad. Las elecciones locales, la prima de riesgo o las encuestas siempre van por delante.
El consumo sin control que practicamos no sólo explota de manera insostenible los recursos del planeta, sino que genera toneladas de residuos que lo deterioran. En los últimos cuarenta años se ha generado más basura que en toda la historia de la humanidad. El siglo XXI pertenece a los productos de alta tecnología, las consecuencias sobre el consumo y el planeta no se han hecho esperar. Se reproducen por todo el mundo, desde Ghana a China, vertederos tecnológicos donde las sustancias contaminantes y perjudiciales para la salud son tratadas sin ningún tipo de protección para los trabajadores.
¿Y los consumidores?
En este contexto ¿qué debe hacer el consumidor?. No se trata de volver a la edad de piedra, pero si de ejercer un consumo responsable en el que prime el sentido común. Debemos deshacernos de lo superfluo, cambiar el “necesito comprarme” por el “puede que compre”. Y sobre todo, exigir a las marcas fabricantes que sus productos sean elaborados de acuerdo a los derechos laborales, ambientales y humanos. Los consumidores desconocemos los procesos que sigue un producto desde su fabricación hasta el momento de su compra. Esta opacidad no puede seguir existiendo, por mucho que nos permita ahorrar dinero.
La historia de las cosas de Annie Leonard, describe en 20 minutos el lado oculto de nuestros patrones de producción y consumo. Expone las conexiones entre estos patrones y una gran cantidad de problemas ambientales y sociales. Pocas veces se ha dicho tanto en tan poco tiempo.
«Nunca se puede conseguir bastante de lo que no es necesario para hacerte feliz». Eric Hoffer