Yo no he estado en La Habana y quizá por esto siempre he pensado en ella como en una ciudad detenida en el tiempo. Tengo amigos y conocidos que sí la han visitado y han corroborado mi lejana impresión. Una ciudad donde cada mañana suena en el despertador: ‘I Got You Babe’, y siempre sucede lo mismo: el agua de la ducha fría, el charco en la calle… El día de la marmota que hace medio siglo vendió Fidel como la Revolución. Una Revolución sin revoluciones. Ahora ha llegado Obama, Mr. Marshall, a la capital cubana, el primer presidente estadounidense que lo hace en casi cien años, y da la impresión de que la isla coge ritmo, como si se despertara de la Revolución, que en este caso es acelerarse.
Esos coches de los cincuenta, grandes y coloridos como carrozas en un desfile, que se ven circular por las calles son un anacronismo hermoso, quizá el único de un país que dicen que empieza a mirar en otra dirección en la que caprichosamente yo veo a Hyman Roth y a Michael Corleone tomando tarta para celebrar el cumpleaños del primero en un ático habanero después de haber visto suicidarse a un hombre con una bomba en el interior de un coche de policía al grito de ¡viva Fidel! Muerto en vida este, un egoísta lacerante que mantiene las reuniones informales en chándal (las de verdad) con los amigos de verdad como Maduro, su hermano Raúl parece como ese compañero de colegio que te ofrecía de su bocadillo poniendo el dedo para que no comieras demasiado. Y para que sucediera esto han tenido que pasar cincuenta años.
Ya no se ven barbas, ni gorras, ni uniformes verdes con botas altas. Los viejos revolucionarios (viejos, viejos) ahora van trajeados como de Primera Comunión: tirándose del cuello de la camisa y estirando aquel incómodos por la soga, todos menos Raúl que se muestra presumido, casi se diría que atildado, más acostumbrado a las costumbres del capitalismo al que abre una rendija con la cadena puesta. Pura estética. A esas mujeres de blanco las trasladaron como hacían en Una Jaula de Grillos con los objetos de decoración sicalípticos ante la visita de los consuegros conservadores: los falos, los cuerpos desnudos, la iconografía gay… Todo escondido pero subyacente. Un país que al mirarlo te inunda de reminiscencias.
En el fondo todos esos trajes nuevos de los camilos son tan obligados como el uniforme de mayordomo y los zapatos con los que no sabía andar Agador, Agador Spartacus, el criado de la casa que estaba orgulloso de su caribeñismo. Todo para recibir al rey y a la reina de la fiesta. Michelle, con su flor en la muñeca, jugaba con las niñas de la Fábrica de Arte Cubano igual que Miss América mientras el secretario Kerry aprovechaba para reunirse con las FARC y su marido sonreía casi como si solo le faltase silbar. Por qué no cantar en un escenario cuyo fondo era la imagen del Che Guevara.
Obama es ese que sale siempre en todas las fotos porque para algo tiene una sonrisa de foto, la cual mantiene, la cual mantuvo ayer mientras los periodistas le preguntaban a Raúl por los presos políticos y este respondía, retador, caduco pero fuerte, implacable: «Dame la lista de los presos políticos para soltarlos». «Andrea, Andrea…», le decía a la periodista, casi conteniendo el ademán de coger la pluma y apuntar su nombre en esa lista como hacía Porfirio Díaz con Emiliano Zapata en la película de Elia Kazan. Pasarán otros cincuenta años hasta que Raúl, o quien lo suceda, dicen que el hijo (¿qué pensará de estos derechos sucesorios el ciudadano Garzón?), retire el dedo del bocadillo.
Lo último que se oyó fue el «¡Y ya!», con el que todo el mundo calló (incluido Obama) y Castro zanjó toda cuestión además de con la expresión abrupta, abiertamente predemocrática, con el gesto de la mano cortante o el tajo estalinista con el que Cuba saluda a la libertad.