Igual que tiene su (espurio) membrete de realista, la novela negra lleva sobre sus espaldas, como una joroba inopinada, el de ser relato de denuncia social. Muchos son los autores que lo afirman, algunos con verdadera convicción, y los hay que recomiendan la lectura de ciertos noirs porque “hacen entender una historia de un país”.
Y ya tenemos un pie y medio metido en la sociología, la política y los devenires del siglo: lo cual podría estar muy bien, si no fuera porque sólo nos queda medio pie para la literatura.
Por su propia gestación, por su raigambre romántica, la novela negra es principalmente un viaje a las turbulencias del ser humano. Y como quiera que la estructura criminal y la resolución del crimen son un escenario ideal para que los personajes se nos muestren en los límites de todas las pasiones, el caso policial o detectivesco (y mejor aún este último) es medio adecuado para engarzar la historia. Si además de esto la pluma (el teclado, quiero decir) del autor está inspirada, y este es capaz de hacer emerger en el relato un ambiente adecuado, estaremos seguramente ante una gran novela de género.
Por eso se debe desconfiar cuando se alaba tal o cual relato noir por su vocación social o política, y no por sus personajes, su ambiente o por su estilo (otro día hablaremos del estilo, si dios quiere). No leemos El Quijote para entender el siglo XVII español, ni para eso lo escribió Cervantes, como tampoco las novelas de Maigret las concibió Simenon para conocer la sociedad parisina (a veces la de provincias) de su época, sino para conocer los fondos y trasfondos del ser y del estar y del vivir y del morir humanos.
¿Qué ocurre cuando un relato de género se harta de política?: se hipertrofia y deviene insulso panfleto en un escritor mediano (a un gran escritor simplemente le sale una novela menor, como a Vázquez Montalbán en El quinteto de Buenos Aires). Otra cosa es que la cuestión política aparezca de fondo, sin protagonismo, imbricada en el ambiente y contribuyendo a potenciarlo, como en Luna caliente, de Mempo Giardinelli, en que la dictadura argentina ayuda a crear un ambiente de asfixia en los avatares del angustiado y prófugo protagonista.
Pero volviendo al inicio de esta entrada: ¿qué clase de denuncia social se puede esperar de un género en que la mayoría de las veces los protagonistas están uniformados y además se salen con la suya? ¿Es que no está claro que el inicio mismo de la historia en una novela negra se pone en marcha cuando orden social se rompe, y el resto no es sino la voluntad de restaurarlo, pues en ello precisamente descansa toda su esencial tensión narrativa?
Inquietante y sinuosa como el humo de un revolver (o de un cigarrillo)
Hace unos años, dentro de los actos de Getafe Negro, participé en una mesa redonda sobre novela negra. Recuerdo que se habló de la por entonces exitosa Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson, la novela de género que más he oído vilipendiar entre colegas escritores (junto, vaya usted a saber por qué, con el Ulises de Joyce). Como saliera a colación el nombre de Larsson y de su novela y el tema de la crítica a la sociedad sueca, enseguida noté el rechazo en palabras y gestos de algunos de los presentes, en especial de alguien del público que levantó la mano para afirmar que Los hombres que no amaban a las mujeres no era tan siquiera novela de género, así que era mejor no hablar de ella. Y creo recordar que repliqué (aunque puede que no lo dijera tan claro, o incluso que sólo lo pensara: la memoria tiene su discurso y los hechos, los suyos), estoy casi seguro de que repliqué, porque ya lo tenía claro entonces, y en otra parte lo había puesto por escrito, que la novela de Larsson era con toda justicia una novela negra, no por su denuncia de ciertos oscuros aspectos de Suecia, ni por la trama, ni por la acción, sino, y aunque fuera sólo por ello, por la creación de un genuino personaje noir, más oscuro, potente y vivo que la trama; la asocial y justiciera Lisbeth Salander, un acierto pleno, un personaje perfectamente hijo de su tiempo y plenamente romántico en su solitaria y libérrima marginalidad.