Se lo he visto a todas las compañera del trabajo. Llegan un día y las ves diferentes, como si un espíritu les hubiera entrado por una oreja y habitase sus cuerpos marchitos. Aparecen con peinados diferentes, con mechas doradas y con faldas un palmo más cortas que el día anterior. Se han pintado las uñas de un rojo sangre a juego con los labios, y aún les gotea el rímel que se han echado a paletadas. Parecen otras. Algunos se las quedan mirando, sorprendidos y curiosos como si fuese una nueva incorporación a la empresa. Pero bajo sus blusas una talla más pequeñas habitan las mismas mujeres, y se mueven con el mismo miedo de la víspera. Saben que por la noche, cuando se desvistan en sus habitaciones vacías, serán las mismas. Pero se engañan como nos engañamos todas pensando que cambiando el lápiz de ojos estaremos cambiando de vida. Y que una nueva vida empieza por un nuevo fondo de armario. A mí de nada me sirve pulirme la Visa en una tienda comprando un vestido de noche para salir de día. Yo lo he intentado cambiando de barrio, en el buen sentido. He llenado una veintena de cajas con mi vida y me he mudado a otra casa. He embalado platos y vasos. Colocado la ropa doblada en maletas. He apilado los libros que una vez leí, o no, y los discos con las canciones que algún día significaron algo para mí, o tampoco. He envuelto mi vida durante dos días. Aquello que necesito para la nueva era. Después he hecho una pila en mitad del salón deshabitado, territorio comanche de mi vieja yo, dispuesta a coger un bidón de gasolina y arrojar una cerilla antes de irme. Una montaña de fotos, de ropas, de papeles, de regalos que nunca quise recibir. Cerré al salir, sin mirar atrás, y me subí a la furgoneta blanca de un señor con bigotillo. El barquero que por 100 euros y tres horas de trabajo me llevará a la otra orilla. Cuando he llegado al nuevo hogar he abierto la puerta y, esquivando las trincheras de cajas, me he abierto hueco hasta la habitación. He subido las persianas y abierto las ventanas, de par en par, para sentir el frío de una mañana que amenazaba ya invierno. Después me he quitado el abrigo, arrojándolo sobre la mesa baja de café que prometí tirar pero que ha aparecido aquí por obra y gracia del señor del bigotillo. He fumado un cigarrillo frente a la ventana abierta. Y, por fin, me he colocado delante del espejo del armario que también debía haber tirado. Soy la misma con paredes de otro color. Me engañé, como se engañan las infelices de la oficina que se tocan en sueños mientras abrazan almohadas húmedas de llanto. Ya lo sabía. Seguiré intentándolo. Llamaré al señor de la furgoneta para que devuelva las cajas a mi viejo apartamento. Haré una pila más alta y, esta vez sí, arrojaré la cerilla. Cuando mañana lean en el periódico que un incendio se ha desatado en el centro de Madrid sabrán que hay una chica nueva en la ciudad. Si la noticia dice que ha sido a las afueras, entonces serán los Zapatero.