Nunca las volveremos a ver

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La imagen digital puesta en circulación por la Oficina de Exploraciones de la NASA muestra el círculo azul de nuestro planeta, los continentes en relieve, Brasil en primer plano, de color verde esmeralda, África como un planicie desértica de color arena que se fuga en dirección a la cara oculta de la Tierra, el hielo sucio y desvaído de las planicies árticas. Los archipiélagos se salen de la imagen, girando enloquecidamente en una órbita imantada, granulada como un lienzo de Seurat: corpúsculos de luz en constante fricción. Es la basura sólida que gira alrededor del globo terráqueo, ahogándonos sin que seamos conscientes de su presencia. El gráfico, emitido por la Agencia Nacional de Navegación Aeronáutica, tiene como fin alertar a gobiernos y ciudadanos, haciéndoles saber que nuestra irresponsabilidad hacia el medio ambiente alcanza ya al espacio exterior. La imagen es hermosa e inquietante a la vez y cuando la vi saltar el otro día en la pantalla del ordenador la percibí, inconscientemente, como la metáfora perfecta de la proliferación de noticias acerca de una fecha que para mí, como para el resto de los neoyorquinos que estaban aquel día en la ciudad, resulta sobre todo íntima y dolorosa, solo que nos la arrebataron. Las televisiones de todo el mundo retransmitieron lo ocurrido en directo.

 

A medida que la fecha se aproxima, no se habla de otra cosa. Las portadas de todas las revistas, difundidas con una semana de antelación, aluden a lo que sucedió el 11 de septiembre de 2001. Basura mediática, orbital, sobresaturación de partículas elementales que reproducen la cartografía de un espacio exterior contaminado. Ruidos estáticos que recuerdan el crujir de las jarcias de una goleta imaginaria atracada en las aguas de un puerto espectral. Esta última imagen no es invención mía. La vi y la escuché en una video-instalación del Whitney, a finales de los noventa. Una artista, creo que canadiense, había instalado en el World Trade Center unas cámaras que registraban el cimbrear imperceptible de las torres, erguidas en equilibrio que todos sabíamos inestable sobre la curva del horizonte. Unos dispositivos acústicos registraban los fenómenos sonoros que se producían en las zonas más altas de los dos edificios: el viento silbando entre las dos estructuras, la lluvia al golpear los ventanales, el ruido estático generado por el giro de la tierra alrededor de su eje, el crujir de los copos de nieve al adherirse a las vigas de metal. Fenómenos apenas perceptibles, pero reales, como el fragor de la contaminación orbital.

 

A principios de los noventa viví por espacio de unos meses en la promenade de Brooklyn, en un edificio que habían hecho erigir los dueños de la fábrica de máquinas de escribir Underwood. Jamás olvidaré el espectáculo cambiante de la luz sobre la línea del cielo, aunque lo que ocurría en el resto de los edificios resultaba menos enigmático que lo que sucedía en las facetas de nítido contorno de las dos torres. Parecía que estaban allí a fin de registrar el paso del tiempo. Cambiaban de aspecto de manera imperceptible pero constante, como el avance de las manecillas del reloj, que la vista no es capaz de registrar. Las torres absorbían todos los fenómenos atmosféricos, los cambios que acaecían en el mar y en el cielo. Las tormentas, el amanecer, los días turbios o luminosos, todo quedaba reflejado en la superficie exterior de los edificios, a veces de un brillo metálico monocromado, otras de un abigarramiento que recogía todas las variedades del espectro luminoso. La luz del amanecer trepaba con lentitud, pasando del mar a las nubes. Durante el día parecían sendos espejos de metal gris y en el crepúsculo vespertino se incendiaban con el resto del cielo, mientras el sol huía hacia New Jersey. Entonces, con la caída paulatina de la luz solar, empezaban a saltar una a una las cuadrículas de las oficinas, como estrellas contra el palio negroazulado de la noche. Entonces las torres perdían su individualidad, fundiéndose con el resto del perfil de Manhattan Sur, configurando una de las imágenes más emblemáticas del planeta. Abajo, las luces de las embarcaciones, surcando el agua. Diez años después de su desaparición, sigue resultando extraño que no están aquí. Desde septiembre de 2002, por espacio de unos días, en los alrededores del aniversario, se palia su ausencia, siquiera simbólicamente, emitiendo dos potentes rayos de láser verdeazulado, que buscan hacer patente lo que significaron.

 

Hoy es jueves, 8 de septiembre. Huyendo de la contaminación mediática, y a fin de resguardar un sentimiento que en el fondo es privado, mañana por la noche me iré a las montañas Catskill con un grupo de amigos españoles que llevan todos aquí más de 20 años y que, como yo, vivieron de manera muy directa la jornada. Algo difícil de expresar me lleva a huir, a quitarme de en medio. Y sin embargo, muy adentro, hay otra pulsión, que no soy capaz de explicar, y que me exige decir algo, aunque ello signifique aumentar la contaminación mediática.

 

 

 

Salí de Manhattan el día 11, poco antes de las 10 de la mañana, y cuando el tren emergió del túnel, al cruzar el río Harlem, vi la nube de humo negro en la distancia. Entonces recordé una imagen insólita a la que no presté suficiente atención. En la tienda de periódicos de Grand Central, Hudson News, había un grupo excesivamente numeroso de gente agolpada frente a los titulares luminosos de color rojo que aparecen en la bóveda del establecimiento. No me detuve a ver de qué se trataba, porque iba con el tiempo justo para coger el tren de North White Plains. Al cabo de unos diez minutos se me acercó un chico joven al que después pregunté cómo se llamaba: Jeremy. Es lo único que recuerdo de él. “Un avión de pasajeros”, dijo, dirigiéndose a mí, aunque yo no le había preguntado nada, “se acaba de estrellar contra una de las Torres Gemelas”. No di crédito a sus palabras. La noticia era demasiado absurda y algo en mí me impidió aceptarla, pero el comportamiento de la gente seguía siendo anómalo, como en Grand Central. En lugar de ir sentados leyendo el periódico o escuchando música en el ipod, los pasajero se agolpaban en los ventanales de lado del convoy que daba al Sur. Bajé del tren poco antes de las diez y media y fui andando a la universidad. Al pasar por la calle Rossmore alcé, como hago siempre, la mirada hacia la mansión sellada donde sé que vive Don DeLillo, aunque nunca he entrado allí. Llegué al campus, sobre el que flotaba un extraño aire de desolación. Nadie estaba donde tenía que estar. Era el primer día de clase, pero no había un solo alumno en el aula. Sabía perfectamente por qué, Jeremy me lo había explicado, pero seguía negándome a aceptarlo. Me crucé con la decana del college, una mujer de carácter, que rara vez me dirigía la palabra. “No hay nadie en mi clase”, le dije. “Pero sabes por qué”, me contestó. A mi lado estaba Ernesto Mestre-Reed, el escritor latino. “Eduardo no se inmuta por nada”, dijo a modo de broma. Me fui con él a un auditorio donde se había instalado una pantalla gigante en la que se veían las mismas imágenes que estaba viendo el resto del planeta. El tiempo dejó de transcurrir de manera normal, porque estuve en muchos sitios a los que no sé cómo llegué, pendiente de las noticias. Reed y yo estuvimos deambulando por varios pubs, sin consumir nada. Las imágenes de la destrucción se reproducían ante nuestros ojos en directo. “There goes the Second Tower”, dijo el locutor, pero no podía ser ahora, sino una hora antes, nada más bajar del tren, solo que era ahora cuando las palabras cobraban pleno sentido. Los recuerdos se desconfiguran, como si los minutos fueran píxeles que se salen de sus coordenadas cronológicas. En algún momento estoy en un bar donde solo había obreros, todos de raza blanca. Era ahora cuando se desplomaba la torre, como si alguien hubiera pulsado un detonador a distancia. Los pisos se deshacían ordenada y velozmente, como en una demolición controlada, uno a uno, elevando una nube de polvo de contorno simétrico que se adhería a las aristas del edificio a medida que desaparecían. En primer plano los rostros despavoridos de la gente que corría, como si quisieran que los engullera la cámara. En las torres de control de los estudios se tenía cuidado de filtrar ciertas imágenes. Las únicas que reproducían las de la gente agolpada en los alféizares eran las que emitían los canales hispanos. Registraban con fruición, pensé, los cuerpos de la gente al caer. La imagen de uno de ellos hizo que Don DeLillo escribiera El hombre del salto.

 

Hay cosas que no entendí entonces, pero que el paso del tiempo me ha permitido poner en perspectiva. Recuerdo a una chica que lloraba diciendo que su hermana, que trabajaba en el piso 89, no contestaba las llamadas. Ahora entiendo bien qué hacía merodeando por los alrededores de la estación con mi amigo Reed. Queríamos volver a Manhattan, pero no se podía. Los trenes pasaban por la estación en dirección norte sin detenerse, vacíos. Los túneles y los puentes estaban cortados al tránsito libre. Los vecinos del condado de Westchester se estaban organizando a fin de proporcionar alojamiento a quienes no pudieran volver a Manhattan a pasar la noche. Reed y yo decidimos no dar nuestros nombres. De algún modo encontraríamos la manera de escapar.

 

Entre tanto, masas de miles de personas hacían lo contrario de lo que queríamos hacer nosotros: huir de la ciudad. Lo hacían ordenadamente, atravesando a pie los puentes designados para llevar a cabo el éxodo, en dirección a Brooklyn, el Bronx y New Jersey. La televisión nos mostraba imágenes del interior de la isla de Manhattan. Avanzando en dirección norte, riadas de ejecutivos, hombres y mujeres, muchos con la chaqueta al hombro o los zapatos en la mano, la mayoría sin los portafolios, que habían tenido que dejar precipitadamente en la oficina. Los teléfonos no funcionaban, ni tampoco muchos sistemas electrónicos, como los cajeros automáticos. Hay un intervalo de varias horas que no sé bien cómo transcurrieron. En el recuerdo parece que ocurrió todo en cuestión de minutos. Ya había oscurecido cuando Ernesto y yo nos dimos cuenta de que había trenes que bajaban en dirección a Manhattan. Volvimos a acercarnos a la estación. Un tren se detuvo a recoger a un grupo de personas que se disponía a trabajar en las labores de rescate. Se encontraban frente al vagón de cabecera, lejos de nosotros. Nos acercamos a una puerta. Al otro lado del cristal ahumado distinguimos la silueta de un revisor uniformado. Golpeamos el cristal y abrió. “No se admiten pasajeros”, indicó. “No se puede volver a Manhattan. Solo trabajadores de rescate”. Era un hombre de unos cincuenta años, de raza negra, alto y fuerte, de gesto severo. “Nosotros somos trabajadores de rescate”, dije. Nos estudió durante apenas un instante y aunque sabía que mentíamos nos franqueó el paso.

 

 

 

No recuerdo en qué momento volví a quedarme solo. La sensación que tuve al salir de la terminal era que me encontraba en una ciudad bombardeada. No había transporte público. La calle 42 estaba cubierta de papeles y residuos. Tuve que volver a casa andando. Había un fondo de silencio antinatural en la ciudad, rasgado ocasionalmente por ráfagas de ruidos estridentes. Durante el día grupos de cazas habían sobrevolado Westchester, rastreando el cielo. No era cierto entonces lo del silencio, o no lo era a tramos. Enjambres de helicópteros surcaban la noche. Caminando hacia el Sur, la vista buscaba inútilmente el perfil de las Torres Gemelas. Manhattan es impensable sin ellas. Tras contemplar durante mucho tiempo aquel hueco inexplicable volvía la vista hacia otras balizas que ayudan a configurar las coordenadas de la isla. Aunque totalmente apagado, el Empire State Building seguía en pie, como recordando que había algún contacto con la realidad, y algo más al norte, hacia el East River, brillaban las lucecitas blancas de la cúpula del Chrysler. Se podía caminar por en medio de las avenidas semi-iluminadas, vacías de vehículos. A lo largo del trayecto me tropezaba con siluetas de paseantes que como yo regresaban a sus casas a pie. En ciertas arterias, claramente designadas, se veían coches que circulaban a gran velocidad, con una luz adosada al techo. No había servicio de taxis. Los que se veían circular los había requisado la policía, igual que las furgonetas de reparto. Habían quitado los asientos traseros a fin de transportar cadáveres. Muchas zonas estaban acordonadas, pero la sensación que flotaba en el aire no era de peligro, sino de extrañeza. No se podía ir más al sur de la calle 14. Todo el Oeste, por debajo de la calle Canal, había sido evacuado. Contra el fondo de la noche destellaban luces azules o rojas.

 

Creo que la imagen que se me ha quedado más profundamente grabada es la de un parquecito que hay en la Novena Avenida, a la altura de la calle 28, junto a un hospital de beneficencia. No había ambulancias, solo una pequeña tribu de homeless que siempre está allí dando gritos y bebiendo. La noche del día once estaban calmados, sentados donde siempre, leyendo una edición especial del New York Post sobre los atentados.

 

La mañana del 12 todo es aún más extraño. La gente empieza a entender lo que había pasado. El cielo está limpio y luminoso, como ayer. Desde las 6 de la mañana la gente busca el New York Times, pero los camiones de reparto no aparecen. Tardarán horas en llegar. Los móviles habían vuelto a funcionar. La gente los usaba para localizar a sus amigos, hablando en voz baja. Había grupos de gente sentada en las escaleras de las casas. Siguiendo las instrucciones del alcalde, la gente no había ido a trabajar. La inmensa mayoría de los establecimientos estaba cerrada. Por todas partes había cartelitos ofreciendo alojamiento, comida, ayuda psicológica, y pidiendo que se donara sangre. Se especula acerca del número de muertos que están atrapados entre los escombros. Hay quien siente necesidad de dar salida a un sentimiento de odio. Dicen que en algunos barrios la policía obliga a los árabes a cerrar los delis para protegerlos. Pero no es el sentimiento predominante: lo que se manifiesta de una manera que no es posible explicar bien es una tristeza infinita. Todo en la ciudad trasluce ese sentimiento.

 

Por las calles sin coches, la gente pasea despacio. El sol está alto. Hace un día perfecto de luz y sol y temperatura, como ayer. Solo hay unos días así en todo el año. Ahora que se pueden recibir llamadas, se bloquean las líneas telefónicas. Muchos de mis amigos han pasado la noche fuera de casa, algunos porque no podían volver, la mayoría porque en esta ciudad de solitarios, esa noche era necesario hablar con alguien, sentir algo de protección. Resulta muy dañino ver la televisión a solas. Nuestra casa de Chelsea se convierte en un refugio. Hay momentos en que somos más de veinte personas. No podemos apartar la mirada de la televisión. Una niña de seis años, hija de unos amigos, repite como en un sueño que había visto a la gente saltar de las ventanas.

 

Los neoyorquinos no sabemos muy bien qué sucede al sur de la ciudad. Cuando  nos cruzamos por la calle nos miramos sin decir nada, comunicando algo que no se puede expresar con palabras. En las cabinas telefónicas empiezan a aparecer un tipo de carteles que no se habían visto nunca. Como si alguien hubiera dado instrucciones muy precisas, son de formato idéntico: fotocopias en color, con la imagen y el nombre de la persona, la planta del World Trade Center donde trabajaba, para qué compañía, en cuál de las dos torres, y un número de teléfono al que llamar. La cantidad de personas que participan en las labores de rescate ha aumentado enormemente. Vienen de todas partes del país.

 

Paseando por la Décima Avenida me sorprende una imagen insólita: gente con la ropa sucia y el rostro cubierto de polvo, comiendo en mesas impolutas atendidos por camareros elegantes. No tienen que pagar. Son voluntarios que están trabajando en las labores de rescate. En la puerta un letrero invita a pasar a quien lo necesite. En los momentos de descanso de una tarea que no tiene horario algunos entran un momento a comer algo. De noche, otra escena insólita: hileras de catres, con su correspondiente ropa blanca, en el vestíbulo de un hotel, para quien no tenga dónde dormir. En las aceras hay puestos de café, bebidas y bocadillos. Se han habilitado algunas escuelas para que hagan las veces de dormitorios.

 

Ayer por la tarde el viento cambió de dirección. Ya no sopla hacia Brooklyn. Flota sobre Manhattan un intenso olor a quemado. Mucha gente lleva mascarillas blancas. Por la tarde, un grupo de amigos charla en casa. De repente un fragor sordo, como una explosión de gran magnitud, interrumpe la conversación. Nos miramos unos a otros. Unos segundos después, se escucha el mismo ruido en la televisión y el locutor nos da la explicación: se acaba de desplomar uno de los edificios aledaños a la zona cero. Vemos la inmensa nube de polvo gris en la pantalla y desde la terraza.

 

 

 

13 de septiembre de 2001. 7:30 am. El mismo silencio de los días anteriores. Las calles sin vehículos aún. Me acerco a la calle 14, donde he quedado con una amiga que vive en Tribeca para darle leche y algunos alimentos que necesita. Los que no somos residentes no podemos pasar la línea de policía. De vuelta, al llegar a la esquina de la Sexta Avenida, un negro de unos sesenta años me para. No sé muy bien qué es lo que quiere. Mueve la cabeza de un lado para otro sin decir nada. Por fin, levanta la mano muy despacio y apunta hacia el sur. Hay una nube de humo y polvo en el espacio que ocupaban las torres, que se elevaban a una altura de medio kilómetro. El hombre sigue apuntando al vacío, sin decir nada. De pronto aparece junto a nosotros un policía y la persona que me ha parado se vuelve hacia él. Estaban ahí, agente, le dice. El policía mira hacia donde apunta el dedo y asiente. “Así es” (“That´s right”), repite el personaje anónimo, hablando ya consigo mismo, y echa andar, olvidándose de nosotros. “Así es”, vuelve a repetir. No las volveremos a ver.

 

 

Eduardo Lago, residente en Nueva York desde 1987, dirigió el Instituto Cervantes de aquella ciudad desde septiembre de 2006 hasta el pasado 31 de agosto. Profesor de literatura en una universidad neoyorquina, es autor de Llámame Brooklyn (Premio Nadal 2006) y Ladrón de mapas (Destino, 2008). En la actualidad trabaja en su tercera novela, Nabokov y el escritor fantasma. En FronteraD ha publicado La cuestión del realismo