Oigo a la enfermera llamar al treinta y nueve

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Una enfermera joven, delgada, con aspecto de directora de internado británico femenino, la guardiana de Jane Eyre, atraviesa la sala más o menos cada cinco minutos desde la puerta del laboratorio hasta la pequeña consulta que hay enfrente para poner las inyecciones...

 

La sala de espera de análisis clínicos es como un vagón de tren. Mi viaje dura tres horas mientras mi mujer ingiere glucosa y recibe un pinchazo cada sesenta minutos. Han pasado cuarenta y cinco y ha habido casi cuarenta y cinco paradas atendidas por una señorita de paciencia deslumbrante. Un robot de atención al público provisto de tal humanidad que agota observarla. Parece que va a claudicar y de repente se repone, mostrando una sonrisa imposible, un tono de voz amable ante cualquier rostro o ante cualquier palabra. La imagino saliendo del trabajo y despojándose de sus ropas y de sus gafas y de sus pendientes y pulseras para adentrarse en los bosques como una mujer loba y así poder estar al día siguiente, saciada de sangre, en su puesto salvaje.

 

Puedo enterarme de todos los nombres de los pacientes. Ana, que es una señora antigua, una señora de cinco horas con Mario con una camisa antigua y un peinado antiguo, y probablemente con un perfume antiguo (cuyo aroma me llega precisamente ahora) viene con un bote en la mano. La mujer loba le dice que lo guarde consigo pues lo recogerá el médico más tarde. La mujer loba, que también se llama Ana y al contrario que aquella es una joven moderna, con agujeros de piercing en la nariz y en una oreja, tiene a su lado, en una mesa supletoria, una bandeja con botes que contienen fluidos humanos. Cuando ésta se llena, ella se levanta y atraviesa igual que una camarera la puerta del laboratorio, que desde la sala se puede ver a través de una ventana como si fuera la cocina vista de un restaurante de moda.

 

Ha entrado Nacho Calvo, el comentarista de tenis de Televisión Española. Va vestido de tenista como si estuviera gastando una broma y tiene la voz más débil y triste que en la pantalla. Quizá le tenga miedo a las agujas. Una enfermera joven, delgada, con aspecto de directora de internado británico femenino, la guardiana de Jane Eyre, atraviesa la sala más o menos cada cinco minutos desde la puerta del laboratorio hasta la pequeña consulta que hay enfrente para poner las inyecciones. Nacho tiene el número dieciocho. El dieciséis es el de Andrés, un hombre nacido el veinte de mayo de mil novecientos treinta y siete con aspecto de caminante saludable que después de haberle entregado todos los volantes a la mujer loba le dice que no sabía que había que estar en ayunas. Hay un atisbo de conversión. Las pupilas de Ana parecen estrecharse, comprimirse desde la derecha y desde la izquierda, incluso me parece ver sobresalir algo de pelo por debajo de la manga, pero sólo es un instante. Sonríe de nuevo e imprime un papel. “Con este papel y todo lo demás puede venir usted mañana, Andrés, cuando quiera a partir de las ocho, ¡y no olvide venir en ayunas!

 

La enfermera directora de internado británico llama al número diecisiete pero nadie responde. Sale de la consulta con los brazos en jarras. La mujer loba señala a un anciano con bastón y el pelo de nieve que observa, absorto, al resto de pasajeros mientras sus dos acompañantes, un hombre de mediana edad y similar complexión que sin duda es su hijo, y otro más joven que es como Brad Davis recién fugado de su prisión turca, charlan despreocupados provocándome deseos de llamarles la atención. Finalmente Brad se da cuenta y se levanta para ayudar a Antonio, con su bonito pelo de nieve, cogiéndole de la muñeca y el codo. El hijo le recrimina al padre: “¡Tienes que estar más atento!” desde su silla y sin perder de vista la pantalla de su teléfono.

 

Hay gente que se equivoca de vagón y sale después de unos segundos. La actividad en la cocina es intensa. Una señora con el pelo morado se presenta delante de la mujer loba seguido por su marido que la va dirigiendo con aspavientos. La mujer loba le pide el número de DNI y la señora dice: “Cuarenta y cinco millones, doscientos cincuenta y siete mil, novecientos cuarenta y dos”. Después le pide un teléfono de contacto y ella dice: “Seis, cuatro, cinco, seis, tres, uno, seis, cuatro, uno…”. “ ¡Dos!”, interviene el marido, que me mira con resignación. “Uy, hija, dos, eso”, dice la mujer con azoro. La enfermera llama: “El dieciocho”, y Nacho Calvo se levanta y entra en la consulta. El traqueteo es adormecedor. Cierro los ojos  y cuando los abro el vagón está casi vacío. Mi mujer va por el tercer pinchazo. Oigo a la enfermera llamar al treinta y nueve. Se acerca nuestra parada. Recuerdo los viajes en tren como aventuras. Veía pasar el paisaje como una película que quizá más adelante se llevaría a cabo. Hoy llevo a mi mujer del brazo con una luz en el vientre. Una Candela. Le digo adiós, y gracias, a la mujer loba.