Otra tarde

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Una anciana se demora toda la vida en la caja registradora. Tiene dos tarjetas y ninguna tiene fondos.

 

(«¿Qué hago?», se pregunta Taísha, 16 años, cajera del ShopRite. Hay un peruano detrás de ella que me mira, que parece no estar desesperado, que pareciera tener tiempo que perder.)

 

«This is not fair!«, grita la anciana, encorvada sobre el pequeño aparato donde tiene que ingresar los números de su clave de acceso. Lenta, con sus gafas gigantes y su pelo teñido de color rabo de perro, sin entender muy bien que sus tarjetas se han quedado sin fondos, y que el líquido para los ojos que ella quiere, el que con cupón vale solo $1.90 no está disponible (ella se ha traído a la caja uno más caro, que cuesta casi 5 dólares).

 

Una anciana con más canas pero mucho menos paciencia, le pregunta a Taísha si la atenderán rápido. Mira una y otra vez a la anciana de las tarjetas sin fondo y abre los ojos con exageración. El peruano, que tiene mucho tiempo a su disposición, le sonríe y le dice si no quiere recoger una moneda de 10 centavos que puede ver allí entre las patitas del carro del supermercado. «Si tú te puedes agachar es tuya», dice la anciana, y hace un aspaviento, como dando entender que a ella ni a palos la hacen agacharse.

 

¿Y el peruano? Este peruano observa. Es retacón, va vestido de entrecasa con una casaca azul medio vieja que le ha regalado su suegro, estampada, en todo el pecho, con el emblema de su empresa de calefacción y aire acondicionado. El peruano viene de dejar a su esposa en el tren, y de la estación se ha ido derecho al supermercado y a la sección de alimentos orgánicos con una lista muy bien ordenada: pepinillos, toronjas, peras, manzanas, pimientos rojos. Además, sólo cuenta con un plan bastante vago para utilizar el resto del día en ordenar la casa, lijar las patas de una mesa, leer un par de libros y prepararse un filete de pescado. Este peruano no tiene nada mejor que hacer. Observa toda la escena: la cajera, las dos ancianas, el público que pasa alrededor de ella. Es una observación comparativa, porque cree ver en esta displicencia, la prueba de lo que separa a su país de los Estados Unidos: la libertad de tener paciencia. ¿No es acaso Newyópolis el símbolo internacional del estrés y del movimiento, de la falta de tiempo, del minuto es oro?

 

«¿Es que acaso no tenemos paciencia los peruanos?», piensa sorprendido. «No tenemos paciencia», se responde, pensando en aquellos dias recientes en la Lima estresante del tráfico, del apuro por llegar a ventanillas que se cerraban fuera de los horarios de atención, etcétera. Pronto, el peruano se imagina las quejas y reclamos de sus familiares (muy pacientes y supersofisticados): «Esta tiendita de un pueblucho en las afueras de Nueva York no puede explicar ninguna teoría descabellada. No puede ser el ejemplo de nada más que de un día muy lento en los suburbios, de un jueves tardo y apagado, de una mañana suburbana con pies de plomo».

 

Mientras tanto, la anciana sin paciencia ha preguntado si la pueden atender en la caja de al costado. «Claro que sí, como no». El peruano la ayuda a regresar sus cosas desde la banda móvil hasta el carrito, lo empuja con gentileza hasta la caja de al lado. Él puede esperar.

 

Taísha está un poco sofocada. La anciana parece no entender que le faltan cancelar un poco más de 16 dólares. sigue quejándose que no entiende nada de lo que pasa, hasta llega a sugerir que Taísha no habla bien inglés. Así que la cajera llama a la gerente de la tienda y ¡Pum!: la jugada maestra: la anciana saca un billete de la cartera, un billete de 20 dólares y reclama que ya le ha explicado varias veces a la muchacha que quiere pagar en efectivo.

 

(«¿Sonrío?», piensa Taísha, sin saber muy bien qué hacer). Sonríe, con sus pestañas largas y su moño coqueto. («Si a esta vieja la escuchara mi madre, la pondría en vereda»,  piensa Taísha). Sin embargo, con cara de palo, sin muchos gestos, la gerente de la tienda ya se ha hecho cargo del problema: «Le voy a cobrar 16.20, ¿ok? Acá está su vuelto: $3.80, ¿ok?», dice la gerente, con las cejas levantadas y las gafas colgándole sobre la gruesa nariz colorada. La anciana encorvada agradece a todos, incluso al peruano (por esperar con paciencia) y se va.

 

Así fue la mañana. Camino a casa, el peruano mira el río. Ha descubierto una isla casi tocando el puerto: una isla que permaneció invisible los tres últimos años de idas y vueltas hacia el tren. Ve a lo lejos a un halcón que levanta vuelo entre la neblina (¡más neblina que en Lima!). Pone una canción en inglés en el iPod, acelera: se imagina otra vez al lenguado en el plato y aquello que lo espera pronto: otra tarde casera.