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AcordeónParís-Modiano. De la Ocupación a Mayo del 68

París-Modiano. De la Ocupación a Mayo del 68

 

Si la obra de Patrick Modiano es inseparable de la Ocupación, un contexto temporal muy preciso y esencial en su vida, lo es en la misma manera de París, una ciudad convertida en espacio de referencia, tanto la correspondiente a les années noires como la de los días de juventud del escritor en los cincuenta y sesenta. Se puede decir que, salvo las excepciones del imaginario y dordoñés Souleillac de Lacombe Lucien, del Barbizon de Boulevards de ceinture y del Megève de Rue des boutiques obscures, en las que tampoco París deja de estar presente, la Ocupación se contempla y describe exclusivamente desde la capital de Francia. Una ciudad que se había vuelto desconocida incluso para sus habitantes, en la que a medida que avanzaba la guerra todo se volvía más adverso para quienes no participaban de la colaboración. Días difíciles, sobre todo los del invierno, como ese de 1942 en que Ingrid y Rigaud, los protagonistas de Voyage de noces, solos y con miedo, vivieron en el piso de la rue Tilsit con la angustia del que cree que se acerca el fin: “Diciembre. Empezaba el invierno. Volvió a haber atentados y en esta ocasión el toque de queda se impuso a partir de las cinco y media de la tarde durante una semana. Toda la ciudad se hundía en la oscuridad, el frío y el silencio. Era preciso ovillarse allí donde uno se encontrara, hacer el mínimo posible de gestos y esperar”.

 

En la quest de Modiano dedicada a Dora Bruder hay también una investigación que permite conocer la realidad de la ciudad en 1942, una ciudad en la que se escondían, entre otros miles, Dora Bruder, Victoria Kent o también el equívoco Albert Modiano. Era el París de la esperanza, pero también el de la desolación, el de la radio, de los vélo-taxis, de los fiacres, de las bicicletas y del metro. Pero también de los vehículos militares, de los oscuros Citroën policiales y de los grandes y lujosos automóviles con mujeres rubias siempre con pieles. La ciudad en la que convivían vencedores y vencidos, perseguidos y perseguidores. La urbe en la que casi todos vivían como si no ocurriese nada, en la que algunos, pocos, luchaban contra el invasor y en la que muchos intentaban aprovechar la impunidad para hacer fortuna y carrera. Unos, los más modestos, en el muy doméstico mercado negro de alimentos –patrimonio de los llamados bof, por aquello de los muy apreciados beurre, oeufs, fromage–, y otros, más escogidos, en el mucho más importante y comprometido del gross marché noir que impulsaron los invasores mediante los bureaux de compra. Era el París de los alemanes, de los boches, convertidos en turistas ricos que compraban lo que quedaba de la dulce Francia a precio de saldo –en realidad un saqueo, gracias al cambio favorable–, mientras paseaban con alguna midinette por los Campos Elíseos o los grandes bulevares, siguiendo las recomendaciones de Wohin in París?, como se conocía la guía publicada por el ocupante para sus soldados, recientemente reeditada. Era el París de las parejas de Helferin o souris grises, como se conocía a las auxiliares femeninas de la Wehrmacht y la Kriegsmarine, comprando en las tiendas de modas o paseando en grupos como dueñas de la urbe; de los muchos, casi infinitos, cabarets de Montmartre y de Montparnasse, que tanta presencia tienen en los libros de Modiano; de los restaurantes que podían esquivar el racionamiento y que frecuentaba Jünger, quien a la salida de la Tour d’Argent proclamaba la importancia que tenía en época de hambre tener el estómago lleno. Era el París de los desfiles de la Wehrmacht, de los legionarios de la LVF y de los miembros del PPF, que miraban desafiantes a los transeúntes al bajar por Les Champs-Élysées. Era la ciudad de las conferencias en el Instituto alemán, de los tea party del embajador Otto Abetz; de los viajes de escritores y artistas a Alemania organizados por Gerhard Heller y la Propaganda Staffel; de los salones de Florence Gould donde coincidían Jünger, Drieu La Rochelle y Cocteau; de las redacciones de periódico, como la de Je suis partout, en las que se jaleaba al ocupante y se ridiculizaba a Vichy; de las exposiciones del Nuevo Orden dedicadas a los enemigos de Francia, a los judíos, a los bolcheviques y a los masones, que se celebraban en la Salle Wagram, en el Grand Palais o en el Palais Berlitz; era el París de paredes llenas de carteles, que han fotografiado André Zucca y Roger Schall, que anunciaban las victorias alemanas, el peligro comunista o la invulnerabilidad del Muro del Atlántico, al tiempo que animaban a los obreros a ir a trabajar a Alemania y cumplir con la Relève, el acuerdo impulsado por Vichy consistente en el intercambio de un prisionero francés de 1940 por cada tres trabajadores, cuyo fracaso daría paso al odiado STO.

 

Pero también era el mismo París de las redadas inesperadas de la policía francesa en cualquier bulevar, de los controles en el metro, de los rehenes, de los toques de queda, de la escasez de alimentos y de carbón, de las restricciones de electricidad, de los problemas de vestuario; de peatones con la estrella amarilla; de las empresas arianizadas; de la oscuridad y del silencio; de calles casi siempre vacías, cruzadas sólo por algunos automóviles de los ocupantes y de sus amigos franceses; de los periódicos de grandes proclamas de victoria y de inquina antisemita; la ciudad de los inviernos rigurosos, de las cañerías congeladas y las nieves eternas; de los cafés repletos de gente a todas horas; la ciudad de los primeros bombardeos, en la que vivían y morían quienes no formaban parte del mundo que había traído la Ocupación. A veces también era la ciudad de los atentados, en la que vivían quienes trabajaban para la Resistencia, como la temprana y heroica célula del Museo del Hombre, de quienes como Vercors imprimían en la clandestinidad montparno las obras de Éditions de Minuit, o de quienes como Georges Hugnet y esos surrealistas del interior que no se habían ido a Nueva York con Varian Fry esquivaban las penurias y el miedo publicando La Main à plume; era la ciudad de quienes, como Jean Guéhenno, redactaban sus diarios en la misma oscuridad que los años que estaban viviendo, como François Mauriac o Jean Paulhan, que intentaban mantenerse al margen de la vida cultural oficial y aproximarse a la Resistencia, pero sin odiar a los collabos. Era el París en el que continuaban pintando en estudios heladores artistas como Jean Fautrier, el pintor de la Ocupación por su tremenda serie Otages, que hizo fuera de la capital, de la que había tenido que huir; como Braque, cuyo comportamiento fue de una dignidad notable; o Picasso, quien no tenía problemas de abastecimiento, si acaso le faltaba algo de carbón, ni inconveniente en recibir en su estudio a quienes quemaban el arte degenerado, como también hacía el canario Óscar Domínguez. Era el París que, con la nostalgia del tiempo pasado, intentaba olvidar el presente yendo al cine o a la Comédie, a ballets, con Serge Lifar como figura, o conciertos, leyendo, aunque fueran Céline y Rebatet los más vendidos, escuchando la radio y convirtiendo las inacabables canciones de la época en la banda sonora de unos años que evoca la combinación de melancolía y deseos de alegría que tenían los parisinos.

 

Nada hay mejor, y así lo ha sabido ver Modiano, que las canciones de los años negros para entender la vida en el París ocupado, una música que también forma parte de la vida del escritor, nacido en 1945, pues es sabido que la vida de las canciones es tan larga como los sentimientos que recogen y la época en la que aparecen. Es difícil, muy difícil, recoger algún ejemplo de la música que escuchaba la mayoría de los parisinos por la radio, a veces entre las emisiones incendiarias de Jean Hérold-Paquis en Radio París, quien siempre finalizaba proclamando la destrucción de Inglaterra, o de la Francia Libre desde la BBC. De todas formas hay nombres inseparables de este periodo, como las numerosas cantantes que arrastraban al público tales como Lys Gauty, Léo Marjane, Rina Ketty, las dos Lucienne, Boyer y Delyle, Édith Piaf, Eva Busch, Irène de Trébert, Rose Avril… y artistas de cine que cantaban como Danielle Darrieux y que mantenían con el ocupante una relación más o menos cercana. Luego estaba un grupo de solistas masculinos de fama consolidada como Charles Trenet, Tino Rosssi, André Claveau, Maurice Chevalier, Johnny Hess, Reda Caire… También había orquestas que se esforzaban en dar una sensación de alegría que a veces resultaba un poco forzada teniendo en cuenta lo que ocurría. Eran las orquestas de Raymond Legrand, Loulou Gasté, Joseph Reinhardt, Aimé Barelli, Ray Ventura… Por último, estaban los muchos grupos de jazz como el de Alix Combelle, por escoger alguno, y naturalmente Django Reinhardt, aunque de este gitano genio del jazz y la guitarra no debieron emitir muchas canciones por Radio París, y aún menos en las emisoras de Vichy.

 

La capacidad de atracción de París era tan grande que, a pesar de las dificultades para viajar y de los problemas para conseguir las autorizaciones necesarias, aún continuó recibiendo viajeros durante la Ocupación. Se trataba de un nuevo tipo de visitantes que llegaba a la ciudad en unos años poco favorables y que eran muy diferentes de los turistas de antes de la guerra. A los americanos de la generación perdida, a los latinoamericanos más o menos millonarios, a los británicos que empezaban su Grand Tour en París, a quienes desde cualquier lugar del mundo, de Vietnam a Chile, habían ido antes de la guerra en busca de los nuevos aires en la literatura y en el arte o a disfrutar de la vida de libertad y placer que caracterizaba a la ciudad más literaria, todos ellos habían sido sustituidos por tipos procedentes de los países que formaban parte del Nuevo Orden hitleriano.

 

Eran unos visitantes que, al contrario de aquellos que acudían en tiempos de paz, iban de paso, en viaje oficial o de negocios, y que, al conseguir el deseado visado, aprovechaban su estancia en una ciudad que continuaba siendo mítica. Así, el Gross Paris se convirtió en un lugar en el que recalaban, casi siempre con destino a Berlín o alguna ciudad alemana, o al campestre Vichy, unos personajes que llevaban a veces uniformes extraños y algo teatrales, siempre con camisas oscuras, algunas veces azules. Eran jóvenes, con la alegría exagerada de los que se saben en el bando de los vencedores, iban habitualmente en grupos algo ruidosos y se hacían fotos como si los indicadores en la muy alemana letra gótica, los soldados con uniforme feldgrau y los controles fueran parte del París de siempre. En realidad iban al París alemán, pero también buscaban una ciudad que, a pesar de haber perdido su luz, todavía brillaba en una Europa a oscuras y en guerra, aunque en este caso la iluminación resultara irreal, pues no lograba despejar las sombras de un mundo que se adivinaba inquietante, en el que sucedían cosas que unos jaleaban y otros preferían no saber. En las calles podían ver a gente con estrellas amarillas cosidas en el pecho y lugares prohibidos a los judíos, incluidos los niños. En los cabarets y en los restaurantes en los que el racionamiento era cosa de otros, coincidían con los siempre uniformados ocupantes y con la fauna collabo, formada por unos tipos vulgares con trajes algo exagerados que iban acompañados de mujeres de aspecto llamativo, lo que entonces en España se conocía expresivamente como vampiresas. En alguno de estos locales, quizás incluso en el mismo y algo equívoco La Vie Parisienne, escucharon la versión francesa de Lili Marleen que interpretaba Suzy Solidor.

 

Probablemente a la mayoría les extrañaría también el silencio, la oscuridad y los vélo-taxis de una ciudad que era famosa por su luz, tanto como la belleza y la indumentaria de las parisinas, dispuestas siempre a convertir las dificultades en charme. Sin embargo, a estos “jóvenes europeos”, como los llamaba la propaganda nazi de la Europa antibolchevique, el desfile diario del destacamento alemán de guardia en el Arco del Triunfo en dirección a la Concordia, bajando por Les Champs-Élysées, debía de entusiasmarles. Probablemente lo contarían entre sus camaradas escuadristas de Bruselas, de Bucarest, de Ámsterdam o de Madrid, trasmitiendo la falsa impresión de que, como el Reich, el Gross Paris iba a ser eterno.

 

Junto a ellos, había personajes más discretos que aprovechaban la presencia de conocidos en la ciudad como corresponsales de prensa o destinados en los servicios diplomáticos para visitar la que en el fondo seguía siendo la capital de Europa. Ciertamente, no era fácil para un extranjero poder viajar al París ocupado, como ha contado en sus memorias Luis Escobar, el director de teatro de La Tarumba, la réplica falangista a La Barraca, quien desistió de viajar a la ciudad por los inconvenientes que ponía la Embajada alemana en Madrid para concederle el Ausweis preceptivo. Sin embargo, otros personajes menos conocidos pero mejor relacionados –militares, policías, funcionarios– no tuvieron excesivos problemas para aprovechar las circunstancias y hacer una escapada al París alemán. Al fin y al cabo, el pionero de este extraño turismo de guerra fue el propio César González-Ruano, quien en octubre de 1940 ya estaba en la ciudad. Ya hemos contado en Noche y niebla la visita que le hizo a Pedro Urraca, el agregado policía en la Embajada española, su hermano Manuel, durante la cual, como turistas privilegiados, incluido el uso de un automóvil, recorrieron el París oku, aunque en este caso con la seguridad que da el ser agentes del Abwehr, uno con el nombre de “Unamuno” y el otro con el de “Cervantes”. Sin embargo, también hubo quien debía considerar París como un ejemplo de la decadencia de las democracias liberales y no sintió la atracción que se atribuye a la ciudad. Estos falangistas sin duda preferían otros destinos más recios como Berlín o más importantes como Roma. Quizás fuera ésta la razón por la que en las memorias de personajes de la cultura o de la política española de la época no haya apenas referencias a viajes a la capital de Francia. Extraña que ni siquiera el muy viajero Ernesto Giménez Caballero –que estuvo en Katyn viendo las fosas del martirio polaco que ha filmado Andrzej Wajda; en Weimar, en la reunión de escritores del Nuevo Orden en la que participó Gerhard Heller con su grupo de franceses encabezado por Drieu y Brasillach, y en Berlín haciéndole el paseíllo torero a Goebbels– viajara a una ciudad que había sido capital de la modernidad y que ahora estaba ocupada por sus admirados alemanes. El París ocupado representaba para Giménez Caballero una posibilidad única de contemplar reunido en el lugar más adecuado su fascismo surreal y su antigua inclinación por las vanguardias, de las que luego abominó. Quizás por esto, el inquieto GeCé prefirió siempre Roma, donde, caso único, se amalgamaba la historia y la vanguardia futurista y metafísica con el fascismo. Un cocktail que encantaba al escritor español.

 

Ésta era la ciudad tanto de Albert Modiano como de Dora Bruder, la ciudad que recupera y recorre Patrick Modiano en Voyage de noces, en Les Boulevards de ceinture, en La Ronde de nuit, en Rue des boutiques obscures, en Livret de famillie, en Fleurs de ruine, en Un pedigree y, naturalmente, en Dora Bruder; una ciudad que el escritor, sin vivirla entonces, ha hecho suya ahora convirtiéndola en literatura y en testimonio de una época. Una ciudad que reconstruye e inventa a un mismo tiempo, combinando realidad y ficción para crear un escenario en el que situar a unos personajes tan reales como literarios. Según Roux, el París oku que aparece en la literatura de Patrick Modiano es una ciudad amenazante de la que era imposible huir y en la que las únicas opciones que existían eran esconderse, mimetizarse o la colaboración. Dos realidades que confirman la existencia de dos ciudades, la de la mayoría de los parisinos, para quienes la ciudad era “un bosque grande y oscuro lleno de trampas”, y la urbe de los ocupantes y los collabos, la de los dueños de París, para quienes no había ni racionamiento, ni veranos tórridos, ni inviernos heladores, ni estrellas amarillas, ni controles de la policía. Sin embargo, a estos también les alcanzará el miedo y la ira a medida que los atentados se repitan y la evidencia de que la guerra se iba perdiendo sea cada vez mayor.

 

Este París de la Ocupación, como ha dicho Patrick Modiano en su Discours à l’Académie suédoise, que ha publicado Gallimard, era una ciudad extraña en la que aparentemente la vida continúa “como antes”. Y es que “los teatros, los cines, las salas de fiesta y los restaurantes estaban abiertos. Se escuchaban canciones en la radio. En los teatros y los cines había más gente que antes de la guerra, como si estos lugares fueran un refugio donde la gente acudía y se juntaban unos a otros para tranquilizarse”. Sin embargo, había detalles que indicaban que París era otra cosa, que también era una ciudad de pesadilla. Era una ciudad silenciosa, sin apenas vehículos, en la que se podía oír el ruido de las hojas, de los pasos, las voces de las conversaciones, en la que el toque de queda desde las cinco de la tarde la convertía en una ciudad sin vida. En ella “los adultos y los niños podían desaparecer en un instante, de un momento a otro, sin dejar ningún rastro. Una ciudad en la que se hablaba entre amigos en voz baja y en la que las conversaciones nunca eran francas porque se sentía una amenaza en el aire”. Sin duda, era el miedo al decreto Nacht und Nebel. Para Modiano, París es el paisaje natural de la Ocupación, una ciudad que tiene una geografía moral formada por el escenario de los verdugos y, en menor medida, los lugares de la Resistencia y de las víctimas.

 

 

 

 

Este fragmento corresponde al libro París-Modiano. De la Ocupación a Mayo del 68 que acaba de publicar la editorial Fórcola.

 

 

 

 

Fernando Castillo Cáceres (Madrid, 1953) es escritor, ensayista y comisario de exposiciones. Colaborador en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, es autor de libros como Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la postguerra; Tintín-Hergé, una vida del siglo XX; Madrid y el Arte Nuevo. Vanguardia y arquitectura 1925-1936; Geografía Modiano y Noche y niebla en el París Ocupado. Traficantes, espías y mercado negro. En FronteraD Conchita Montes, un siglo de encanto, una época de España y Partrick Modiano, un Nobel para la memoria y la indagación

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