Paul Auster en la hoguera

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Tengo hoy en la cabeza varios asuntos de qué hablar, sin saber por cuál decidirme, como quien entra en una fiesta y se encuentra a tres chicas guapísimas bostezando en un sofá. ¿Hablo con la rubia? ¿Bromeo con la morena? ¿Saco a bailar a la que me sonríe? Como tantas otras veces, la indolencia (y la timidez, ay) me tienen paralizado, así que lo que hago es reclinarme en el diván y abrir la primera revista que tengo encima de la mesa, que es un New Yorker atrasado. El azar me lleva a una extensa reseña del afamado crítico James Wood sobre la última novela de Paul Auster, Invisible, que había yo hojeado hace unas semanas, sin decidirme tampoco a leerla.

 

James Wood se despacha a gusto con esta novela, en particular, y con toda la obra de Paul Auster en general. El representante quizá más celebrado del postmodernismo americano es, según el crítico inglés, un escritor banal. Se le lee fácil porque explota sin ningún rubor todos los clichés, tanto de lengua como narrativos, que hay en la novela negra, pero al final de sus narraciones apenas queda nada memorable: ni en el estilo, ni en la caracterización de los personajes ni, por supuesto, en la trama. El cliché, desde Flaubert, debe emplearse -si es que se emplea- como un medio catártico, nunca como un fin en sí mismo, pero en las novelas de Auster, según Wood, la truculencia de la trama y las frases estereotipadas están casi exclusivamente al servicio del folletín, sin más. ¿Qué importa que en la mitad de una novela de Paul Auster el gánster de turno se llame «Paul Auster» si cada dos por tres dice «vale, muñeca» y emplea los mismos tics que un malo sacado de una mala novela de detectives?

 

James Wood tiene una concepción muy particular -y, si se quiere, tradicional- de la novela, como lo ha dejado expuesto en varios libros, el más reciente, How Fiction Works, cuyo título mismo es toda una declaración de intenciones. Según él, una novela exige narrador, punto de vista, personajes, un ambiente tangible -o cuando menos, verosímil- y una trama, aunque la trama sea quizá lo menos importante. Admitido esto, se puede admitir casi todo lo demás en una novela, salvo incoherencia y falta de convicción, que son, al parecer, los pecados capitales de la mayoría de las ficciones postmodernistas, empezando por las de Auster.

 

No me pronunciaré sobre la visión que tiene Wood de la novela, ni si la ficción de Auster funciona o no como ficción, aunque sí puedo decir que sus novelas se leen con gran facilidad, al menos su trilogía de Nueva York, igual que se lee fácil el primer capítulo de Invisible, no sé si por el uso del cliché o porque verdaderamente la prosa de Paul Auster -diga Wood lo que quiera- tiene buen ritmo. El ritmo en prosa lo es casi todo, por no decir todo. Quien tiene ritmo verbal tiene la sintaxis metida dentro de la cabeza, que, como decía Teophile Gautier, es la clave de la buena escritura.

 

Gautier también decía que su sintaxis era tan buena que las frases que lanzaba al aire, sin ton ni son, caían siempre de pie, como caen los gatos. Puede ser. Con todo, el escritor que escribe sin plan ni punto de referencia, que abusa de la meta-narración y se olvida de contar lo que acontece en la rúa, puede que, como los gatos, caiga de pie, pero debería pensar que a lo mejor lo único que está haciendo, al escribir así, es dar saltos de niño -si no de minino- sobre la cama elástica que le han puesto sus mayores en el jardín de casa.