“De vez en vez, cuando la suerte me sonreía, llegaba a cobrar hasta cinco coronas por un artículo en algún periódico.” (Hamsun, Hambre, 1890).
El periodista no escribe, redacta. Tampoco piensa, opina o, a lo sumo, interpreta: informar es decir lo que ya han dicho otros, contarlo; parafrasea desde la urgencia a la que le abocan los hechos más recientes. Pareciera que el secreto de la vida se desvela con la novedad. Extraño este eco de la verdad. Ahí, arrojado a la realidad más apremiante, subyugado, pobre y desnudo, un periodista no dispone de más armas que los sentidos y la intuición. Strictu sensu, frente a la episteme (la ciencia), su doxa (la opinión y, por extensión, la información).
En los medios de comunicación, el omnipresente marketing somete las noticias a un mercadeo sujeto indefectiblemente a la rentabilidad de la empresa periodística, donde queda muy poco espacio para que el pensamiento encuentre su cauce. Negocio (nec–otium), etimológicamente, significa “negación del ocio”, y este último, el ocio, es la auténtica madre de la filosofía, de la teoría. Desde ahora, podemos acordar que nuestro objeto sea pensar (en) el periodismo de papel, puesto que, como decíamos, el periodismo piensa poco –tal vez, sea innecesario que lo haga–. En cualquier caso, la novedad, la categoría esencial de la noticia, no guarda, por principio, una relación necesaria y sustancial con la verdad, y nada tiene que ver el hecho de que un periódico evite la ficción o el invento, según premisas convencionalmente aceptadas. En el periodismo nos adentramos sin reservas en el escenario donde está en disputa el ídolo de la “opinión pública”, zarandeado, abatido y erigido en la eterna lucha de grupos empresariales que, en alianzas más que evidentes con los partidos políticos, intentan re-crear ese terreno del sentido común, que no deja de ser, si se me permite la expresión, la comunión en uno de los posibles sentidos. No le faltaba razón a Max Weber cuando señalaba que sólo el periodista es político profesional y sólo la empresa periodística es, en general, una “empresa política permanente” (sic).
Partimos, pues, de la defensa del periodismo (escrito) como terreno poco adecuado para las ideas –el límite puede ser virtud–, aunque aparezca como terreno abonado para las mismas. Tengamos presente la decimonónica distinción entre “hecho” y “valor de hecho” –información y opinión–. A mi juicio, es un canon un tanto obsoleto, impreciso para vertebrar estructuralmente los géneros periodísticos, sobre todo, cuando asistimos a una creciente confusión de géneros difíciles de diferenciar con la proliferación de formatos, los que ya nacieron y los que llegarán con la multiplicación de dispositivos digitales de lectura. Esa concepción tan maniquea se resuelve en mera heurística poco fiel a los principios, algo insostenible en la práctica. En este sentido, tomemos la cuestión del estilo por un asunto crucial de forma y fondo en la “literatura” de un periódico.
Las técnicas narrativas del periodismo son herederas, en última instancia, de la concepción del saber que propugnaba el paradigma neopositivista imperante en la primera mitad del siglo pasado. Artefacto literario refinado. Hay ecos claramente reconocibles del logicismo y el cientismo, una visión de la realidad que, por otra parte, queda muy alejada del modelo hipotético-deductivo que guía la labor investigadora de los científicos actuales. Sin hacer ahora filosofía ni historia de la ciencia, la réplica más lúcida y fulminante a esta concepción un tanto visionaria y reduccionista de nuestro mundo se encuentra en el comienzo de la novela de Robert Musil, El hombre sin atributos. Sirva como ejemplo paradigmático. En el primer párrafo de esta gran obra literaria no culminada se presenta el relato tanto más abstruso, incomprensible y falto de sentido cuanto más transparente, exacto y científico. La mayor abstracción es la otra cara de la simpleza absoluta, ésa que a veces luce cuando muchos textos periodísticos alcanzan su mayor logro: facilitar meros datos. El principio gnoseológico del periodista es saber mucho, saber más, acumulación cuantitativa con certeras referencias, pero sin mayor objeto, sentido (histórico), ni finalidad, a veces sin siquiera atender a las circunstancias. Y que todo esté perfectamente confirmado o verificado –términos propios del neopositivismo lógico–. Las “fuentes” perdieron la resonancia mítico-religiosa…
Alejado, paradójicamente, de “la vida del mundo”, en la que no participa sino como testimonio, el texto periodístico toma cuerpo en esa suerte de excrecencia lingüística que aparece de manera conspicua en aquellos catalogados como informativos: quién, dónde, cuándo… No obstante, detrás de todo ello, siempre la pregunta última latiendo… ¿y qué? Se trata de una ruda visión pragmatista del lenguaje, arma útil para instrumentalizar el espacio de la fantasía y la realidad, el mundo en disputa –al que nos referíamos en las primeras líneas–. Ese mismo lenguaje está movido por una aspiración pseudocientífica que puede resultar exitosa y persuasiva cuando toma un sesgo “editorializante”, pero cuya gramática, subyugada por la prisa, termina por revelarse plana, apoyada en una carencia absoluta de relaciones causales y minada por sus propios juicios sumarísimos, sentados al modo de dogmas y en tono sentencioso. Mucho peor cuando se enreda en metáforas burdas y carentes de ingenio, toda una retahíla sugestiva que habla del presente, pero nada más.
Más allá de la verdad y la mentira, de la representación de la vida que hacen los mass media, es toda una aventura descubrir y crear (tu) mundo en este mundo de la comunicación –valga la redundancia, porque es una redundancia–, habida cuenta del tratamiento sin solución de continuidad entre una guerra que causa miles de muertos, el horóscopo, una medida educativa, el último traje esplendoroso de una bella artista, los comentarios estúpidos de algún dirigente político, etcétera. ¿De verdad el mundo es una planicie donde todo es susceptible de ser noticiable? Con razones siempre discutibles, acabamos por asumir que el valor del periódico puede desestructurarse por el componente publicitario, tanto o más determinante que el propio excipiente ideológico hoy día. Dicho en lenguaje castizo, podemos recordar la sarcástica valoración de Larra del periodismo de finales del XIX como heredero de los gacetilleros, es decir, “el mayorazgo de la mentira”. Pocas ideas o ninguna, y la mayoría de ellas, además, falsas. Justamente por ello, en otro orden de cosas, el hábito de leer la prensa está más justificado que nunca, una exigencia que se resume en la máxima de Nietzsche, “pensar en la superficie”. Decía un antiguo director del Washington Post que la esencia del periodismo es la superficialidad.
Definiría como horror vacui la misma compulsión angustiosa de un diario por dar cuenta de todo lo que sucede cada día, remedo de la voluntad divina que reconoce su omnipotencia y bondad en la totalidad de seres existentes, gesto tan arbitrario como optimista, nunca domeñable por completo. El reto del periodismo escrito son las formas, los modelos y los usos de todos los juegos lingüísticos que ofrece. Su futuro depende del valor, el sentido y las referencias que pueda ir generando como escritura sumida en el vértigo. Cada día se cede más la responsabilidad de la publicación de un periódico a los diseñadores gráficos. Estos lo hacen con suma profesionalidad, acercando cada vez más el diario a un producto (audio)visual, es su cometido. Desde mi punto de vista, es un suicidio lento, convierte el periódico en un primitivo producto de mampostería incapaz de competir con ordenadores, tv, dispositivos audiovisuales, etcétera. Terminará por asfixiar el ingenio creativo en un campo donde la fuerza, la plasticidad, el dinamismo, el colorido, la claridad han de presentarse mediante la competencia lingüística, en sentido amplio, que ofrezcan los redactores.
El futuro de la prensa de papel está en su “redacción”. No decimos nada nuevo. Si una de las objeciones principales a este escrito es la visión intelectualista del periódico, ustedes y yo hemos acertado en la interpretación del mismo. De eso se trata, no se puede desperdiciar el papel, cada día está más caro. La dificultad de dirimir el sentido de cada palabra y cada cosa reclaman la mano sensible, la mirada atenta y el espíritu más exigente de cada uno de nosotros, ya sea el redactor un sabihondo de medio pelo, una vieja alcahueta, un maestro de circo… Algún erudito o teórico del periodismo esgrimirá el valor de “la importancia y el interés”, dos modismos que solemos emplear para hablar de aquello que no comprendemos, ocultando tras esos calificativos halagadores nuestra pereza o nuestra ignorancia. ¿No hay otros criterios que se salgan de lo cuantificable al modo estadístico? En cualquier caso, esperemos que los periódicos no contribuyan a convertir nuestra lengua, con sus calculadoras de palabras, en lo que “describió” Nelly Sachs, “donde el canto del pájaro se extinguió/ y el labio amortajó al vino del idioma”.
Leslie J. López es Máster de Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla. Ha publicado en distintos medios españoles y mexicanos, así como en revistas literarias como Letra Viva de Oaxaca. Actualmente, trabaja como periodista independiente y colabora con El Correo de Andalucía (Sevilla) y la edición online de la revista GEO. Es editor de www.insevilla.com.
Autor: Leslie J. López