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Mientras tantoDe Madrid a Philadelphia

De Madrid a Philadelphia

La soledad del creyente   el blog de Stuart Park

Durante nuestra etapa en Madrid (1968-1971) intenté, sin éxito, matricularme para poder cursar estudios doctorales en la Universidad Complutense, pero la autoridad académica no consideró adecuado o suficiente el expediente académico que presenté. Aun así pude asistir como oyente a clases impartidas por profesores como Carlos Blanco Aguinaga o Manuel Espadas Burgos, y tuve el privilegio de conocer a eminencias como Antonio Tovar y José Luis López Aranguren. Era la época de las revueltas estudiantiles, y las Facultades de la Complutense fueron tomadas periódicamente por la policía (los temidos «grises»).

Escudo de la Universidad Complutense

En 1971 nos trasladamos a Castile, en el Estado de Nueva York, donde vivía la madre de Verna, una zona bucólica que fue como un remanso de tranquilidad y paz. Aun así las escuelas de la depresión persistían y la paz exterior no hizo sino acrecentar el desasosiego sufrido, día y noche, por dentro.

Después del verano nos trasladamos a Brookhaven, cerca de Philadelphia, donde Verna obtuvo trabajo casi de inmediato como enfermera en el departamento ortopédico del Hospital Chester-Crozier. Durante este tiempo renació en mí el deseo de seguir con los estudios académicos y en enero de 1973 inicié cursos de doctorado en la Temple University (que me acogió con los brazos abiertos), donde comencé a impartir clases de lengua española como profesor asistente.

El contraste entre el campus de Temple, situado en una zona deprimida de Philadelphia, una de las ciudades más violentas de Estados Unidos en aquel entonces, y los colleges de Cambridge con su magnífica arquitectura y cuidados jardines, no pudo ser mayor. Temple University no gozaba del prestigio de las grandes instituciones académicas norteamericanas como Harvard o Yale, Princeton o Pennsylvania, pero aprendí tanto o más allí que en mis tres años en Cambridge, probablemente porque ya no era aquel joven de 18 años inmaduro y con complejo de inferioridad.

El departamento de Español contaba con graduados de varios países latinoamericanos: Chile, México, Argentina y Colombia entre otros, además de estudiantes norteamericanos. Disfruté mucho de los seminarios, donde se fomentaba el intercambio de ideas y la discusión, y entré en contacto con la teoría de los arquetipos del crítico canadiense Northrop Frye, que marcaría de forma determinante mi manera de leer la Biblia. En el fondo necesitaba librarme de una lectura personalista de la Escritura, ya que en los años de oscuridad me aterraban relatos como el sacrificio de Isaac, la demencia del rey Saúl, rechazado por su desobediencia al mandato de Dios, y las historias de David, que pagó un alto precio por su caída en pecado. El pavor que la Biblia me había producido encontró alivio en las tesis de Frye, desarrolladas en su magistral Anatomy of Criticism (1957).

Northrop Frye

Según Northrop Frye, el estudio sistemático de la literatura revela una estructura de arquetipos esenciales, mitos universales cristalizados por medio de símbolos poéticos recurrentes. El arquetipo constituye «un principio coordinador, una hipótesis central», la posibilidad de atribuir a la literatura «un postulado de coherencia total» al igual que cualquiera de las ciencias. A estos arquetipos tienden a recurrir los grandes clásicos: «Esto coincide con un sentimiento que todos hemos experimentado… que la obra maestra profunda parece traernos a un punto en el cual podemos ver una enorme cantidad de líneas convergentes de significado». Según esta perspectiva, empezamos a vislumbrar la literatura «no solo complicándose en el tiempo, sino como extendida en el espacio conceptual a partir de algún invisible centro». Para Frye, las Escrituras judeocristianas identifican la figura del Mesías como el «mito» central de la narrativa bíblica, el «invisible centro» del que parten y hacia el que convergen múltiples «líneas de significado» en un sistema coherente total. Esta noción reflejaba, desde el campo crítico secular, la visión que había impartido el Dr. Gooding de que toda la Escritura está relacionada entre sí y que toda ella converge en Cristo.

En efecto, la estructura de la Biblia es tipológica. No hay en el mundo ningún otro libro configurado así. Según sostiene Frye en otro estudio seminal, El Gran código (trad. esp. 1988), «existe gran cantidad de referencias al Antiguo Testamento en el Nuevo; se encuentran en cada libro —casi en cada pasaje— y algunos de los libros del Nuevo Testamento, en especial el Apocalipsis y la Epístola a los Hebreos, conforman una densa masa de tales alusiones. (…) Esta manera de leer la Biblia tipológicamente está indicada demasiado a menudo y de manera demasiado explícita en el Nuevo Testamento como para que abriguemos alguna duda de que es la manera ‘correcta’ de leerla; ‘correcta’ en el único sentido que puede reconocer la crítica, como la manera que se ajusta a la intención del libro».

Lo curioso es que no se trata en realidad de un descubrimiento de los críticos literarios, ya que esta ha sido la manera tradicional de leer la Biblia, como mi propio padre habría atestiguado. Fue, por supuesto, la de los mismos autores bíblicos: los del Antiguo Testamento reinterpretaron constantemente su propia historia desde una perspectiva tipológica, a la vez que anticipaban en sombra y figura la venida del Mesías; y los autores del Nuevo Testamento, siguiendo el magisterio de Jesús en el camino de Emaús, identifican la Vida y Obra de Cristo con el testimonio de la Ley y los Profetas, es decir, con el Antiguo Testamento en su totalidad.

Hasta aquí nuestro recuerdo de la soledad fruto de la caída en depresión (colapso nervioso lo llamamos en inglés) y agradezco la paciencia de quienes nos han seguido hasta aquí.

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