Pijita pitiminí

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Ya me entiendes, ¿no? Creo que el título lo dice todo. Guapita de lujo, «superbiencombinada» siempre, hasta el más mínimo detalle está estudiado, no creas en ningún momento que se trata de un descuido. Jamás dice «de puta madre», siempre un «fenomenal». Conoce todas las marcas y todos los sitios donde hay que dejarse ver para ser una niña «in»; las gossip girls de Manhattan la aceptarían rápidamente como una más de la «happy pandi». Y, sin embargo, siempre que salía el tema yo le ponía pegas. Creo que era para no despeñarme definitivamente entre los embrujos de ese vientre firme, ese ombligo perfecto y esas tetitas fajadoras que otean el horizonte sin descanso, haga calor o frío, sea de día o de noche, hasta convencerme de que no se trata de ningún truco del sujetador. ¿Que por qué lo sabía? Había cotilleado en su facebook gracias a un amigo (yo no estaba agregado, de hecho no existo en la red) y me había cascado unas cuantas pajas pensando en esa carita de zorra siempre besuqueando el objetivo de la cámara, tumbada en la playa ante una puesta de sol o mostrando a todo el mundo los muchos encantos con los que la había dotado la madre naturaleza.

 

No pierdo la compostura. Son las ventajas de ser un perdedor cuarentón, que ya no espera nada, calvo, con tripilla y que todavía maneja tela suficiente para desfogarse con alguna puta de Madrid. Natalia, por ejemplo, me recuerda bastante a pijita pitiminí y siempre está dispuesta a acudir a mi llamada, y a la de mis euros, ponerse a cuatro patas y dejarse azotar las nalgas mientras le meto el rabo hasta el fondo y dos dedos por el ojo del culo. Aún no lo he probado, pero juraría que le caben tres. Pero cuando abre la boca y me llama «papito» se esfuma todo el encanto.

 

Pijita pitiminí también me defraudó cuando la conocí más a fondo. Quizá no debería decir que me defraudó, simplemente debería reconocer que me tranquilizó, es decir, que era una más de las muchas que he conocido y que ya no parecía tan pija cuando se metía mis huevos en la boca con una fruición desconocida. Claro que hasta que ese día llegó me gasté más pelas en tonterías y gilipolleces que en seis meses frecuentando las putas más caras de Madrid. El culito lo tenía bastante cerradito, pero no me atrevería a decir que se lo rompí yo, es posible que alguna polla larguirucha y de escaso diámetro se hubiera adentrado por aquel esfínter antes que mi trabajado, por pajeado, rabo. No quiso tragárselo todo, cosa que la verdad jode bastante, créeme, pero sentí cierta satisfacción y aires de venganza cuando algunos goterones fueron a parar a un carísimo sofá de la casa de sus entrañables padres que vivían en la Calle Velázquez, muy cerca del cruce con Juan Bravo.

 

Pero podría decir que también fui muy generoso con ella porque le estuve comiendo el coño -metiéndole la lengua por la vagina no sólo chupándole el clítoris- cerca de cuarenta y cinco minutos y no sé si se corrió porque no quiso hablar del asunto, pero gimió, chilló, susurró, blasfemó, se rió a carcajada limpia, se cagó en mi padre, me llamó cabrón, se estremeció, retorció, suspiró y lloriqueó sucesivamente durante todo ese rato que estuve arrodillado a los pies del jodido y caro sofá. Estaba buena sí, pero no lo suficiente para preñarla y acabar paseando bebés por el bulevar de Juan Bravo y desayunando con sus amigas pijas en Le Pain Quotidien. Tampoco me lo pidió, ni me hubiera aguantado un par de meses a su lado. Hay que ser honrados y reconocer las cosas como son.