El pelo largo, los ojos marrones o negros, oscuros, una camiseta blanca o el vestido azul, brazos delgados, piernas desnudas hasta el final de los pies, mascarilla de tela caída hacia el cuello, leía un libro al principio, la vi a lo lejos, intenté ver qué era y no fue posible.
Coincidíamos cada dos o tres días en el mismo tren y diferentes vagones. Ella era sorprendente entre tantos, casi todos con sus móviles, enviando mensajes de voz, jugando con profesionalidad a tocar la pantalla rápido, durmiendo a ratos, esperando a llegar al lugar, bajando. Cierran las puertas. Su formar de situar los brazos y las piernas, un desvío. Volvía a encontrarme con ella y pasaba las páginas con cariño porque a veces alzaba la mirada. Las cigüeñas se debían posar en las cabezas de las farolas. Una noche la observé entre el reflejo de la luna y los andamios de la obra.
Me atrajo por sus libros y sobre todo por la belleza completa.
Su pelo toca el asiento.
Cambiaba de libro y yo quería hablar con ella. Empezó con El código Da Vinci y acabó con La cuarentena.
Diría que me conocía de antes.
Aunque fue ella quien me dijo que ya estaba bien y que saliéramos al volver.
Quería pedirme algo, porque me había visto a lo lejos. Al contrario, el final de las piernas, ella sentada y se va a levantar, el color.