Una vez, de camino al colegio, unas niñas le gritaron un piropo (“¡tío bueno!”, cree que fue, algo sencillo, directo y sin adornos) desde un autobús y, tras el instante de sorpresa, un momento eterno de varios segundos hasta comprender en toda su magnitud lo que acababa de suceder...
Piropofobia
Una vez, de camino al colegio, unas niñas le gritaron un piropo desde un autobús (“¡tío bueno!”, cree que dijeron: algo sencillo, directo y sin adornos) y, tras el instante de sorpresa, un momento eterno de varios segundos hasta comprender en toda su magnitud lo que acababa de suceder, uno inició una discusión con el amigo del que iba acompañado acerca de cuál de los dos había sido objeto de semejante invasión de intimidad. Minutos después, ya en clase, aquella amistad había terminado (la privación a veces lleva a actos impensables), pero sólo hasta el posterior inicio de la hora de Griego, donde todas las rencillas quedaban superadas tal era el ambiente de elevación y clasicismo. No sabe uno si del mismo modo que la escasez de halago le había llevado a la riña, la abundancia le hubiese llevado a la concordia. Tampoco se sabe cómo está hoy la incidencia del piropo, su salud. Antaño, cuando uno fue felizmente intimidado, su localización principal, similar a la de los gorilas de montaña en el imaginario, eran los andamios, cuna de aforismos ibéricos y también de groserías por culpa de las cuales se supone que al piropo lo quieren erradicar desde el Observatorio de la Mujer, institución por la que se imagina a su presidenta, Ángeles Carmona (quien toma como ejemplo El Cairo, como si anduviera cerca, para decir que allí las mujeres van con auriculares y tapones para los oídos), vestida como un RAID y con unos prismáticos vigilando unas obras desde la azotea del edificio de al lado. Claro que no es lo mismo que le cante a uno Göethe que lo haga Torrente, pero es que entre los dos se comprende el mundo. Uno cree, aunque esto lo dirá mejor el Observatorio gracias quizá a sus francotiradores apostados, que el piropo está en vías de extinción sin que se haya puesto en marcha ningún plan para su conservación (tampoco se tiene constancia de ninguno para su inculcación, como afirma Carmona), con lo cual alguien podría estimar que lo de erradicarlo es ensañamiento. Uno siempre se ve más cerca de la aceptación que de la fobia. La piropofobia no es tan seria pero sí tan necia como la islamofobia, entre otras cosas por generalista, y a uno le apetece una portada de Charlie Hebdo para singularizarla, ya sea, por ejemplo, una viñeta con la presidenta en cuestión ametrallando con prejuicios a unos obreros de la construcción a la hora del bocata, o incluso otra con uno mismo si se quiere, en contraprestación, caracterizado como Dian Fossey, imitando los gestos de aquellos asomándose entre los ladrillos, con el lomo plateado y un pañuelo en la cabeza atado por las puntas; lo cual no le importa en absoluto pues siempre mantendrá vivo en su interior, pase lo que pase (era a mí, Luisito), aquel recuerdo precioso de cuando unas mujeres admiraron pública, amable y espontáneamente su persona.