La política se ha convertido en un espectáculo o puede que sólo se haya transformado en un elemento más del show business. Al principio fueron las casi siempre superficiales tertulias políticas, pero hemos llegado a un punto en el que el presidente del Gobierno y el principal líder de la oposición van a casa de Bertín Osborne a pasar la tarde y parte de la noche, comparten sofá, cena y futbolín mientras hablan de la política y la vida descubriéndonos a las personas que ya intuíamos sin necesidad de ese patético striptease sentimental.
Los otros dos líderes de la oposición investidos por una demoscopia que corre el peligro de sustituir a la democracia cogen la guitarra y cantan lo que haga falta (a Krahe, ya no, porque el Cuervo Ingenuo está a punto de volvérsele en contra, pero sí a Víctor Jara, que la audiencia masiva no conoce, pero sí cierto electorado con memoria de izquierda) o conducen y se estrellan (¿será una metáfora?).
El espectáculo ha entrado en campaña más que en ninguna otra ocasión (que rebata el diagnóstico alguien con más memoria, porque sería tranquilizador –o no–). El espectáculo forma parte de las estrategias electorales de todos los partidos. Incluso de los se abstienen de participar en él, más por no ser invitados que por no tener ganas de sentarse al lado de Bertín a llamarle señorito andaluz, por ejemplo, y sacar a la luz los jornaleros del campo ídem, la lucha de Cañamero y de todo el SAT; o para cantarle a María Teresa Campos el himno de la Unidad Popular de Salvador Allende o algo más discreto pero igualmente evocador; o para caminar junto a Calleja por El Gallinero para denunciar la intolerable e insoportable pobreza y desigualdad que existe en España y que algunos quieren esconder o no quieren ni mirar.
¿Espectáculo democratizador de la política?
El espectáculo ha entrado en la campaña para llegar a cuanta más gente mejor y no tiene por qué ser necesariamente malo. La política está llegando como nunca a todos los hogares, a la inmensa mayoría, a algunos en los que jamás se hablaba de los candidatos. El espectáculo puede que esté democratizando la política. Es una hipótesis sobre la que piensa quien escriba aunque no le resulte del todo convincente. Se puede argüir que es el debate político que está entrando en todas las casas y no sólo en las de las clases altas e ilustradas es de bajísimo nivel. Pero, ¿cómo ha sido la política en España en los últimos, digamos, ocho años, o más, incluso desde la aprobación de la Constitución? Con la excepción, quizás, de los primeros años tras la entrada en vigor de la Carta Magna, de la primera legislatura de Felipe González y de la primera de José Luis Rodríguez Zapatero (perdón), no se puede presumir de gran calidad del debate. Y dudamos también de las excepciones que marcamos.
Pero queríamos hablar de estrategias: la participación de los políticos en la televisión responde a ellas. Los nuevos partidos, que no logran penetrar en las cohortes de mayor edad, buscan el voto de los de más de 45 años. Las viejas fuerzas políticas, mantener sus posiciones entre los mayores arañando algo entre los jóvenes.
Debates y futuribles pactos
¿Qué hay de los debates? Hay dos elementos muy significativos. El primero es que las fuerzas emergentes, pese a querer cambiar la ley electoral para hacerla más representativa, evitan abrir el espacio a las fuerzas minoritarias según la demoscopia pero que, a día de hoy, están en el Parlamento y podrían haberlo estado con todavía más escaños en caso de aplicarse reformas como las que prometen Rivera e Iglesias. La nueva política no se ha despojado de las incongruencias y fraudes de la vieja. El segundo es que Mariano Rajoy no quiere debatir y el partido presenta a una Soraya Sáenz de Santamaría con cada vez más protagonismo como interlocutora de los otros tres candidatos a la presidencia.
Y también es estrategia. Alguien ha filtrado (y todas las filtraciones son intencionadas) que el Partido Popular tendría que pagar a Ciudadanos en especie por su apoyo para poder gobernar: Mariano Rajoy tendría que sacrificarse y en su lugar debería ponerse Soraya Sáenz de Santamaría. Cierta parte del electorado conservador no quiere que Rajoy repita, pero estaría dispuesto a votar a Sáenz de Santamaría. No sólo es joven, sino que además es mujer, tiene mejor imagen que Rajoy (de más trabajadora y resolutiva). Una buena alternativa que puede sumar algunos votos al PP en detrimento de Ciudadanos.
Incluso el propio hipotético pacto PP-Ciudadanos resta votos a la fuerza de Rivera: una parte de quienes tienen la intención de dar su apoyo en las urnas al partido naranja no quieren ni por asomo que repita el PP, no están dispuestos a que su voto sirva para que continúen los populares cuatro años más.
De ahí la contraofensiva de Rivera, que manifiesta su disposición a ser presidente con el apoyo de Iglesias y Sánchez. Huye, así, de su encasillamiento en la derecha del tablero.
Pero Rivera con esa confesión, aunque matizada («no seré presidente a cualquier precio») en La Razón (y también Sánchez con la disposición a ese pacto el pasado viernes) le ha puesto fácil a Rajoy la contraofensiva: “tripartito” en España tiene una connotación muy negativa desde que en Cataluña gobernaran PSOE, Esquerra e Iniciativa per Catalunya juntos. ¿Que cale en el electorado la posibilidad de un gobierno formado por Podemos, Ciudadanos y PSOE puede dar réditos al PP en forma de sufragios?
En la estrategia de Podemos lo que se percibe es una apelación al voto del socialista sentimental, usando las palabras de Francisco Umbral. Al socialista de corazón frustrado una y otra vez con las políticas que el PSOE aplica en el Gobierno. De ahí, posiblemente, su último requiebro: de abominar del régimen del 78, los líderes de Podemos han pasado a darle las gracias por sus logros y han llegado al lugar común de la necesidad de la reforma constitucional sin proceso constituyente.
A IU le dan el argumentario
Rivera se desplaza un poco al centro al afirmar su disposición al pacto con las izquierdas moderadas. Podemos se desplaza al centro con sus últimas propuestas económicas y con su renuncia a romper con el sistema gestado durante la Transición. Incluso el Partido Popular vira al centro al dejar entrever que Soraya Sáenz de Santamaría podría ser la próxima presidenta del Gobierno. Todos estos movimientos le proporcionan el argumentario perfecto a Izquierda Unida: “En el centro acabarán implosionando todos”, dijo Alberto Garzón en el acto de apertura de campaña. También: “No queremos chapa y pintura, queremos una nueva constitución”. Alegre amargura o amarga alegría. O resignada tristeza a veces disfrazada de una euforia voluntarista que muy probablemente desemboque en la melancolía de quien sabe que todo el esfuerzo puede que sea inútil. Algo así se respiraba en el Teatro Goya, cerca de Madrid Río, en el Distrito de Latina, muy cerca y, a la vez, muy lejos de todo.
Izquierda Unida se sabe sola en el lugar de la izquierda realmente existente. Le da miedo por sí misma pero también por todos que esa izquierda realmente existente no tenga un lugar lo suficientemente grande en el Parlamento que salga de las elecciones del 20-D. Teme que un tripartito Ciudadanos-Podemos-PSOE no tenga nada más a la izquierda que tire de él, que dé toques de atención, aunque sean con la discreción a la que obligan unos pocos sillones (cuatro le dan las encuestas, como mucho) en el Congreso. Teme que un bipartito PP-Ciudadanos no encuentre una oposicíon lo suficientemente potente con un Podemos cada vez más amoldado a las circunstancias, cada vez más acomodado y menos incómodo para el sistema.
Tampoco hay que perder de vista otra cuestión: ¿Podemos aguantaría unido un pacto con PSOE y Ciudadanos? Podemos tiene dos almas que están aflorando hoy especialmente: la cúpula da las gracias a la Constitución del 78, mientras que Izquierda Anticapitalista, integrada en la formación morada, le dice «adiós» a ese mismo 1978. Puede que la izquierda más contestataria no esté del todo perdida. O sí. Nos miramos una vez más en el espejo griego y el reflejo no parece muy satisfactorio.
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