La Naturaleza no existe. Su invocación desempeña un papel similar al que otrora desempeñaba Dios. El buen cristiano de antaño es el buen demócrata ecologista de hoy. La ley es ficción política, artesanía del poder cuya virtud reside en su racionalidad
Del artificio natural de la política
Entre el ruido y a pesar del ruido, estamos hechos de palabras, del material con el que se teje el lenguaje. Por eso, en la batalla por el lenguaje se juega buena parte del estado de la cosa pública, de la condición de lo humano como sujeto político, como animal herido de consciencia, de mortalidad, de una fragilidad que nada puede saciar y que la ansiedad por ocultar o saturar sólo consigue agravar aun más. Lo que vulgarmente llamamos hombre es una precaria forma de vida sometida a la finitud y condenada a tejer pantallas simbólicas y sistemas de creencias para negar en vano lo efímero de su condición, la fractura dramática, fatal, de su mundo. Esa batalla por el lenguaje es, desde Sócrates, el imperativo crítico del pensar, de dirigir la mirada a ese abismo. Del pensar contra las creencias, las fabulaciones, los engaños del lenguaje corriente. Contra uno mismo. Contra las etiquetas, esos refugios de certezas que se invocan para huir de las incertidumbres. De la tensión constante del pensamiento se descansa en la placenta acogedora de las identidades, de los estereotipos sin definir. Decía Nietzsche que “donde empieza nuestra ignorancia ponemos una palabra”. Yo soy, yo creo, yo opino, yo me indigno, yo celebro son trucos, atajos para ocultar la verdad, acaso insoportable: yo ignoro, yo no soy.
La primera exigencia del pensamiento, la primera necesidad, es leer, atenerse al rigor de la palabra, de sus significados precisos y de su transcurrir histórico. No engañarse ni ceder a la pereza tentadora de la valoración sin estudiar lo valorado. Combatir la traición y el vacío de sus usos propagandísticos o rituales. Lo que sigue es un intento de lectura de parte de la Política de Aristóteles. O, si se acierta en ello, un intento de que Aristóteles, pero no sólo él, nos lea a nosotros. ¿Qué puede decir esa arquitectónica de la teoría del Estado y de la condición humana acerca de las sociedades actuales, de la Europa de hoy, bella y decadente, de una elegancia lánguida y decrépita?
La más urgente escaramuza que el sistema aristotélico nos empuja a librar se debate en torno a la palabra Naturaleza, cuya polisemia genera una confusión resuelta casi siempre por medio de un pensamiento mágico, tentador y gratificante: “lo natural es bueno”. Hace falta un enfoque no viciado por el puritanismo naturalista habitual. En general, pero también como marco que configura la realidad específica de lo político, habría que entender lo natural como la racionalidad tendencial de cada conglomerado de objetos y procesos según una impronta teleológica que les da una cierta unidad y un orden que no pueden reducirse a lo físico (meta-física). Por eso, no puede hablarse de Naturaleza como una esencia cerrada y homogénea. Lo natural se da en diferentes direcciones, en distintos tramos de la realidad, según tipos diferentes de relaciones, a distintas velocidades. Es múltiple. Decir Naturaleza es no decir nada. La habitual interpretación sustancialista de la Naturaleza impide una visión menos pretenciosa y nebulosa, pero capaz, por ello, de barrer cualquier tentación idealista o metafísica (y valorativa) que vea en La Naturaleza una unidad sustantiva dotada per se de una bondad fuera del rango de lo humano. La ley política, en este caso, no es, de hecho, históricamente natural, como sostendría una visión mitológico-teológica del poder político y de la ley legitimada por la tradición. Pero tampoco puede admitirse, contra el convencionalismo sofístico, que no hay nexo alguno entre naturaleza (o racionalidad) y ley, siquiera potencialmente, como posibilidad. Ni toda ley es mera convención ni es tampoco herencia eterna de los dioses. Ni se identifica plenamente con lo natural, ni está absolutamente desconectada de ello. La ley es ficción política, artesanía del poder cuya virtud técnica reside en su racionalidad.
El origen de la constitución de los diferentes grupos sociales se da, según esto, por necesidad natural, por esa tendencia biológica que, con la ceguera propia del organismo activo, busca la respuesta a impulsos cuya consecuencia es la continuidad supraindividual. Por ello, no hay prolepsis o decisión consciente en este marco, general a todo proceso biológico. Bajo esta concepción de lo natural como entramado de vertientes (vectores) que dirigen o encauzan las metamorfosis de los seres vivos en direcciones acotadas, encajan también las jerarquías sociales y políticas. Sólo descontando el sesgo valorativo podrá comprenderse esta analítica bio-política de las relaciones que se ajustan a unas jerarquías impuestas por su naturaleza misma, por la dirección vectorial que constituye a los sujetos enredados en ellas, en las cuales cada elemento (y proceso) va ajustándose o acomodándose a su lugar específico, teleológica, y no sólo espacialmente, definido. Es en este sentido en el que queda establecida la inferioridad natural (diríamos, vectorial) de los esclavos con respecto a los ciudadanos libres, de los bárbaros con respecto a los griegos. La jerarquización organizativa de lo natural estratifica también ese microcosmos de lo biológico que es lo político. Según esto, las sociedades en estado de barbarie (no digamos ya de salvajismo) están en inferioridad política (natural o vectorial), es decir, en peores condiciones tecnológicas, demográficas, institucionales para persistir en el tiempo. Cabe entender que en los casos en que sociedades teóricamente superiores sucumben (como la caída del Imperio Romano) lo que se produce es un desgaste irreparable (demográfico, militar, policial) de una unidad política e histórica dada, siempre precaria y transitoria, nunca eterna. En la reconstrucción genealógica de las fases previas a la de la ciudad-Estado o ciudadelas, la aldea es entendida, “en su forma natural”, como colonia de la casa, cuyos miembros mantienen los vínculos sanguíneos que los anudan en el núcleo familiar. En ellos se sustenta el poder regio. Los lazos sanguíneos son el soporte de la aldea por lo que de ello se deriva necesariamente que el poder en ella se base también en la sangre y que lo ejerza un rey, como sucede en los pueblos bárbaros o étnicos, aquí en el sentido político de sociedades ancladas en una fase prepolítica, sanguínea o biológica pero no específicamente antropológica del poder. La ficción de la política, como artificio o constructo humano que se levanta por encima de lo botánico y lo zoológico, es el delta en el cual culmina lo natural, su máximo de complejidad biológica, su corolario teleológico. El funcionamiento organizativo de estos grupos sociales exige un tipo de leyes que rigen relaciones de fuerza primitivas, codificadas en la institución de poder de los grupos de edad (ley del más anciano) y en las leyes de parentesco (tabú del incesto). El gobierno de los dioses es de esta naturaleza, patriarcal, es decir, sostenido por lazos sanguíneos, por vínculos sexuales, que son los que conforman el contenido de los relatos míticos. Mientras que el mundo de los dioses olímpicos depende de sus caprichos y excluye una reconstrucción no arbitraria de sus fenómenos, como la esbozada laboriosamente por los presocráticos, también el jefe o rey es, en ese estadio primitivo, un legislador más o menos caprichoso del microcosmos de la sociedad, en su calidad de sujeto operatorio afectivo ajeno al cumplimiento de la ley –ciega racionalidad del orden de lo político– y por debajo de ella. Y en esa imagen se ve reflejada la organización política de los pueblos bárbaros. En paralelo al intento por eliminar la subjetividad irrepetible e insustituible de la divinidad en el orden de los sucesos naturales, la racionalidad filosófica, al reemplazar los lazos de parentesco por leyes de identidad objetiva, en las cuales la subjetividad es cantidad despreciable, habría posibilitado una lectura del poder político no sanguínea. Homero expone como caso paradigmático de salvajismo el de los cíclopes, pues, sin ir más lejos, ni siquiera cultivan:
“Desde allí, con dolor en el alma, seguimos bogando hasta dar en la tierra que habitan los fieros cíclopes, unos seres sin ley. Confiando en los dioses eternos, nada siembran ni plantan, no labran los campos, mas todo viene allí a germinar sin labor ni simienza: los trigos, las cebadas, las vides que dan licor generoso de sus gajos, nutridos tan sólo por lluvias de Zeus. Los cíclopes no tratan en juntas ni saben de normas de justicia; las cumbres habitan de excelsas montañas, de sus cuevas haciendo mansión; cada cual da la ley a su esposa y sus hijos sin más y no piensa en los otros”.
En las sociedades primitivas se puede percibir cómo el modelo estructural, es decir, normativo, jurídico, jerárquico de la casa se perpetua a escala en la aldea. Esto explica la dispersión y la atomización de las sociedades primitivas, reguladas por las leyes de parentesco, y a la condición de conflicto perpetuo entre ellas, que el tabú del incesto, reverso de la división del trabajo, habría posibilitado adormecer o contener en estado latente, al propiciar lazos no bélicos entre ellas. No deja de resultar llamativo hasta qué punto hoy día la tentación del nepotismo, del fortalecimiento del poder por medio de los lazos familiares, con la consecuente fidelización de sus agentes al objetivo compartido de perpetuarse en el mando, sigue vigente en el ámbito de lo público y en el de lo privado. Y no ya en lo que hoy es designado como monarquías, sino también en formaciones y gobiernos reputados como republicanos y en los niveles más bajos de la escala política: desde lo estatal hasta lo municipal o lo gremial.
Con la consecución de la autosuficiencia (autarquía) se alcanza ese grado de sofisticación histórica y genealógica que puede ya ser considerado, según este recorrido, como propiamente político, pero que, por los mismos motivos, requiere unas condiciones técnicas y materiales concretas. Por ejemplo, unos límites territoriales y demográficos que permitan su subsistencia, su resistencia ante las amenazas externas y los conflictos internos.
Lo político es, pues, una tendencia antropológica que discrimina jerárquicamente formas de vida diferentes en el panorama de la biología. No cabe, por ello, negar lo político como condición específica de lo humano más que en dos límites, fuera de los cuales no hay humanidad, esto es, civilización: Los dioses, por exceso. Las bestias, por defecto. En ambos casos, el sujeto apolítico no puede ser más que amante de la guerra, viviendo en un conflicto incesante (Heráclito), que sólo los engranajes vectoriales (naturales, racionales) de las sociedades políticas (con Estado) pueden apaciguar someramente, siempre en estado perpetuo de precariedad, en peligro de descoserse, como la Historia enseña. Sin ley, sin justicia, sin Estado, el hombre, la mejor de las formas de vida, es la peor de las bestias. Sin la horma precaria de la racionalidad de la ley, de su impersonalidad objetiva, y a expensas de la arbitrariedad afectiva y sentimental, cristalizada ideológicamente en populismos y fanatismos, que son tentaciones políticas transversales, los humanos, dotados tecnológicamente más que otras especies, son capaces de los mayores desastres. Los genocidios, esa fatalidad de las sociedades históricas, que, lejos de haberse superado, persisten como un impulso recurrente, confirman el diagnóstico aristotélico formulado hace 25 siglos. Sin Estado no hay justicia. Fuera del Estado no hay ley. El Estado es condición necesaria, pero no suficiente, para la justicia. El salvaje carece de ley, es pura impulsividad botánica. El bárbaro carece de ley política, aunque tiene ley sanguínea o tribal, esto es, animal. Por todo ello, la fuente de la que emana la ley y la justicia para Aristóteles no puede ser ningún ente trascendental. Ni Naturaleza, hipostasiada por encima de los divergentes y conflictivos procesos múltiples que concurren en los cuerpos dotados de movimiento y cambio, ni Dios o dioses que graciosamente encarnen una Justicia eterna, supranatural. Mientras que la noción de Naturaleza se consolida en la modernidad por desplazamiento del Dios Absoluto y asunción de su trono metafísico, dejando intacto su contenido vacío, su función distorsionadora y consoladora, la noción de Naturaleza en el pensamiento griego (lo físico) se erige contra las subjetividades suprahumanas de las divinidades, abriendo la posibilidad de reconstruir a la escala virtual del pensamiento, fragmentos del orden objetivo que determina los procesos dados a la observación. A través del cristianismo, la Naturaleza regresa al seno metafísico de la divinidad, donde permanece firmemente acomodada en la postmodernidad, imponiéndose como un absoluto en la tabla hegemónica de los valores, cuya mera crítica es confinada por la sociedad biempensante a las tinieblas del negacionismo. Semejante conclusión libera de la atribución idealista a un referente moral absoluto, previo o ajeno a esa compleja red de instituciones históricas que llamamos Estado. No hay ley ni justicia sin Estado. No hay, por tanto, libertad fuera de él. El análisis aristotélico devasta, más allá de sus limitaciones conceptuales y empíricas, las ensoñaciones del buen salvaje y de los indigenismos de moda, metafísicas de saldo que se empecinan en la cíclica búsqueda de Absolutos (Dios, Naturaleza, Raza, Nación, Lengua, Pueblo, Gente) que legitimen el delirio político y, consecuentemente, en sus casos más extremos pero no los menos verosímiles, el desastre histórico y el crimen en masa. Parafraseando a Nietzsche: “Temo que no lograremos desembarazarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la voluntad libre”.
Ley sin deseo
En la lectura de Aristóteles hay un problema que suele quedar oculto, un enredo del que no se puede tener noticia hasta un análisis pormenorizado de los textos y de los vocablos griegos fundamentales empleados, así como de su significado histórico y técnico, del que arranca su recorrido filosófico y su potencia conceptual hasta hoy. Es un problema en el que estamos envueltos. Las palabras pueblo, multitud, gente, progreso, así como sus reversos tenebrosos (casta, élite, vieja política, reaccionario…), son invocadas constantemente con una carga simbólica preestablecida que suele impedir su definición precisa y que, por ello, contribuye al triunfo de las políticas más perniciosas, por corrupción y, sobre todo, por fanatismo. En el caso del término pueblo, corresponde a dos palabras griegas distintas dotadas de un significado diferente y aun opuesto: demos y pléthos. Para su clarificación, hay que reparar en el parámetro que discrimina unos regímenes (desviados) de otros (los rectos o sanos o naturales), según Aristóteles: la utilidad, es decir, la finalidad, que es la conveniencia o bien común. Si no se guían por ella, se imponen por la fuerza. Y ambas posibilidades incluyen a la democracia, que puede ser recta (natural) o impuesta (desviada). Si una ley es justa es estable. Si no es estable es que no es justa. El tirano, como la masa hace con los ricos, ejercen el poder por la fuerza (bías). En tal caso, esa ley no es justa propiamente, no es virtuosa, pues no puede serlo un sistema que no perdura en el tiempo, que es más débil, sin perjuicio de ser destructivo (el III Reich fue poderoso y aniquilador, pero no estable ni duradero): “La virtud no destruye a quien la posee”. En la física aristotélica, lo violento es lo opuesto al movimiento natural. Por analogía, en política, es lo opuesto (desviado, enfermo) al bien común.
Pero ¿no ha de imponerse también por la fuerza el régimen recto? ¿No ha de imponerse por la fuerza la racionalidad (biopolítica) a la animalidad (apolítica)? La violencia sólo puede definirse en función de los parámetros físicos, y en lo tocante a lo humano, biológicos y políticos, gracias a los cuales discriminar en cada caso lo violento de lo natural. No hay vida sin violencia. No hay política sin violencia. El criterio discriminador tendrá que ser el fin al servicio del cual sea empleada la fuerza. Condenar la violencia en abstracto es estéril o interesado. Es un delirio o una estrategia de poder. La fuerza que impone un régimen orientado a la dirección teleológica inherente a su condición ontológica, aquí al bien común, será natural, racional (física). Los procesos que impidan, obstaculicen o ralenticen semejante objetivo se oponen violentamente a él, violan esa naturaleza política propia del sistema artificial que llamamos Estado. En el primer caso la ley es cristalización o codificación de la fuerza natural (biopolítica). En el segundo caso, el régimen desviado es materialización de una violencia perversa, de una pulsión desviada del eje vectorial, defectuosa y a la larga menos potente, menos capaz de perdurar. Para entendernos podríamos acordar denominar, dentro de este marco conceptual, fuerza a lo natural y violencia a lo antinatural, en los sentidos explicados. Un sistema político recto es fuerte. Un sistema político desviado es violento.
Los componentes básicos de esta realidad naturalmente artificial denominada Estado en proceso de transformación según la finalidad correspondiente son territorio y habitantes. El factor territorial y el demográfico son condiciones necesarias pero no suficientes para la constitución del Estado. El Estado es la objetivación de unas condiciones económicas, tecnológicas e históricas que permitan la buena vida, esto es, el desarrollo de las ciencias, las artes, el comercio, el tiempo libre, el humor, el deporte, la política y la abogacía como ejercicios del hombre libre (liberado del trabajo manual o servil). En este marco institucional el sujeto humano puede ser bueno: buen hombre (virtud ética) y buen ciudadano (virtud política) y en él puede darse un buen sistema de gobierno.
Un parámetro esencial para determinar la condición del ciudadano es la igualdad, concepto que también precisa ser definido en función de criterios específicos, no en abstracto. Aquí aparece de nuevo la distancia entre virtud ética y política, que no pueden entenderse por separado pero que tampoco se identifican. La constatación de que “es imposible que todos los ciudadanos sean iguales” apunta a esa distancia. Por eso aunque la virtud del ciudadano han de tenerla todos, por obligación social, asumida por educación o miedo o impuesta por la fuerza de las sanciones administrativas, la ética no la tendrán todos ni será imprescindible que la tengan. Ahí surge el conflicto entre una y otra, muchas veces irresoluble. La ciudad está compuesta de elementos distintos y con intereses incompatibles. Aquí recurre Aristóteles al paralelismo, que está ya en Platón, Estado-individuo. Concibe el cuerpo social como traslación a escala del cuerpo individual, dotado de alma y de las tres funciones correspondientes, que en el Estado se dan como sectores socio-económicos: economía, ejército, gobierno. El alma es función orgánica (biológica), que por su diseño genético define al humano por ser capaz de razón, además de sentimientos y deseos en su unión inseparable con el cuerpo. De modo análogo se da este paralelismo en la esfera de lo político, de lo doméstico y de lo económico, planos en los que se impone una jerarquía bio-política, unas inercias vectoriales que estratifican esas estructuras por su peso específico dentro de la ontología especial de lo político. En cada una de ellas la preponderancia de lo racional sobre lo animal y lo vegetal marca la dirección natural (biológica y política) hacia la finalidad específica. Como en el dictamen platónico, dejar la dirección o el mando de la sociedad en poder de lo sentimental, esto es, del ejército como defensor de la patria, del territorio, que vincula sentimentalmente, consanguíneamente a los sujetos, o de los apetitos, es decir, de los productores de los bienes necesarios para la subsistencia biológica, es extraviarse y asegurar el desastre político. Dicho en términos práctico-políticos, los lazos familiares, las alianzas militares por necesidades defensivas o las relaciones por mero interés mercantil no son lo suficientemente sólidos como para garantizar por sí solas el bienestar de la sociedad política y son proclives a fanatismo y corrupción. La alternativa, en sus complejas aplicaciones concretas a cada Estado, es que el gobierno sea competencia de la función racional de la sociedad, que es técnica y su fundamento es filosófico, lo cual quiere decir que no puede reducirse a lo económico, lo moral, lo racial, lo étnico, lo sentimental, lo pasional, lo científico, lo ideológico, etcétera. Los sentimientos, sin la regulación de la racionalidad política, producen fanatismo. Los deseos, corrupción. La única vía para la estabilidad del Estado es la de la racionalidad común de la ley, siempre frágil, precaria, objetivada en grados limitados y variables, siempre lejos de la pretensión utópica de la perfección.
Las variantes orto-políticas, rectas, son, por tanto, las que se desarrollan dentro de los cauces direccionales orientados a la finalidad política, a la perfección política, el bien común. Las variantes desviadas, patológicas, infectas o defectuosas, son las que se desarrollan alejándose de la línea que conduce al bien común. Esa perversión es técnica, en primer lugar, política, por tanto, y biológica (o biopolítica), debido a la impronta de la animalidad (deseos y pasiones) que se impone a la racionalidad política, específica de lo humano. Los regímenes desviados no son contrarios a la naturaleza por ser artificiales, sino por no serlo suficientemente, es decir, por desviarse de su naturaleza propia, que tiende al laborioso artesanado del bien político y que, por tanto, los define en función de su finalidad. Son patologías políticas, que se extravían con respecto al camino que su finalidad específica establece, como la enfermedad es desviación natural del curso de la salud que el artificio natural (no sobrehumano o extraterrestre) de la técnica médica conserva o recupera. Un individuo complejo cae en perversión si se impone en él una función inferior en la escala de la complejidad biológica de los seres orgánicos a costa de una superior, más rica y más potente. En el caso de los sistemas políticos, como individuos compuestos o complejos, también constituyen entramados de líneas vectoriales que se orientan a un fin, en conflicto con otros fines que también operan en ellos. Ese fin está biológicamente determinado y su desviación supone la preeminencia de tendencias más rudimentarias o primitivas, animales, vegetales o minerales. La salida de los cauces que se dirigen al objetivo del bien común, del máximo bienestar o beneficio para la ciudad como tal (y no sólo para la mayoría), rompe con su naturaleza (su esencia, su dirección), no con La Naturaleza en su totalidad, pseudoidea que oculta la multiplicidad de finalidades vectoriales a distintas velocidades y en conflicto constante que no pueden resolverse en una unidad sustancial: La Naturaleza no existe. Su invocación desempeña papel similar al que otrora desempeñaba Dios. El buen cristiano de antaño es el buen demócrata ecologista de hoy.
De tal forma que toda forma de Estado se agita en medio de una gradación cuyos extremos límite son la forma sana de cada modelo (Monarquía, Aristocracia y Politeia) y sus modos patológicos (Tiranía, Oligarquía y Demagogia o Demokratia). No hay fundamentalismo en la política de Aristóteles. Cada sistema será mejor o peor no tanto en función de quién detente el poder, de cuál sea el fundamento de su soberanía, que no deja de ser accidental, sino de con qué precisión técnica cumple el objetivo cualitativo fijado para el Estado. La competencia técnica es el factor decisivo. En ella radica la virtud. La identidad (personal, familiar, social, económica…) del que gobierna es por completo irrelevante con vistas al bien común, si bien resulta esencial con vistas al interés propio y a la perpetuación en el poder por la vía del agit-prop y las retóricas mediáticas. Su invocación sirve para ocultar políticas nefastas y contribuyen a desviar la mirada de la eficacia política real del mando, de su corrupción o ceguera (“pero son de los nuestros…”). Populismos y nacionalismos encajan en este diagnóstico. De hecho, ni siquiera la ley está exenta de ajustarse a las condiciones concretas de cada sistema: “las leyes deben establecerse de acuerdo con el régimen”. No hay leyes eternas o puras que puedan ser aplicables a cualesquiera situaciones reales. La ley política es racionalidad artesanal, aproximada pero objetiva, no es mero capricho ni encarnación de la Gracia santificante o de la Naturaleza redentora.
En el ejercicio del poder por parte de cada régimen se pueden observar diferencias de facto, que son cristalización concreta de la definición teórica y genérica de partida según la finalidad del Estado. Así, según Aristóteles, la aristocracia vendría a definirse históricamente por la virtud, la oligarquía, por la riqueza y la democracia, por la libertad. Ninguno de ellos es bueno o malo per se. Por eso, lo más beneficioso políticamente es, para Aristóteles, una combinación de todos ellos, que no deja de ser en cierto modo lo que sucede de hecho en nuestras sociedades, por mucho que se enmascare la cuestión con los adornos de la santa democracia, invocada como mantra para cualquier cosa. Pero una sociedad democrática no se forma por la unión de partes democráticas, sino por la unión de resortes que, combinados, permiten condiciones de democracia, igual que los fonemas que componen una palabra no tienen significado por separado, sino sólo en su correcta combinación sintáctica.
Estos sistemas aplican cada uno una cierta justicia, que es virtud política. La justicia se define por la igualdad, pero ninguno de ellos alcanza una justicia completa, perfecta, consumada. Todos invocan la justicia absoluta pero no puede darse más que una justicia gradual, pues no cabe igualdad absoluta, sin perjuicio de que quepa una igualdad objetiva en función del parámetro designado para darle contenido. Para empezar, la igualdad puede ser entendida según el número y según el mérito, o proporcional. Dada la inconmensurable heterogeneidad de lo real, la justicia absoluta y la igualdad absoluta son conceptos límite. Lo igual se dice de lo diferente y, como la justicia, huye de lo absoluto y no puede darse en abstracto, en el vacío metafísico de una entidad trascendente.
La pregunta que se impone en este punto es “¿quién debe ejercer la soberanía en la ciudad?”. Respuesta: la ley. En ella reside la clave de la teoría política de Aristóteles, a nuestro juicio de gran fertilidad para el examen de nuestras sociedades: “Es malo que sea un hombre y no la ley quien ejerza la soberanía, estando sujeto a las pasiones que afectan al alma”.
El alma es principio de vida, función biológica. Por analogía con el organismo vivo, el alma de la ciudad habrá de ser también la función más compleja, la propia de ese individuo compuesto que es el Estado, determinada por su finalidad, por su máximo grado de perfección posible. El alma es la dirección biopolítica de una realidad que no es sólo botánica, no sólo animal, no individual, sino dotada de la capacidad general de identificar los medios adecuados para el fin específico. La racionalidad política es una cualidad común, que rebasa las barreras de lo individual, de lo atómico, de lo idiota. De ahí que no sea posible alcanzar el bien común como finalidad del Estado si el ejercicio del poder lo monopolizan los apetitos o las pasiones. Los sujetos operatorios que detentan el poder tenderán a entregarse, en su ejercicio, a sus intereses económicos, a la satisfacción de los propios deseos por encima del bien común, o a someterse a sus sentimientos por fidelidad sanguínea, familiar o tribal a costa del beneficio de la sociedad política. Y del mismo modo que en el ámbito del conocimiento teórico habrá de regir la objetividad que la racionalidad humana permite captar, más allá de la opinión y las creencias, impermeables al conocimiento, en lo político no habrá modo de alcanzar siquiera en parte el bien común si no rige la racionalidad común, esto es, la ley, que no puede ser dictada por un poder suprahumano y trascendental, ni podrá ser tampoco fruto arbitrario de la mera convención. Como ya se indicó, el territorio y los habitantes son condiciones necesarias pero no suficientes para un Estado. Por lo mismo, la soberanía no puede residir en ellos, como no es propiamente humano, a escala individual, el sujeto que carece o no desarrolla las facultades genéticas que lo distinguen específicamente de lo vegetal y de lo animal. Digamos que, en la escala biológica del sistema aristotélico, una rosa no puede aullar ni el león puede leer a Aristóteles ni ser abogado del Estado.
La racionalidad política, por lo tanto, no depende apenas de los individuos y puede llevar a la virtud ciudadana a sujetos mediocres. La ciudad bien organizada es mejor que los individuos mejores tomados aisladamente y que la masa cegada por sus pulsiones, extrañas a la racionalidad de la ley. El buen funcionamiento del Estado hace que las decisiones individuales, que podrán ser más o menos estúpidas o caprichosas, apenas tengan influencia con respecto a la ley, cristalización ajena al tiempo presente, que se da, al menos, a otra escala temporal por estar a salvo de los vaivenes volubles de gobernantes y gobernados. Al estar materializada en instituciones que no se ciñen a las pulsiones de los individuos, la multitud opera según las restricciones comunes que marcan las leyes. En un régimen recto, no deciden los individuos por separado ni la masa de hombres, sino la asamblea como institución, es decir, como una trama de relaciones objetivas que es algo distinto de la mera suma de los sujetos individuales. La multitud no puede juzgar bien si no es ahormada por la racionalidad política de la ley. Ya advierte Platón que las masas no pueden filosofar. El pensamiento es un ejercicio individual según códigos que son comunes, que atraviesan al sujeto constituyéndolo y permitiéndole ir más allá de sí mismo. La racionalidad es común y, por eso, no brota de la burbuja del individuo aislado ni de la ceguera del macizo homogéneo de los grupos cerrados.
Aristóteles estaría sugiriendo la tendencia teleológica (natural) al punto medio, un equilibrio inestable, precario entre el individuo superior pero aislado y el amasijo de la multitud, unido pero cegado. Es la asamblea como institución que opera a través de los ciudadanos, y no todos ellos como conjunto o masa, la que puede juzgar según el bien común. La ley, como racionalidad común, opone resistencia contra las inercias a la mediocridad al materializar lo mejor de los individuos tomados en conjunto, a salvo de los peligros de las elites privilegiadas y de las masas ofuscadas. Además, la muchedumbre es más difícil de corromper que unos pocos. Sin embargo, es más fácil de cegar si no rige la racionalidad política común del rigor de la ley. Desde el punto de vista político y socio-económico podría entenderse como la necesidad de una clase media como elemento primordial sobre el cual se asiente la estabilidad de un Estado, por intereses económicos, formación técnica y académica, educación cívica. Políticas en detrimento de las clases medias, como se viven hoy día en muchos casos, son catastróficas a medio y largo plazo. La dirección vectorial (virtuosa), natural (física) oscila entre los límites patológicos, atomismo y totalitarismo, alejándose de ellos: “cada uno por separado es imperfecto para juzgar”. La clave es que la soberanía la ejerza el demos reunido en asamblea, el tribunal y el consejo y no sus componentes individuales, siempre expuestos a buscar el interés propio (lo idiota) o satisfacer los sentimientos (lo patético) y alejarse del fin político común (koiné).
En este punto, se entiende la distinción terminológica e histórica en relación con los vocablos demos y pléthos. Si bien demos tiene el sentido originario de muchedumbre o masa de gente, el compuesto demokratía procede de las demos, resultado de la transformación de las tribus, fratrías, clanes y familias en nuevas circunscripciones administrativas (políticas) que no tienen ya en cuenta la sangre o la posición económica, llevada a cabo por Clístenes. El démos constituía una institución, una estructura política y jurídica concreta más allá de los sujetos que la componían. El pléthos es la muchedumbre desatada, impulsiva, voluble por heterogénea. Es el nombre que se aplica a una cantidad inconmensurable de subjetividades que, por muy mayoritaria que pudiera llegar a ser, nunca podrá absorber a la totalidad de los habitantes de la sociedad ni reconocer como propio el bien común. Los que quedan fuera de la corriente dominante están destinados a ser barridos. La distinción entre pueblo y populacho, que establece Hannah Arendt en su obra sobre los totalitarismos, apunta en esta dirección y sugiere pistas sobre su operatividad política en la Historia:
“El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas las clases. Esta característica torna fácil la confusión del populacho con el pueblo, que también comprende a todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará a favor del ‘hombre fuerte’, del ‘gran líder’. Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al Parlamento en el que no está representado”. (Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, I, IV).
El corolario necesario no puede ser más que el siguiente: “las leyes bien establecidas son las que deben ejercer la soberanía”. Los regímenes que se alejen de este axioma serán desviados y fuente de desastres políticos, caprichos y desigualdades, como la política actual demuestra. Cuanto más a expensas del capricho de los gobernantes, más alejado de la ley será el ejercicio del poder y más pernicioso para el común de la sociedad. Ese componente sentimental en política, del que hay cantidad de ejemplos aun hoy día, retuerce las medidas políticas adoptadas encauzando al Estado hacia su descomposición. La soberanía de la ley, de esa modesta racionalidad común, salva de las políticas patéticas, de la idiotez disfrazada de ideología: “Es mejor aquello en que no se da en absoluto lo pasional [pathetikón] que aquello en que es innato. Esto, en efecto, no existe en la ley, en cambio toda alma humana lo tiene necesariamente”.
De modo que el poder de la ley es la única vía para descontar el componente irracional:
“Es preferible que mande la ley antes que uno cualquiera de los ciudadanos, y por esa misma razón, aun si es mejor que gobiernen varios, éstos deben ser establecidos como guardianes y servidores de las leyes. (…) Así pues, el que defiende el gobierno de la ley, parece defender el gobierno exclusivo de la divinidad y de la inteligencia; en cambio el que defiende el gobierno de un hombre añade un elemento animal; pues tal es el impulso afectivo, y la pasión pervierte a los gobernantes y a los mejores hombres”.
La ecuación que, siguiendo este análisis, corona la argumentación y constituye la máxima crucial en torno a la cual la teoría sobre el poder político de Aristóteles gana toda su potencia es “la ley es razón sin deseo.” Spinoza ofrece una fórmula en negativo de la aristotélica para designar su reverso: “una voluntad libre de toda ley”. Es decir, presa de esa maquinaria de servidumbre que es la ilusión de una voluntad libre. De hecho, el gobierno de la voluntad, sea de un soberano (tirano), de una élite (oligarcas) o de la multitud (demagogia), es el gobierno de esas pulsiones incontrolables e infrarracionales que apartan del bien común, racionalmente regulado por la impersonalidad de la ley, como la voluntad de hallar 6 sumando 2 más 3 se aleja de la férrea realidad matemática. Lo que quede fuera de la ley es pasto de las desviaciones patológicas de lo político. Por eso, los sistemas en los cuales no rige la ley no deben en rigor ser considerados repúblicas (politeia), es decir, Estados, pues en ellos se imponen criterios prepolíticos. O son estructuras deficientes, Estados sin hacer aún, o deshaciéndose ya. Así, España hoy.
A la vista de este instrumental teórico, la democracia, como categoría política, se muestra como un sistema de una gran precariedad por su complejidad y por residir la soberanía en la mayoría de los habitantes del Estado, que componen una realidad múltiple, heterogénea, dialéctica y voluble que no es asequible por mucho tiempo al sosiego, prudencia y tedio de las políticas racionales que puedan aportar estabilidad a la sociedad. No hay democracia pura. Los sistemas políticos así designados son, en realidad, mixtos. En ellos varía la dosis de cada modelo (monarquía/tiranía, aristocracia/oligarquía, democracia/demagogia). Pero el modelo virgen no se da en la realidad.
El riesgo de caída en demagogia (populismo) es patente. El modo de contener esa decadencia, acaso inexorable, reside en la ley como depositario de la soberanía, por su carácter impersonal, objetivo, expresión de una racionalidad que no es dogmática (tiránica), pero tampoco caprichosa (demagógica), al cabo, dos formas de una misma servidumbre:
“Otra forma de democracia es en lo demás igual a ésta, pero es soberano el pueblo y no la ley; esto se da cuando los decretos son soberanos y no la ley. Y esto ocurre por causa de los demagogos. En las ciudades que se gobiernan democráticamente no hay demagogos, sino que los ciudadanos mejores ocupan los puestos de preeminencia; pero donde las leyes no son soberanas, ahí surgen los demagogos. El pueblo se convierte en monarca, uno solo compuesto de muchos, ya que los muchos ejercen la soberanía, no individualmente, sino en conjunto. (…) Un pueblo de esta clase, como si fuera un monarca, busca ejercer el poder monárquico, sin estar sometido a la ley, y se vuelve despótico, de modo que los aduladores son honrados, y una democracia de tal tipo es análoga a lo que la tiranía entre las monarquías. Por eso su carácter es el mismo: ambos regímenes ejercen un poder despótico sobre los mejores”.
Sucede la demagogia cuando se acaba “halagando al pueblo como a un tirano”. El despotismo de las masas triunfantes ya arrasó la Europa de los años 30 y 40 del siglo XX. El despotismo de la estupidez y del fanatismo vuelven a sacudir los cimientos de una civilización que aun parece envuelta en las ensoñaciones ilustradas que las dos grandes guerras se encargaron de barrer.
José Sánchez Tortosa se hizo doctor en Filosofía con la tesis titulada El formalismo pedagógico. Es escritor y profesor de Filosofía en secundaria. Ha escrito artículos para El Catoblepas, textos sobre educación y filosofía para el diario El Mundo y distintas revistas especializadas. Es autor del libro de ensayo El profesor en la trinchera (Esfera de los Libros) y del poemario Ajuste de cuentas (Vitruvio). Coautor del reportaje sobre los campos de exterminio nazis Viaje al Holocausto y de la recientemente publicada Guía didáctica de la Shoá, es responsable de los blogs josesancheztortosa.com y El Jardín de Epicuro en Periodista Digital y del proyecto filosófico-didáctico proyectotelemaco.com. En FronteraD ha publicado La ‘Shoá’ y la actualidad: De la judeofobia al antisionismo y Historia y propaganda. Ante la Leyenda Negra: ¿análisis o pereza?
Autor: José Sánchez Tortosa