Tenía Miguel Mihura una gracia bastante divertida sobre un tipo en la dictadura muy creyente, partidario de los retiros espirituales, y era que “se había ido de curas”. La religión, ya prácticamente en retroceso en capitales, todavía era una presencia constante en unas vascongadas y Navarra dominadas en gran parte por concertados, jesuitas y amigos. A esta sociedad pacata, que recordemos quiso tirar a la cantante Sabrina a la ría, se enfrentaba un joven Alan en este intenso y descacharrante A mayor gloria de nadie que edita West Indies.
Libro Anagrama tipo, un intenso en una sociedad intensa -la Euskadi del final de ETA-, es en cualquier de sus páginas el testimonio de una heterodoxia. Primero, contra la sotana -increíble la declaración brugueresca “Vd. está bajo la influencia de Elvis Presley” de uno de los curas-, pero también frente a los últimos flecos de la cultura abertzale que monopolizó a los disidentes.

Corre, mocker
Preferir a Presley antes que a Sabina Arana es algo que cualquier persona inteligente debería comprender, pero todavía la estética “underground” (lo que hizo ETA por popularizar la serigrafia en España no está pagado ni por el oro de Moscú) entre el IRA y las Baader Meinhof erizaba los pubis y bigotes de varias generaciones entre Donostia y Bilbo. Así Alan, el protagonista, entre sus quimeras con una tal Catalina -los vascos y el sexo, tema ditirámbico que debe sonar a novela gótica al erotómano francés-, vive su propia mediocridad de intenso aprendiz de rocker en una sociedad boinil. Y todo con buenos versos.

No, no son etarras, solo vendedores de cola
Ahora que se mitifica tanto lo rural, con apóstoles como Sergio del Molino o Iris Simón, es bonito leer a gente que quiere escapar de las vacas, del azadón y el polvo neocatecumenal con la prima segunda. Porque lo que pretende Alan es la utopía de ser Johnny Ramone en un paisito, una provincia, dominada por una nostalgia de la aldea pitufa que excluye a media sociedad (léase el tebeo Los Pitufos Negros de Peyo y Delporte; resumen inadvertido del mal llamado conflicto vasco). Entre atentados a maketos, bares que huelen a Sidra con publicidad de Kas Naranja y calendarios roídos del Athletic de Bilbao, oír cosas tan ajenas al duopolio Mocedades / Muguruza como Presley o Sabina -rapsoda en calcetines- es ganarse el título eterno a pitufo de distinto color.

El Guaeko en su apogeo
A esta excelente narración, evidentemente autobiográfica, ayudan los diálogos entre el protagonista y su coleguita “el rata”, pero sobre todo la recuperación de las consignas del tiempo (mi favorita, pura procacidad vasca, es “ARRIBA ESPAÑA…¡CON AMONAL!”). Estas, ya ridículas a inicios de los 90, testimonian la propaganda que ahogó a Euskadi: ola de fanatismo de caserío y txacolí, ¡cuántas menciones tiene al alcohol el libro! ¡soma contra la violencia!, que se hace cuerpo en la devastadora pregunta sobre el asesinato de un viejo comunista: “¿Estáis seguros de que era un fascista?”
En el mismo tiempo de la novela, entre los 80 y los 90, el fanzine Tmeo de Vitoria capitaneado por Mauro Entrialgo editó una portada fascinante: en ella el asalto a una joyería se respondía con un grupito en rededor con una nariz con bigote que les convertía en cómplices. Alan / Coppel fue de los pocos que se atrevió a quitarse las gafas con mostacho y huyó al Mordor abertzale: Madrid. ¿Razón? Nadie llevaba máscara. Ni siquiera Entrialgo.






