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Mientras tantoPreston Grammar School

Preston Grammar School

La soledad del creyente   el blog de Stuart Park

He hablado de la crisis que sufrí en 1970 y el recuerdo de la etapa escolar me ha hecho revivir la primera sensación de soledad espiritual de la que tengo memoria, aparentemente trivial, pero imborrable, como si hubiese sucedido ayer. Tuvo lugar durante mis años de alumno en el Preston Grammar School. Ahora pienso que era sintomático de una fragilidad que cobraría su precio más adelante, como así fue. Para situarnos, esbozaré brevemente la historia de mi ciudad natal.

Preston Grammar School

Desde el siglo XIV Preston había sido un importante centro de producción de lana cuya economía fue transformada por la Revolución Industrial gracias a sir Richard Arkwright, natural de la ciudad, inventor de la «lanzadera giratoria» que revolucionó la producción textil. La Revolución Industrial (1750-1850) hizo muy ricos a unos pocos —Arkwright se convirtió en uno de los hombres con mayor fortuna del país— pero dejó en la penuria a miles de personas que trabajaban en condiciones durísimas en las fábricas. Charles Dickens ubicó en Preston su novela Hard Times («Tiempos difíciles») que describe las condiciones en las que vivía la gente en una ciudad textil, e incluso cuando la industria había desaparecido casi por completo de la ciudad, recuerdo cómo una amiga de mi madre hablaba por señas y solo movía los labios, un hábito adquirido en la fábrica donde había trabajado porque las palabras no se podían oír debido al estruendoso ruido de la maquinaria.

Vivíamos en una casa adosada de ladrillo rojo típica del condado de Lancashire en el norte del país. Mi padre, aunque no tenía estudios formales y se había puesto a trabajar a los 14 años, compensaba su falta de formación académica con la lectura de su Biblia y de libros de teología, además del Lancashire Evening Post, el periódico vespertino local. Mi madre vivía su espiritualidad más a flor de piel, y entre los dos inculcaron en mí un respeto profundo por la fe que profesaban.

No soy capaz de entender por qué ciertas cosas, aparentemente sin trascendencia, permanecen grabadas en la memoria para siempre mientras que otras más importantes sin duda se han disipado como la niebla matutina cuando sale el sol, y quien no se haya entregado a los colores de su equipo de fútbol local o seguido sus glorias y sus miserias semana a semana no entenderá, me temo, las líneas que siguen. Mi equipo era el Preston North End, uno de los clubes fundadores de la liga inglesa y, por tanto, uno de los más antiguos del mundo. Ganó liga y copa en 1888−89, la temporada de su creación, sin perder un solo partido de liga y sin encajar un solo gol en la copa, por lo que les llamaban «Los Invencibles».

Los recuerdos más felices de mi adolescencia provienen de las horas pasadas en las gradas del estadio. Los sábados por la tarde iba con algún compañero de clase a los partidos en el vetusto estadio de la ciudad. En la temporada 1956−57, cuando comencé a asistir a los partidos, el P.N.E. terminó tercero en la Primera División, y el año siguiente, segundo. El equipo tenía en sus filas cinco internacionales; uno de ellos, Tom Finney, es considerado por muchos como uno de los mejores futbolistas ingleses de la Historia. Falleció en 2014 a los 92 años y la pérdida de aquel héroe de mi juventud me dio mucha pena. Recuerdo pases, goles y resultados, y aún me sé de memoria el equipo titular.

Mi madre desaprobaba por completo aquella afición y tenía como tema prioritario de sus oraciones el que se quitase nuestro interés por tan mundanal actividad. Un sábado, mi padre nos llevó a mi hermano y a mí a ver un partido de copa que se jugaba fuera de casa en el campo de uno de nuestros grandes rivales, el temible Bolton Wanderers. El partido terminó en empate, 2-2, y recuerdo con nitidez algunos lances del juego: un penalti a nuestro favor que Hopkins, el portero de la selección inglesa, paró en primera instancia, aunque pudimos convertir el rechace en gol; un balón que el delantero centro de ellos, el también internacional Nat Lofthouse estrelló en el travesaño; y, sobre todo, el espectáculo de 60.000 aficionados, la mayoría de ellos hombres de la clase trabajadora de Lancashire vestidos para la ocasión con sus gorras y corbatas, apretujados como sardinas en lata. Cuando llegamos a casa mi madre manifestó su indignación por el ejemplo que había dado su marido, y se esfumó el disfrute de la ocasión.

El caso es que a pesar de mi gusto por el fútbol, en el descanso de los partidos siempre me invadía una suerte de desazón, un sentimiento de culpabilidad por estar perdiendo el tiempo en vez de estudiar latín, una soledad interior que ahora veo como indicativa de una suerte de línea de falla que propició la crisis profunda de la que he hablado en artículos anteriores, y la relación entre aquella sensación de soledad y la fe ocupará la siguiente entrega, que nos situará en un escenario bien distinto, la Universidad de Cambridge.

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