La vida de los demás es aparentemente mucho más perfecta que la nuestra. Nuestros vecinos, esos seres que vemos en el ascensor son todo sonrisas: ese marido guapo e intelectual, los hijos rubitos y graciosos y el perro simpático al que sacan a pasear los niños – pequeños, tened cuidado y comprad el pan- les dice la madre desde el rellano. O la niñera del quinto, siempre con palabras amables. O esa parejita joven, todo amor, ese brillo en los ojos. La suposición de que se harán la cena y luego se enroscarán en el sofá mientras ven una película de Bergman. Esa es la vida de nuestros vecinos. La vida de los otros en la cenas, cumpleaños y en los encuentros de verano en la piscina de la urbanización
Problemas con la radio
La vida de los demás es aparentemente mucho más perfecta que la nuestra. Nuestros vecinos, esos seres que vemos en el ascensor son todo sonrisas: ese marido guapo e intelectual, los hijos rubitos y graciosos y el perro simpático al que sacan a pasear los niños –pequeños, tened cuidado y comprad el pan– les dice la madre desde el rellano. O la niñera del quinto, siempre con palabras amables. O esa parejita joven, todo amor, ese brillo en los ojos. La suposición de que se harán la cena y luego se enroscarán en el sofá mientras ven una película de Bergman. Esa es la vida de nuestros vecinos. La vida de los otros en la cenas, cumpleaños y en los encuentros de verano en la piscina de la urbanización.
A los Wescott les ocurre lo mismo. La pareja que protagoniza el relato de ‘The enormous radio’, de John Cheever: “Jim e Irene Westcott pertenecían a esa clase de personas que parecen disfrutar del satisfactorio promedio de ingresos, dedicación y respetabilidad que alcanzan los ex alumnos universitarios, según las estadísticas de los boletines que ellos mismos editan”. Los Wescott son aparentemente felices. Viven en un bloque de pisos de amables vecinos y ellos mismos son la encarnación de la tranquilidad y la armonía. Un día su aparato de radio se estropea y Jim, el marido, se encarga de comprar una nueva. Hasta aquí todo normal. Pero la radio que compra es fea: desentona con el resto del mobiliario e Irene se dice que ya podría haber comprado otra más acorde con la decoración. Pero tiene prisa por estrenar el aparato. Prisa por volver a escuchar a Chopin. Sin embargo, desde el principio, se escuchan interferencias, ruidos extraños. Será la antena o que no se sintonizan bien las emisoras, así que Jim decide mandar el aparato a arreglar. Pero los problemas siguen. Ahora, sin embargo, las interferencias se convierten en conversaciones que aparecen, de repente, en medio de una ópera. Irene, asustada, apaga la radio, no sabe qué es lo que está ocurriendo. Cuando la vuelve a encender se da cuenta de que algunas de las conversaciones que escucha son las de sus vecinos. Discusiones. Problemas. Gritos. Todos sus secretos salen a la luz y cambian la vida de Irene. Se sume en la más profunda tristeza, quizás porque sabe que todas aquellas desgracias que está escuchando no le son ajenas. Porque le descubren también las suyas propias, las que se esconden tras lo armónico de su matrimonio perfecto.
John Cheever es de esos autores que te deja pensando un rato. En ti, en tus radios y en tus propios vecinos. Porque en su relato, la radio es un aparato feo que intentan arreglar varias veces para que no siga con esas malditas interferencias. Con la verdad. Los problemas con la radio son los problemas con la verdad. Porque el vecino del quinto, el que es tan amable con su mujer, quizás solape con alegría dos vidas paralelas. La niñera esa tan maja puede estar hasta las narices de sonreírnos en el ascensor. Y esos padres maravillosos que llevan a sus niños uniformados están, tal vez, esperando a que los niños sean mayores para decirse adiós definitivamente. Who knows.
Hace años escuchaba una canción de Travis que estaba de moda. Se llamaba Side y decía algo así como “the grass is always greener on the other side”. Entonces no entendía muy bien a qué se refería. Ahora sé que las vidas de los demás siempre nos parecen más armónicas que la nuestra. En las piscinas y en las barbacoas es fácil sonreír. ¿Que qué tal? Pues genial, como siempre. El termómetro de lo ajeno es siempre amable porque se detiene en la superficie. Esto me recuerda al título de esa película española que no he visto: nadie conoce a nadie. Pues eso.
La radio de Cheever pone de manifiesto no solo la extrañeza de la vida de los demás si no la incomodidad de la verdad, la necesidad de que las cosas se queden como están. ¿Es mejor saber o es más cómodo no saber? Todos tenemos nuestros secretos. ¿Y somos más libres si estos salen a la luz? A veces me viene a la cabeza esa frase que hemos oído tantas veces: la verdad nos hace libres. No puedo dejar de pensar que no sé si es del todo cierta.