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Pudor


Cuando yo existía y ejercía la profesión de gacetillero, que me dio para comer bien, conocer gentes de todo pelaje y vivir en países lejanos, más de un familiar, amigo o conocido me animaban a escribir sobre mis andanzas de tribulete, contar mis experiencias vividas supuestamente en primera línea. Mi respuesta siempre era la misma: “Te lo agradezco, pero no. Mi vida no interesa a nadie y además yo soy uno más, de los muchos trabajadores de la pluma”. En el fondo escondía una mezcla de vergüenza y sobre todo pudor al respecto. Confieso que cuando a izquierda y derecha descubrí cómo otros plumillas publicaban sobre sus andanzas, muchas veces un tanto exageradas, me irritaba un poco. Finalmente sentía retraimiento pese a que seres queridos me consideraban apocado y en definitiva falto de ambición por triunfar. Quién sabe si hoy me comportaría de igual manera.

Ahora se trata de lograr el éxito, sin saber muy bien a qué es debido. Es secundario si lo que se comenta o se escribe tienen interés. Hay que hinchar el globo del narcisismo hasta incluso hacer peligrar que nos explote en el rostro. En cualquier caso, deben pensar los autogloberos de la arrogancia y la soberbia, vale la pena haber hecho el esfuerzo pues lo importante es que se hable, bien o mal, de uno mismo.

Los políticos y los periodistas viven en permanente simbiosis. En realidad, no difieren mucho entre sí. Si pudieran intercambiarían sus roles y se comportarían de igual modo: estar en el escaparate como figuras de relieve. Eso es lo mollar, lo que cuenta. Me pregunto si, por ejemplo, las cosas diferirían mucho en el supuesto de que un político fuese el periodista y éste quien protagonizara una campaña electoral. Una especie de rey o reina por un día o por dos semanas, para ser más exactos, que es lo que dura el gran tostón que tenemos que sufrir los ciudadanos estos días. Si el aspirante fuera el reportero y el otro el informador.

Siempre he creído que el periodista, sobre todo aquel que el éxito encumbra hasta llegar que el poderoso se dirija a él por su nombre de pila y no por el apellido, lo cual le hincha cual pavo real humedecido, es el primer camarero, aquel que tiene la oportunidad de escuchar y servir a los grandes comensales. Acuérdense del criado en El ángel exterminador, el filme de Luis Buñuel. Pues ése. Alguno aprovecha y explota la circunstancia, la retuerce y la plasma en el papel (bueno, hoy en el mundo digital) para suscitar el interés ciudadano con el consiguiente enfado de la fuente, pues lo tacha de traidor y lo reprende advirtiendo que a partir de ese momento se cierra el grifo. Hay otros muchos en cambio, que son fieles servidores y cumplen con su obligación de respetar a quien come y bebe profusamente. Tarde o temprano saben que les reportará beneficio. Tal como lo hacía el leal Stevens con su amo, que tan bien describió el Nobel Kazuo Ishiguro en Los restos del día. Él buscaba cumplir ante todo con su obligación y realizar la labor hasta la perfección para satisfacer a lord Darlington pese a su colaboración con el nazismo. En realidad, más que sometimiento era una cuestión de responsabilidad y fidelidad.

Apunto todo esto y lo relaciono con el pudor, al conocer la reciente publicación de una biografía o autobiografía -sinceramente me he perdido pues no sé si habla de él en primera persona o lo refleja en el espejo de otra segunda personalidad, muy freudiana la suya- de un afamado periodista, comentarista, tertuliano, ensayista y hasta político, lo cual ha merecido dos páginas en una entrevista hilarante -según se mire, claro- en el diario El Mundo. Obvio su nombre, pues ya es suficientemente conocido como para hacerle más publicidad. Leeré su bio o autobio por curiosidad y porque pertenece a mi generación y con experiencias profesionales y personales en algunos casos semejantes, si bien él ha hecho toda su carrera en España a diferencia de mí. Vaya por delante que sería injusto e incierto tildarlo de lacayo del poder, aunque como todos, habrá tenido en alguna ocasión que tragar sapos y miserias. La profesión lo exige. Noblesse oblige. Él no es un Stevens de la prensa. Para nada. Si acaso es más bien el fámulo en la película de Joseph Losey El sirviente. Es el Dirk Bogarde de la pluma, que poco a poco le va comiendo la tostada a su señor, James Fox. Le ha dado a todo, pasando de la izquierda militante comunista catalana hasta posiciones hoy más conservadoras. Aunque, eso sí, no sé si por su condición de charnego de extracción social humilde (padre de origen andaluz) que no oculta, es furibundo enemigo del independentismo y de cualquier nacionalismo. En eso le alabo el gusto.

Mi buen amigo Alfonso Armada, director de Frontera Digital, me confesó el otro día que sus comentarios le habían parecido “tronchantes”. Yo no sé si los son. Tengo mis dudas al respecto. Considero lo que afirma en no pocas partes de las dos páginas muy de él, muy de gran provocador. Así me lo parece cuando opina que “los jóvenes no saben nada. ¡Absolutamente nada! Los jóvenes solo tienen energía. Todo lo que piensan sobre el mundo es completamente equivocado (…) toda esa historia de que la juventud es el almacén de los sueños perdidos es mentira”. Uno comienza a sentir algo de madurez y que la vida hay que tomarla en serio a partir de los 40 ó 50, según él. En lo que sí coincido es cuando comenta que del tufo de la religión católica, obligaciones, preceptos y procesiones se ha pasado a una “capellanía de izquierdas” con mayor moralina de superioridad y más insufrible. Lo vivimos más que con lo que afirma y hace Pedro Sánchez, que falto de ideología y valores se saca a diario sugerencias precipitadas de la chistera, con lo que propaga el podemismo en plena desbandada y con tics que recuerdan a episodios de los jóvenes guardias rojos durante la revolución cultural china. ¿Para cuándo una historia de amor, llevada a la gran pantalla, entre un dirigente de Vox y una de Podemos? El éxito estaría garantizado más que la biografía del afamado periodista, que se presenta como una especie de joven airado. Hasta en las fotos que acompaña El Mundo la entrevista lo interpreta con su melena leonina. Un rebelde sin más causa que la de justificar que en sus años de juventud decidió catalanizar su nombre y aprender el catalán “para follar más”. Dicho queda.

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