Frente a la comunicación como paradoja, que hermana al silencio con el ruido, sucede que, en ocasiones, son los muertos los únicos que hablan, los que ajustan cuentas con la lengua desahuciada en una época fin de acto. Urge entonces el acto de reinventar el lenguaje, y digo acto, de “vivir antes de ser vivido”, de afilar la palabra con la voracidad del hambriento que pela el fruto en ese ahora encrucijada de un futuro sin libreto. Ocurría en la realidad invisible de Comala y sucede en la realidad acuciante de este tiempo nuestro que Rafael Soler destila en su última novela, El último gin-tonic, editada por Contrabando en España y que ahora también acaba de ser publicada en Bolivia y lanzada con motivo de la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz, a la que el autor asistió como invitado de honor. Poeta y escritor, por este orden, Soler (Valencia, 1947) relata en El último gin-tonic la historia de una familia, los Casares, a la que, como tantas obras, siempre le faltaron los abrazos, de vocación escurridiza entre las cáscaras del lenguaje que a menudo dejan las palabras. Una familia que, tras la muerte del patriarca, vive su particular “última cena”, en la que sus personajes, supervivientes en una “mala racha cinco estrellas”, se agitan como naipes sueltos en la derrota, desplomándose sobre el tapete en una sucesiva mala mano de póker. Una genealogía alegórica, con reminiscencias bíblicas, de una herencia que se desvanece sin nostalgia entre la incomunicación de siempre y la de ahora. Desde esa genética que carece del abrazo como lengua, los Casares deambulan entre la inane compañía y la soledad mal llevada de su propia derrota, que transcurre en un páramo de traiciones bíblicas y deseos que se disuelven como el hielo de esta sociedad urgente en lo prescindible, inconsistente, de “modernidad líquida” (Zygmunt Bauman). El último gin-tonic ofrece a sus personajes esa una última oportunidad perdida de encuentro con la otredad antes de acceder al misterio, a la muerte o la derrota cuando “perder para ganar es el secreto” en esa eterna búsqueda de la comunicación plena, inalcanzable, que nos ata a la vida. Ya nos había advertido Soler, que acaba de publicar nueva antología poética con el sugerente título Leer después de quemar, que “perder es solo cuestión de método” y que “de cerca / el principio del fin es amarillo”. Que ahora toca salir, “por una vez salir / al encuentro de los que no volvieron / y tienen el mar en sus rodillas / esa ventaja nos llevan los azules”.
Cosmogonía de calado existencial en este último gin-tonic, y en toda su obra, que Soler nos brinda sin que lo parezca, como un revólver agazapado en un lenguaje que dice lo justo, que alude y dispara con una precisión carente de ruido. Frente a la incomunicación mal llevada de sus protagonistas, la eficacia comunicativa en la receta de una torta de lentejas con la que comienza la historia de Lucas Casares y sus tres hijos, bíblicamente bautizados como Marcos, Mateo y Juan, que protagonizan su particular y moderna “última cena”. Durante cuatro días que les cambiarán la vida, y que arrancan con la muerte del patriarca Don Moisés, se suceden los ritos de traición, culpas y brindis de despedida a dentelladas, como los elefantes marinos patagónicos en sus luchas por el harén, y que ilustran la cubierta del libro devorándose con la urgencia líquida de los hielos de una copa. Una novela coral en la que todos sus personajes tienen mucho que decir aunque apenas hablen entre ellos. Todos menos los muertos, que se despachan a gusto camino del telón del crematorio, asistiendo a ese inquietante e irónico deambular de sus vivos, “cada uno agarrado a su madero”, como suele decir el autor, apresurándose a un desnortado futuro “escrito con puntos suspensivos”. A través de los “últimos días” de la vida familiar de los Casares, que el autor relata con ironía, un realismo que en su caso es poético y algo de humor negro, Soler nos desvela la genealogía simbólica de un mundo que camina líquida y festivamente hacia el precipicio. Un universo en el que ni la felicidad ni la desdicha son absolutas sino estados transitorios que dilapidan la alegría y la miseria evanescente entre copa y copa. Realidades perturbadoras y seductoras que, como “el amor bien templado”, “la muerte, que no es lo que parece”; la incomunicación que deriva en soledad, los abrazos pendientes o los deseos truncados del perdedor (temas centrales en toda su obra) se disuelven como los hielos del último gin-tonic.
El lenguaje lo decide todo
En la vida, como la escritura, no hay atajos, piensa Soler, ya que “siempre ‘bibir’, que no es otra cosa que la ‘bida’ bien bebida, nos costará la vida”. “Cómo vivir entonces si no es al límite y cómo escribir si no es jugándotela, yendo a por todas”. Y a por todas va con El último gin-tonic un autor que no teme el riesgo, para el que la escritura es, ante todo, una cuestión de lenguaje. Un lenguaje que, desde el ángulo menos visible, Soler zarandea como un recolector de nuevos significados, de realidades que carecían de ese algoritmo semántico que las revelase.
A través de una singular y audaz propuesta narrativa, en la que los personajes salen al encuentro del lector como único interlocutor posible de su historia, y con un ritmo vertiginoso, Soler traza una obra de verdadera literatura en la que el lenguaje lo decide todo. Detrás de un tono de aparente realismo encontramos en la obra del que también es ingeniero, y durante más de 30 años fue profesor de la Universidad Politécnica de Madrid, una arquitectura geométrica en su estructura y aritmética en su música, oblicua en su punto de vista y que dibuja un entramado de silencios comunicantes. Novela en la que el lenguaje es un arma de creación compartida que solo termina de escribirse si encuentra a su lector. Un lenguaje que cobra vida propia en diálogos certeros, secuencias de guion cinematográfico, correos electrónicos, confidencias, medias verdades y encuentros cuerpo a cuerpo en los que siempre media la sugerencia. Desde el pespunte de lo sobreentendido, Soler apunta directamente al lector, implicado de forma creativa para terminar de construir la historia desde lo no contado, siempre al filo de ese lenguaje al que saca punta a través de la ironía, la sutil analogía y la paradoja como revelación de lo esencial. Como si solo fuese posible ver la luz desde la oscuridad, los personajes de El último gin-tonic descienden cual Orfeo al infierno de la derrota para rescatar de allí la vida y recordarnos que, como en el oxímoron de Baudelaire o en el arquetipo de las brujas de Macbeth, “lo bello es horrible y lo horrible es bello”. Desde esa mirada libre y profunda, Soler le toma el pulso a la época que le ha tocado vivir y se sumerge, a través de los Casares, en la soledad coral de un tiempo en el que nada es lo que parece. Lo hace a través de una familia en la que la muerte del patriarca simboliza también la caída de un mundo masculino sin abrazos, de un sistema patriarcal en el que, frente al desconcierto de los varones, que ya no escuchan la bala, son ellas, determinadas y decididas, las que ganan al póker con la misma soltura con la que mueven los hilos de la vida. Mujeres cuya lucidez las hace poco consideradas y hombres que, a dentelladas entre ellos, desfilan por sus páginas a través de una estructura compleja y una construcción narrativa tan vigorosa como original, que traspasa los géneros y rompe las fronteras del lenguaje.
La novela de un poeta
Se ha dicho que El último gin-tonic es la novela de un poeta y lo es también en el sentido etimológico del término (del griego “poietés”): el hacedor, el que crea. Un concepto cuya sugerencia aumenta si tenemos en cuenta que precede a la escritura. Pero Soler es también el poeta órfico o visionario que revela lo invisible desde esa “tensión hacia la exactitud” que decía Paul Valéry que era la poesía. Desde esa misma precisión, escritor y poeta se funden sin transición en esta obra, el primero para dar cuenta de su tiempo y el segundo para trascenderlo.
Como poeta que en esencia es, Rafael Soler acaba de publicar Leer después de quemar, editado primero en Ecuador (ElÁngel Editor) y ahora en España (Olé Libros), una antología de su poesía realizada por quien es la mejor conocedora de su obra, Lucía Comba, su esposa, que ha organizado los poemas desde un nuevo orden creador. El resultado más que una antología al uso es un libro realmente nuevo, que repasa la trayectoria vital y literaria del autor. Un volumen que invita a una lectura diferente a la que ofrecen los 99 poemas seleccionados en sus libros de origen, golpeando con renovado pulso sobre los grandes temas de su obra, con esa ingeniería suya de la palabra que retuerce el lenguaje hasta extraerle alguno de sus secretos, hasta separar la cáscara del grano y revelar esa verdad poética que expresa lo inesperado.
Escritor y poeta que en armonía conviven en un autor de estatura grande en el abrazo, que inspira ese misterio del que ha visto y al decir suma en la resta, que se adentra sin fisuras en los ojos del perdedor cuando la vida se asemeja más a la ficción que a la inversa. Cómplice en la mirada cuando se trata de encontrar el matiz de la historia en un solo plano secuencia, en la obra de Soler narrativa y poesía hablan el mismo idioma y ponen el acento en los matices, detalles convertidos en iconos de la historia, símbolos entre los que se escurren los silencios. En una atmósfera impregnada en ocasiones de un suspense de cine negro los personajes, narrativos y poéticos, implican al lector cómplice. “Una derrota compartida es siempre la mitad de una victoria”, dice el poeta que pone el ojo en el punto de vista de la bala. Pero como “un tanatorio que se precie vive siempre en las afueras”, este autor sabe que nada es más certero que el ángulo de la muerte, entornar los ojos para ver, a la hora de contar la historia.
Con una vanguardia que en su obra se dirige directa a la recepción, Soler apunta y escribe como si no hubiese disparo posible sin lector, como si nunca terminásemos de saber quién dispara primero, como si el poema no existiera sin esa irrevocable unión en el desgarro del autor y el lector imaginario. Piensa Soler que “el poema solo termina de escribirse si encuentra a su lector”, que “todo está dicho y todo está por decir”, que “un escritor es también, y ante todo, sus muchos lectores, su único lector”. Su principal artefacto: un lenguaje sin atajos. Y si “bibir” es un asunto personal para Rafael Soler, escribir es un affaire del lenguaje, una seducción en la que solo se gana cuando se pierde, que es yendo a por todas. Ya decía Henry James que el principal fin de la literatura es representar la vida, captar su ‘tono’, para darle autenticidad. Desde esa misma perspectiva y mímesis creativa, Soler convierte cada una de sus obras en un baile siempre diferente entre realidad-ficción, autor-lector.
En el tiempo de la literalidad, cuando la palabra “poeta” está con frecuencia devaluada por su mal uso y seguimos sin saber lo que es la poesía, siempre amenazada por su contrario, que es el lugar común, el verdadero poeta que hay en Rafael Soler nos recuerda que, más allá del verso, la poesía es, ante todo, creación y metamorfosis, mito íntimo y universal, acto que precede a la escritura en la mirada y que trasciende los géneros como lo hace la realidad o la vida. En todos sus libros está el poeta y el escritor como contador de historias, el pensador y el viajero, el hacedor en definitiva de un universo propio y un mago de los tiempos al que jamás alcanza la impaciencia.
Autor internacional (ha sido traducido a seis idiomas y habitualmente participa en encuentros y festivales de poesía en Europa, América y Asia), Rafael Soler fue ya aclamado por la crítica como joven promesa de la renovada literatura experimental de los 80. Se dio a conocer como poeta en febrero de 1979, en el ciclo “Poetas Nuevos” del Aula de Poesía del Ateneo de Madrid. En diciembre de ese mismo año quedó ya finalista del Premio Adonais y después accésit del Premio Nacional Juan Ramón Jiménez con el libro Los sitios interiores (sonata urgente). Ese mismo año publicó también su primera novela, El grito, tras ganar la Primera Bienal Ámbito Literario, lo que ya evidenciaba al creador de doble filo que era, no solo por su escritura transversal sino también por ese primer final abierto por el que irá transitando su obra.
Continuó explorando ese camino dos años después con El corazón del lobo, Premio Cáceres de novela corta y reeditado en 2012. Reconocido por haber dado en la diana del éxito, como un autor emergente de la “nueva novela española”, en aquellos años Rafael Soler decía, profético, que la novela no podía plantearse como un producto de “marketing”. Y apuntaba que “la literatura es soledad”, que “nunca terminas de escribir la novela que quieres escribir y por eso sigues escribiendo”, que lo importante es tener obra sin que sea acuciante publicar. Nunca lo fue para este autor, ni siquiera cuando, en 1983, Cátedra publicó su experimental novela El sueño de Torba, a la que siguió Barranco, una historia contada desde múltiples puntos de vista que se desenvuelve en un tiempo y espacio indefinido.
Pero aquellos éxitos no embriagaron al creador que sabía que el tiempo es la tierra fértil donde madura el punto de vista. Así llegaron los años de un silencio solo editorial, poco entendido desde el efímero y ruidoso bullir de nuestro tiempo, pero coherente con este autor a sabiendas de que, como pensaba Stendhal, es preciso hacer de la propia vida una obra maestra para después escribirla. Soler siguió escribiendo durante años en silencio, “libre y sin testigos, para ser vivido”, hasta que en 2009 regresó con sus Maneras de volver, que tuvo un largo tiempo de cochura, como legado del poeta. Le siguieron Las cartas que debía (2011), ajuste de cuentas con lo vivido y perdido; Ácido almíbar (2014), Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2015; y No eres nadie hasta que te disparan (2016), un libro innovador por introducir una construcción narrativa que se desarrolla en forma de poemas que hermanan al autor y al lector en una misma detonación seca. En los cuatro casos cada libro llamó al siguiente, confiesa que “casi en legítima defensa”: “yo ya he contado lo mío, ahora pasa tú al salón de los espejos rotos y a ver qué encuentras”.
Desde esa idea de encontrar lo que no buscas, con ese espejo al borde del camino que dijo Stendhal que era la novela, cada libro de Soler nos deja, como la receta final de su último gin-tonic, “un sabor vivo y espontáneo en la boca, con un noble final de recuerdo amargo”. Preguntándonos, desde esa verdad poética que hermana al autor y al lector cómplice, si “mentirá el cielo en su estupor” o “mentirán las dulces ligaduras” frente a esa multiplicidad de espejos al borde de un camino sobre el que “es preciso indagar / solo así da su fruto / el vientre estéril de lo eterno”.