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Ramón Gómez de la Serna y José Gutiérrez Solana: ‘tanto monta’. Policromías y misterios españoles en el espejo de Pombo

En mi anterior artículo dedicado a Garibaldi en las páginas de La mala vida en Madrid de Bernaldo de Quirós, de Ramón Gómez de la Serna y de José Gutiérrez Solana hice un comentario relativo a la amistad y admiración mutua que se profesaron Ramón (Madrid, 1888 – Buenos Aires, 1963) y José Gutiérrez Solana (Madrid, 1886 – 1945) y citaba, como ejemplo de la admiración de aquel por este, su libro Pombo (1918), en el que Ramón incluyó una amplia semblanza del pintor, dividida en dos partes, en el marco de lo que podemos considerar, por los personajes retratados, un espacio y un tiempo generacionales.

La semblanza de José Gutiérrez Solana en Pombo es una de entre las sesenta y nueve “miniaturas biográficas” incluidas por Ramón en su primer libro dedicado a su paradigmática y relevante tertulia del Café de Pombo, incluida la suya propia, ejemplo esta última de lo que he llamado su yoismo. Libro que Carmen de Burgos, Colombine, bajo otro seudónimo, el de “Perico el de los Palotes”, calificó, en el artículo “Al margen de los libros. ‘Muestrario’ y ‘Pombo’ por Ramón Gómez de la Serna”, como un “libro de grupo, un libro lleno de historias privadas y secretas (…) un libro también para todos, que corrige la idea de que solo de generalidades y abstracciones debe estar lleno el Arte. Libro, en que se ve vivir a una tertulia de artistas y amigos, más que de un modo profesional de un modo humano y sencillo, [y que] tiene un encanto aun para aquellos que los desconozcan por completo”, para concluir que “el antiguo café y botillería de Pombo se convierte en este libro en una cripta llena de densos efluvios del espíritu de los hombres, de las cosas, de lo inefable, del tiempo, del ambiente, y resulta un local abrigado y sugeridor. Es un libro entrañable y único” [Heraldo de Madrid, 8 de julio de 1918, núm. 10.076, pg. 2; Núñez Rey. C., 2018: 859-860, Alaminos López, Eduardo. E. 2024].

¿Qué encierra y qué nos muestra esta semblanza de José Gutiérrez Solana en Pombo? 

Esta semblanza ramoniana de Solana se despliega en dos planos netamente diferenciados: el de su faceta como pintor y el de su dimensión como escritor. Y dentro de cada uno de ellos se engastan consideraciones de muy diversa índole y naturaleza acerca de esos dos menesteres que ya desde los primeros párrafos Ramón unifica certeramente, a modo de vasos comunicantes, en la mano del artista: “La mano de Solana, es –escribe– una mano que sabe pintar y escribir, una mano única”. Y asociado a esta consideración destaca que es “hombre que ve y observa, el verdadero espectador sin énfasis”. Énfasis debemos entenderlo aquí como sinónimo de afectación, ampulosidad, engolamiento, grandilocuencia, pomposidad o pedantería, características que, desde luego, no están presentes ni en la pintura ni en la escritura de Solana.

Naturalmente estas apreciaciones para ser creíbles, tienen que incardinarse en un contexto. Ramón, hemos de decirlo rápidamente, no fue en sus valoraciones biográficas ni autobiográficas muy explícito ni riguroso en este sentido, pero sí dejó rastros que sirven para enmarcar al biografiado en un momento concreto. En cuanto a esta semblanza de Solana el primero de aquellos es su enmarcamiento en “la sombría y grave España nuestra”, afirmación que reviste todavía un cierto carácter noventayochista –sin ser Ramón ni Solana dos exponentes de aquella generación a la que, como se ha venido repitiendo, le dolía España, país que vieron como “problema”–, y el segundo considerarle, con arreglo a ese fondo sombrío, el pintor “que más nos entera de las cosas (…) el más trágico (…) el más vario, el más literario, el más real y el más denso técnicamente de los pintores de nuestros días”. Para rematar esta valoración Ramón escribe: “Solana ve las cosas con tan implacable realidad que aterroriza, como aterroriza la vida en esos días en que la vemos sin vaguedad. Su certidumbre es de una calidad superior”. El ensamblaje pintura / literatura en Solana tendría su equivalencia en el de literatura / crítica de arte en Ramón.

De la misma forma estas valoraciones van apoyadas en una cierta genealogía artística circunscrita en este caso a lo estrictamente español: “Solana es el pintor que sigue a Goya y a Alenza” o “Solana es el íntegro después de los íntegros”. Más arriba también había citado Ramón a El Greco que, por lo que escribe, algo enrevesadamente, percibe como una figura aislada, diríamos, a su juicio, aislada en su contexto histórico. Se figura al cretense como “la amargura de una soledad en un pueblo bello y de una realidad sincerísima, pero en el que la verdadera interpretación es perseguida y resulta ininteligible (El Greco, viviendo en Toledo, debió ser personalmente algo así (…)”. Es probable que, con este aserto sobre El Greco, Ramón estuviera planteando un paralelismo entre ambos artistas: y, sobre todo, subrayando aquella ininteligibilidad hacia su obra semejante, ahora, a la que percibía en el caso de Solana.

En el artículo ‘Significado de una firma’, publicado mucho antes, en La Región Extremeña (el 8 de noviembre de 1907), Ramón fue más explícito al comentar sobre el pintor cretense que “es algo consanguíneo de toda una nación, significando el peculiar modo de ser del espíritu castellano” (Gómez de la Serna, R. 1996; 1035). Quizá esta afirmación cuadraba mejor con lo que quería decir sobre Solana en Pombo. En lo relativo a Goya y Alenza no parece haber dificultad para entender esas correspondencias tanto por los temas que les son comunes a los tres pintores como por algunos rasgos técnicos y estilísticos que se manifiestan en su densa pintura o el sentido vibrátil de sus dibujos. Como han recordado Rafael Núñez Florencio y Elena Núñez González, “se ha dicho y repetido, en efecto, que goyescos son sus temas y, sobre todo, goyesca es su mirada [así como que] Goya y Solana aparecen como dos representantes de una determinada concepción de España, de la actitud hispana y de la cultura ibérica –una concepción que, para muchos analistas, constituye la esencia o verdad más íntima de lo español” (Núñez Florencio, R. y Núñez González, E., 2014: 84-85).

Otra cuestión es la que plantea Ramón cuando señala a Solana como “íntegro después de los íntegros”. ¿Por qué utiliza Ramón este concepto con el que aludía, sin duda, a la Exposición Los pintores íntegros de 1915 organizada por él en la que Solana no participó? Pareciera que con ello Ramón quiere sugerir el posicionamiento de Solana en la escena artística del momento (1918) asimilable con la intencionalidad y propósito de aquella exposición: defensa del Arte Nuevo. Solo que lo nuevo en Solana es de otra naturaleza temática y formal; en suma, otra forma de mirar la realidad circundante. Por ello, trayendo al presente la significación rupturista de aquel evento expositivo, Ramón afirma, con rotundidad: “Solana es España y no Zuloaga”. Con esta contundente afirmación, Ramón se sitúa respecto del pintor vasco que sin duda era en aquel momento un referente nacional porque encarnaba con su pintura la imagen y la esencia de lo español, y al mismo tiempo pretendía colocar así en un lugar privilegiado a Solana, de quien subrayaba que “tiene una idea arraigada del pueblo español” y que es “el comienzo de una pintura más franca” que “ya no busca el tópico ni el tópico intelectual”. En la novela El mundo es ansí (1912) de Pío Baroja en un diálogo sobre la pintura moderna española representada por la pugna entre Sorolla y Zuloaga un personaje se refiere a este último afirmando que “cree, o hace como que cree, que España es un país de enanos, de brujas, de monstruos, de cosas extraordinarias. Y esto no es verdad. La España actual –apostilla– es un país de una civilización menos intensa que los pueblos del centro de Europa, pero que en el fondo no tiene nada específico” (Baroja, Pío: [1912], 1971: 427-428). Sin embargo en la estética de Zuloaga se ha querido ver o “se ha visto el trasunto o identificación con la esencia de lo español (García Bascón, A.:2023: 195).

Estas generalidades antropológicas y estéticas, Ramón las asocia a ciertos rasgos subjetivos de la personalidad del pintor que utiliza como refrendo de sus juicios sobre él: su “criterio unipersonal y fiero”; su “gran timidez”; su “condición cerril y tenaz”; su “modo palurdo”; la “lenta torpeza de su lengua”, y su “cazurrería y flema” que le permiten ser “el observador llano y franco de este pueblo, pueblo de una humanidad abrupta, tragicómica, sombría, silente, ruda e impar”. La identificación de la personalidad y la pintura de Solana con la esencia de lo español es una de las claves principales sobre la que pivota esta primeriza valoración del pintor por el escritor. En definitiva, Solana es para Ramón “el pintor que no rehúye lo árido para darse a lo socorrido, a lo vago o a lo teatral, el pintor verdadero y por lo tanto el pintor admirable”.

También en esta semblanza, Ramón nos presenta, no sin cierto didactismo, el universo temático de Solana. Y así, a manera de inventario –forma esta muy grata a Ramón, que supo discernir en toda su justeza Jorge Luis Borges al decir que “Ramón ha inventariado el mundo”–, enumera las “cosas” que figuran en su obra: las ferias, las fiestas en las plazas de los pueblos, los autómatas, las máscaras de las provincias y la capital, los entierros de las sardinas, los niños sucios y malignos, las viejas harpías, las mujeres de la vida, las figuras de cera, las procesiones y Madrid. “Solana –escribe Ramón a propósito de este último registro temático– ha comprendido y ha pintado Madrid como nadie, recogiendo el momento más agudo de esta ciudad, ese que hemos visto en nuestra juventud, cuando Madrid era la ciudad de tejados más complicados y más de aldea revuelta” (Gómez de la Serna, R., 1999: 157). Y como subgénero dentro de esa peculiar visión de la ciudad, alude a los carros de grandes ruedas “que rajan las piedras, que hacen profundos relejes en el asfalto, tirados por mulas inverosímilmente brutas”.

Vinculados con estos temas, Ramón muestra preferencia, aunque sin citar títulos, por algunos cuadros que afirma le robaríamos: “esas mujeres en una mancebía” y esas “pobres cómicas de provincias [que] se desnudan frente a unos espejos azogados”, y que podemos identificarse con los cuadros Las chicas de Claudia (ca. 1915-1917), Mujeres de la vida (ca. 1915-1917) y Las coristas (1915) respectivamente.

Hasta este momento –1918–, Ramón confirma que Solana, cuando vivió una “larga temporada” en la madrileña Posada del Peine escribió “su primer tomo de Madrid y ha pintado sus mejores cuadros”, probablemente los citados, y en especial el de Mujeres de la vida. Es interesante destacar la unión, una vez más, de pintura y literatura. La referencia a la Posada del Peine debemos entenderla como una nota local a la manera de un cronista que ancla lo biográfico a un espacio urbano concreto, aparentemente determinante, aunque lo cierto es que –según el especialista en la obra de Solana, Luis Alonso Fernández– en sus viajes a Madrid, Solana “se hospeda[ba] en fondas o pensiones como ‘La Riojana’ o ‘La Europea’, en la calle del Arenal. En la ‘Posada del Peine’ o en otras de la calle de Toledo” (Alonso Fernández. L., 1985: 39).

Para ahondar en esa imbricación, pintura y literatura, bastaría con hacer el ejercicio de cruzar los temas reseñado por Ramón con los títulos de los capítulos de Madrid, escenas y costumbres. Primera serie (1913) y constatar lo parejo entre la temática pictórica y la literaria de Solana, aunque los autores arriba citados, Rafael Núñez Florencio y Elena Núñez González asumen, valoración que no comparto, que “la producción pictórica del artista es bastante superior a la contribución literaria” (Núñez Florencio, R. y Núñez González, E., 2014: 84).

Dentro de este somero inventario cita Ramón, aunque de forma muy genérica, varios de sus últimos cuadros relacionados con figuras de cera en dos ámbitos distintos, el del Museo Arqueológico –aunque por error escribió “Museo Antropológico”– probablemente refiriéndose a los cuadros conocidos como Las vitrinas (1910) y El visitante y las vitrinas (1910) y otro cuyo tema representa el interior de una barraca de muñecos de cera. “Así uno de sus últimos cuadros es el interior de una barraca de muñecos de cera, donde se ve un tío alto y de pelo en pecho junto a otro pequeñito, anémico afeitado como afeitan en el hospital antes de la operación, al que enseña la cabeza de Mr. Trompan [sic], que mató a sus cinco hijos, a su mujer y a su cuñada, y, según explica Solana, ‘parece que le amenaza al otro al decirle eso…, y le va a matar después con la faca que sobresale por su faja’” (Gómez de la Serna, R., 1999: 157). A propósito de estos dos cuadros, Ramón caracterizaba a Solana como “silencioso rebuscador de las cosas”, de “valiente y con tipo de gran muñeco de vitrina”, capaz de recoger y plasmar “el espantoso secreto de esos personajes anónimos”, encerrados en una vitrina. Tanto a Ramón como a Solana les fascinaba la vida inerte. También en este mismo artículo, Ramón subrayaba el instinto del pintor para encontrar lo mejor en las almonedas” (Gómez de la Serna, R., 1920: 5).

El tema de las figuras de cera, que ocupa un lugar esencial en la obra de ambos, le sirve a Ramón para significar una de sus conclusiones sobre la pintura de Solana: “recoge Solana la deformidad y la informidad que hay en todo”. El propio Solana confesaría en ‘La sala de disección’ que “desde pequeño sentía yo cierta atracción por todo lo que las gentes califican de horrible” (Gutiérrez Solana, J.: 1984: 247) y aquella atracción llegaría al clímax cuando glosa las vitrinas del “museo ceroplástico” –una barraca en la calle de la Abada– que mostraba “una colección repugnante de enfermedades de la piel, ejecutadas con moldes tomados del natural (…) muy visitado de noche por las prostitutas y trasnochadores” (Gutiérrez Solana, J.: 1984: 34-35). Sin duda lo macabro, de amplia tradición en la literatura y pintura españolas como han subrayado Rafael Núñez Florencio y Elena Núñez González es un componente intrínseco a su pintura y literatura, menos intenso, sin embargo, aunque también presente, en la obra literaria y dibujística de Gómez de la Serna.

En el prólogo a su biografía de Solana (1944), Ramón compara sus cuadros con “un balcón que da a la realidad […] no es un espectáculo desastroso el de las pinturas de Solana, –nos advierte– y no hay que hacerlas el dengue[1] que se hace a esos museos de anatomía que custodia en las ferias un golfante vestido con el traje blanco de los cirujanos” (Gómez de la Serna, R. [1944], 1972: 9). La deformidad/informidad solanesca se hace patente, a juicio de Ramón, mediante su paleta de “colores (…) humanos, abruptos, tragicómicos, sombríos, rudos, impares, (…) los propios de la vida (…) colores acres, agrios, destemplados, en fermentación, que Solana usa en vez de esos otros colores nuevecitos, siempre con algo industrioso, colores de telas y de papeles pintados, brillantes colores para la bagatela barata” y una “mirada  directa, seria y definitiva [que] no mira superficialmente a las cosas [y que] calcula la calidad y la materia y el carácter de lo que ve. Este Solana –concluye– es el más firme pintor español, el pintor que no nos tenemos que inventar, el pintor que no rehúye lo árido para darse a lo socorrido, a lo vago o a lo teatral, [es] el pintor verdadero y por lo tanto el pintor admirable” (Gómez de la Serna, R.: 1972: 7-27).

La admiración de Solana por Ramón, según consta en la semblanza del pintor en Pombo, venía de lejos, de su primera juventud. Como en tantas otras semblanzas o esbozos biográficos de personajes, Ramón se incrusta en ellas con su peculiar yoismo testifical. “Solana –escribe– va unido en nuestros recuerdos de aquellos días, a aquella fecha de nuestra revelación más fuerte, a nuestro recuerdo de aquella exposición de figuras de cera, a nuestro recuerdo de aquel viaje al pueblo castellano que más definitivamente grabó Castilla en nuestra alma y al recuerdo de aquellas algaradas que impresionaron Madrid, cuando Electra, cuando la boda de la princesa de Asturias, cuando la muerte de Hospicia, a aquellas horas tan verdaderas en que Madrid en la sombra del atardecer se desnudaba dramáticamente agitando nuestro corazón como nunca” (Gómez de la Serna, R., 1999: 154).

Por esta cita ramoniana, combinación de puntualización cronológica y recuerdo, podemos situar la admiración de Ramón por Solana a principios de 1901, pues el estreno de la obra teatral de Galdós, Electra, tuvo lugar en Madrid 30 de enero de 1901 y el enlace matrimonial de la Princesa de Asturias, Doña María de las Mercedes de Borbón y Austria con su primo, el Príncipe Don Carlos de Borbón Dos Sicilias, varias semanas después, el 14 de febrero. Ramón tenía entonces, por tanto, trece años. Debió tener noticia de aquel exitoso estreno en el entorno familiar, pues no es probable que asistiera la víspera del estreno de Electra, según cuenta Pío Baroja, “una representación privada (pero multitudinaria) para intelectuales de renombre en aquel momento” (Sampedro Escolar, J. L., 2002: 36). “Yo, cuando Solana ya era algo serio, cuya desproporción se veía –prosigue–, era un estudiantillo que se asomaba a las exposiciones del Círculo de Bellas Artes y nada de ello me fue tan inolvidable como aquellas cosas de Solana que mantenía la posición implacable”.

Qué cuadros pudo conocer Ramón de Solana en aquel momento es una incógnita, pues Solana había ingresado en la Academia de Bellas Artes en 1900 y no enviaría obra a la Exposición Nacional de Bellas Artes hasta 1904, año en que finalizó su estancia en aquella (Luis Alonso Fernández, L. 1985: 21). Es probable que Ramón supiera de Solana a través de Salvador Bartolozzi, como relató en su Automoribundia: “su padre era el encargado del sótano de los vaciados oficiales en la Academia de San Fernando, y allí le iba yo a buscar cuando estaban por acabarse sus obligadas horas de taller” (Gómez de la Serna, R. [1948] 1998: 314). El padre de Bartolozzi fue, efectivamente, Jefe Formador (Vaciador) del taller de Reproducciones desde 1894 y del joven Salvador se conservan “datos académicos de ingreso y matrícula [en la Academia] en distintas asignaturas a partir del curso 1898-1899 y hasta el curso 1901-1902 inclusive” (Lozano Bartolozzi, Mª del Mar, 2007: 14). La figura de Solana debió de llamar la atención de aquellos jóvenes que empezaban a hacer la transición entre el modernismo y la vanguardia. “Entre sus condiscípulos se encuentran Victorio Macho, Roberto Domingo y otros jóvenes de sensibilidad e inteligencia que le tachan de raro y solitario” (Alonso Fernández. L., 1985: 20).

El pueblo de Castilla al que se refiere Ramón fue Frechilla. En su primera ‘Autobiografía’ incluida en La sagrada cripta de Pombo (1924) reprodujo una fotografía suya que lleva el siguiente pie: “En un pueblo de Castilla la Vieja (Frechilla), en 1900” y comentaría de aquella etapa: “(…) estuve en Castilla dos años, y recuerdo como un deslumbramiento que encumbra su realidad el recuerdo de un monte calizo” (Gómez de la Serna, R.: 1986: 568). Aquel asomarse a las exposiciones del Círculo lo vemos reflejado en el artículo ‘Torneo juvenil’ publicado el 14 de febrero de 1907 en La Región Extremeña que, sin mencionar nombres, advierte al lector que se acaba de inaugurar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid “una exposición de arte moderno (…) muestra valiente y audaz del valor de la nueva generación artística”.

El otro plano, menos extenso, por el que discurre la semblanza de Ramón es el referente a la faceta de Solana como escritor, pero, sin embargo, es muy expresivo por los juicios que vierte. Ya lo había señalado al tratar del Solana pintor: “La mano de Solana, es una mano leal, una mano de piedra, una mano duradera, una mano que sabe pintar y escribir, una mano única”. Lo primero que destaca del Solana escritor es que es “un escritor lleno de ráfagas, que escribe con un estilo de ‘ráfagas’”. Literatura descriptiva que define como “un estilo de carta (…) de carta escueta (…) [de] carta profunda, sincera, cabal, la carta que enterará al provinciano de lo que aquí ha pasado bajo todas las apariencias” y que “deja la incorrección a la vista”. Utiliza algunas imágenes que van más allá de meras definiciones con las que pretende acercarnos al proceso creativo de su escritura: “Escribe solo como en la habitación sin luz, en que solo se recuerda” y “Pasan las palabras a la vista, como los trajineros por su camino”. El término trajinero se aviene bien con el modus viajero de Solana y los pueblos que visitaba, y con su estilo conciso, condición que culminaría en su libro La España negra (1900-1920) dedicado “Al gran escritor Ramón Gómez de la Serna (…) con mucha admiración y amistad”.

Una parte de la semblanza está dedicada al comentario del libro Madrid, escenas y costumbres. Primera serie (1913), “libro escondido y de trazado definitivo (…) como una de esas plazas recónditas de la ciudad, en las que está toda el alma de ella”. “¡Qué Madrid el de Solana! En él está –apostilla– lo que le queda en secreto pero firmemente de la primera tribu que acampó en su monte”. Ciertamente Ramón expresa fascinación por lo que podríamos considerar una visión primitivista de la ciudad y su realidad en paralelo con lo primitivo en cuanto un componente básico y pertinente de la modernidad artística.

En definitiva lo que Ramón quiere significar con esta primera semblanza de Solana en Pombo (1918) es que “nunca un juicio de crítico de arte o de crítico literario, podría especificar la exaltación que tendrá en el porvenir nuestro amigo Pombiano”, y que él ha sido capaz de vislumbrar ya en el presente.

 

*    *    *

Entre el 2 de julio de 1919 y el 18 de diciembre de 1920, Ramón publicaría varios artículos sobre el pintor en el periódico vespertino La Tribuna (Alaminos López, E., 2021). En el primero, Ramón confirma que Solana ya se ha decidido “a venirse definitivamente a Madrid” instalándose con sus cuadros, muebles y antigüedades en un caserón, “de un solo piso con varios balcones de grandes persianas y dos miradores” en la calle de Santa Feliciana”, en el barrio de Chamberí. De este barrio escribiría que “huele a cocido, a ‘ropa vieja’ y a postre de arrope [y que] tiene una tristeza pobre, ruin, deleznable, y una alegría mezquina” (Gómez de la Serna, R.: 1919: 5).

El primer rasgo que Ramón destaca de esta vivienda es su calificación de “museo” sin dar más detalles, porque, eso sí, “el pintor vive rodeado de sus cuadros que no ha vendido ni se ha desprendido de ninguno”; museo –digamos que un tanto peculiar– que asimila a un “gabinete de la tortura” e identifica con “la inquietud espiritual de lo español”. Y, de entre esos cuadros, cita, de manera genérica, como ya había hecho en la semblanza de Pombo, “esos Cristos insuperables”, “sus golfos y sus golfas de rostros informes, pomulosos” y “una peinadora pobre (…) de tienda con visillos, (…) y anuncio con muñeca de cartón”, tienda que sitúa, por aquello del color y la toponimia locales, en “la calle del Amparo o de Tres Peces”. Calle del Amparo que Pedro de Répide definiría como “una calle de las más típicas y pintorescas de los barrios bajos” (Répide, P. de: 1981: 38).

Para hacer más viva esta escena en la imaginación del lector, Ramón sitúa al pintor asomándose a “¡ese ambiente espeso, verdoso y pimentado de la tienda en que se destacan las cabezas de peinadoras de miradas angustiadas!” (Gómez de la Serna, R., 1919: 6).

A la calificación de golfos corresponderían cuadros como Chulos y chulas (1906), Los chulos (1906), Baile de chulos con bastonero (ca. 1906-1907) y Las chicas de Claudia (boceto) (ca. 1915-1917); a la de los Cristos, El Cristo milagroso de Huesca (ca. 1907) o El monje muerto (ca. 1910-1912) y a las de las peinadoras, el escuetamente titulado La peinadora (1918), obras todas ellas que marcan ya un estilo peculiar del artista distanciado de la pintura realista (realismo, se entiende de corte decimonónico finisecular, el de las Exposiciones Nacionales, por ejemplo). Señala Ramón en este artículo dos notas características sobre la pintura de Solana. La primera tiene que ver con la mirada: “Solana solo cambia con las cosas la primera mirada (…) esa instantánea es en él definitiva”. La segunda, con el resultado: “trabaja en esa pintura que, de fuerte que es, parece escultura policromada”, rasgo este último acertadísimo y diferenciador de su estilo, que denota un eco de la tradición barroca española.

Reitera de nuevo la importancia y calidad de Solana como escritor al señalar que “además de un gran pintor, es un gran escritor, y sus dos tomos sobre Madrid son de lo más fundamental que se ha dicho de nuestra ciudad, de sus cimientos y de su sustancia”. Al primer tomo del que ya había hablado en Pombo añade ahora la segunda serie (1918) de Madrid, escenas y costumbres. En este ámbito da Ramón noticia de la preparación de un nuevo libro en el que “Solana –escribe– prepara ahora una visión de España apenas conocida. De vez en cuando abandona unos días el cuadro comenzado y se va lejos, a cualquier parte, y allí ya toma las diligencias, las carretas, monta en las mulas y entra en pueblos inexplorados, de esos en que todos miran como una nube de miradas al que ha llegado a la posada y no se sabe quién es”. Y añade el dato de que “ahora está en el fondo de la provincia de Toledo. El otro día me escribía desde uno de esos pueblos oscuros, perdidos, de aleros salientes y cejijuntos”, probablemente desde Oropesa, que constituirá un capítulo de La España negra (1920), libro que Solana dedicará a Ramón.

En el segundo artículo que lleva por título ‘Variaciones. La sala más interesante del museo Arqueológico’, Ramón entrecruza dos realidades que tienen para él algo en común, la del museo y la de la pintura de Solana, esta última cristalizada en dos cuadros concretos cuyo tema son unos maniquíes expuestos en una vitrina del museo. Este artículo es uno, entre otros muchos, del interés que Gómez de la Serna mostraba por los museos, y de este en particular, del que advierte que “no es la sala de los objetos de sílex lo interesante del Museo Arqueológico, (…) Museo del que en veces, en capítulos, iré dando idea de su silencio y de su ambiente sepulcral”. Quizá en la denotación de aquel ambiente sepulcral se halle la clave de artículo. “Se pasan salas y salas (…) Así se llega, por fin, a la sala en que están ‘ellos’, los verdaderos fantasmas del pasado, los que sobreviven un poco informes y sin acabar de tener la perfección del arte, es decir, un poco bastante humanos”. Estas figuras no son sino unos “maniquíes de cartón que Mélida policromó”. Este Mélida es Enrique Mélida y Alinari, pintor y escritor y hermano de José Ramón Mélida que fue director del Museo Arqueológico Nacional desde 1916 a 1930. Ramón se explaya en ofrecer las cualidades de estos maniquíes a los que califica de “‘papuses’ encerrados en su vitrina” y que “a falta de un Museo de figuras de cera, estos personajes del drama y la comedia de su época, hacen las veces de las figuras de cera, y hasta resultan menos blandas, maduras y descompuestas que las de cera. (…). Alguno tiene mala catadura (…). Se piensa ante ellos en unos guillotinados del terror, recompuestos, pero un poco achatados y como hundidos de hombros (…). ‘Ellos’, tiesos, con cara tumefacta de pocos amigos, y ellas con tipo de calabaceadoras, hacen que esa especie de antesala oscura se vuelva un poco adusta. Solo después de un rato, viendo que son gentes muy alhajadas y que tienen alrededor un vestuario digno de su posición, tenemos más confianza en ellas, podemos estar más a gusto en la sala que les pertenece y en las que están muy desairadas” (Gómez de la Serna, R.:1920: 5).

No hace falta recalcar o insistir en que las figuras de cera, como ya se ha advertido, fueron un tema compartido por ambos artistas, pues en la literatura de Solana hay muchas referencias a ellas, a veces con un tono incluso escatológico, y también en su pintura, llegando a autorretratarse con una (1943). Y, en Ramón en particular, la figura de cera cobraría una importancia cotidiana extra al incorporar a su despacho una muñeca comprada en el Rastro –como recuerda en el capítulo XXXII de Automoribundia– a la que dotó de una personalidad física concreta y con la que llegó a fotografiarse, y a la que dedicó igualmente comentarios en su obra. Raquel González Escribano en su monografía sobre Solana ha reproducido juntas, con muy buen criterio sobre estas similitudes, una de las fotografías de Ramón con su muñeca, aquella en la que le está haciendo una entrevista y el Autorretrato con muñecas de Solana (González Escribano, R.: 2006: 155). Una muñeca, la de Ramón, que Maite Zubiaurre relaciona con “juguetes eróticos en forma de maniquíes de cera” asociándola “con la novela libertina que es la existencia de Ramón” (Zubiaurre, M.: 2014: 385). Más acertada me parece con relación a estos artilugios de cera la opinión de un escritor como Josep Pla. Es curioso, pero no arbitrario, que el retrato que hizo Pla de Solana en Pombo resalte de él precisamente esa cualidad: “Solana permanece mudo y absorto como un mochuelo, como una figura de cera burocrática” (Pla, J.: [1921], 2020: 226). A propósito del significado de los maniquíes y de este cuadro en concreto, Valeriano Bozal ha señalado que “los maniquíes de Las vitrinas (1910) […] son tema de Solana y también de Ramón […] temas que empiezan a estar presentes en la pintura italiana, aunque de una manera diferente, más clásica y más ‘culta’ […]. Aquí no son maniquíes abstractos, metafísicos, autómatas ingeniosos, son los maniquíes del museo de trajes o del museo de cera, son los autómatas que produce la sociedad en su existir cotidiano” (Bozal, V.: 2000 : 545)

Pero quizá lo más interesante respecto de Solana en este ámbito es que Ramón le identifica a él y a su pintura precisamente con ese estadio de la materia inerte cuando advierte que “El gran pintor don José Gutiérrez Solana, tan silencioso rebuscador de las cosas, tan dotado de instinto para encontrar lo mejor en las almonedas, supo hace años encararse con esos difíciles panteones y decidido y espontáneo, pintar en largas horas de atención las dos vitrinas de disecaciones humanas” o que “Gutiérrez Solana, tan valiente y con tipo de gran muñeco de vitrina también, tomó el pretexto de retratarlos para poder estar más en su tertulia, para requerir de amores a algunas de las damas, a la del traje de tisú de plata quizás. En esa sala, y completamente solo las mañanas enteras, hasta se atrevió a levantar un poco más la falda a esa que en el retrato aparece con ella más arriba [de] que realmente lo está”. “¡Qué vida –concluye– debieron cobrar en la constante atención del pintor! ¡Qué actitud de gentes que son miradas para hacerlas su retrato debieron tomar también! […] ¡Qué bien ha recogido Solana el espantoso secreto de esos personajes anónimos! Siempre, al pasar por esa última sala, sentimos toda la hipocresía que hay en esos monigotes para ser monigotes, en vez de las gentes vivas, reales y humanas que son” (Gómez de la Serna, R. (1920: 5).

No me resisto aquí a recordar porque creo que viene a propósito lo que dice Juan de Mairena sobre Solana: “Ese pintor –tan impresionante– que ve lo vivo muerto y lo muerto vivo […] es un pintor que ha visto la vida donde nosotros no la vemos, y que ha reparado mejor que nosotros en la muerte que llevamos encima. A mí me parece sencillamente un artista genial, puesto que, viendo las cosas como nosotros no las vemos, nos obliga a verlas como él las ve” (Machado, A. [1936], 1972: 170). En cuanto a las implicaciones museísticas que le sugieren a Ramón estos dos cuadros de Solana –Las vitrinas (1910), al que Sánchez Camargo nombraría como Los maniquíes, y El visitante y las vitrinas (1910)– le llevan a pensar en una sala donde se mezcla “una especie de Museo antropológico al Museo de la historia del traje. Esta sala no sería contraproducente encontrarla en ese Museo Velasco del paseo de Atocha, ese Museo siempre cerrado y misterioso”.

El siguiente artículo, con el título ‘Variaciones. Nuevas palabras sobre Gutiérrez Solana’, dividido en dos partes, aparece en La Tribuna el 18 y el 21 de junio de 1920 respectivamente. La primera parte, la del día 18, va ilustrado con varias fotografías[2] (Gómez de la Serna, R.: 1920: 9) y la día 21 con tres cuadros[3] (Gómez de la Serna, R.: 1920: 8-9).

La primera parte de este extenso artículo (tercero y cuarto de la serie) está prácticamente dedicada a comentar la “decoración” de la casa del pintor, en la calle de Santa Catalina, y los objetos que Solana atesora en ella: relojes y juguetes mecánicos, objetos con los que Ramón se identifica. El artículo reproduce una imagen de Solana “trabajando en el despacho de su casa”, reutilizada años después en La sagrada cripta de Pombo. En ella vemos al pintor sentado al fondo, no pintando, sino escribiendo. Tanto la estancia previa a esa habitación como esta, muestran las paredes con abundancia de cuadros, objetos y mobiliario, sillas y mesas, donde hay colocados una heterogénea variedad de objetos. Sin llegar a la colmatación de cosas e imágenes del despacho ramoniano, la decoración de la casa de Solana está en la órbita de un estilo de decoración interior basada en la acumulación y la heterogeneidad, solo que aquí (con excepción de los cuadros del pintor que desgraciadamente no se perciben por la mala calidad del fotograbado) los objetos son más bien vulgares o corrientes. Se podría decir que el interior algo destartalado de la casa de Solana también comparte –como el despacho de Ramón– algunos de los criterios de la museografía de las casas aristocráticas y de la alta burguesía de la Restauración que tan espléndidamente fotografió Christian Franzen en Los Salones de Madrid y la de otros coleccionistas de su época tan proclives al horror vacui en lo que atañe a la decoración de sus casas (Alaminos López, E. (1999: 157-168) y Alaminos López, E.: 2014: 65).

Comienza el artículo con la advertencia de que “el extraordinario pintor José Gutiérrez Solana ya está establecido en Madrid para siempre […] en ese caserón de la calle de Santa Catalina, que es como la casa sobre el pedestal, porque hay que subir unas escaleras para llegar al portal de la casa”; vivienda que Ramón caracteriza, bajo la especie greguerística de su peculiar estilo, como “la casa de los relojes […] carcomida por innumerables carcomas al oír el palpitar de los relojes” imagen –la de la carcoma– que denota no solo el paso del tiempo sino el emblema barroco de las postrimerías del Barroco tan gratas al pintor que condensaría en el dibujo para el exlibris “Nemini Parco / Memento mori” (“A nadie perdono” / “Recuerda que has de morir”) (ca. 1920), utilizado en el libro La España negra. Como advertirá al final de la segunda parte de este extenso artículo, Ramón se considera a sí mismo como “ya un poco el “cicerone” de aquel caserón” que es tanto como afirmar el “cicerone” de su pintura pues describe al artista en su intimidad.

Ramón se demora con complacencia en los juguetes mecánicos que adornan la casa. “Los juguetes mecánicos –apunta Ramón– abundan en la casa de Solana”. Y enumera algunos de ellos: unos chinos[4] “que hacen chocolate, el uno moliendo la canela en el profundo almirez, y el otro amasándola ya, como a lo largo de la tabla de lavar”; una muñeca “vestida de azul Nattier, que mueve la cabeza y el abanico al andar, y va dejando una estela de notas de música detrás de su polisón, y a la que [él y su hermano] llaman la Eva Futura en recuerdo de la de Villiers de L´Isle Adam; dos clowns “que también al son de una música de hilo de seda, se mueven y sostienen en el extremo de un palo un plato que da vueltas como el de los japoneses en la punta de sus junquillos” y un fanal de reloj con un paisaje pintado en él (una escena marina) “en la que los barcos de bulto se mueven sobre un mar palpitante, tan verdadero como el mar más verdadero, el mar de teatro”. Al final del artículo se refiere también a otro juguete que, por lo dicho, parece combinación de teatrito para niños y linterna mágica: “tiró de la embocadura de una especie de teatro de los niños, y después de encender una vela y colocarla detrás de un oscuro papel continuo y agujerado con alfileres, apagó la luz y fue fantástica la “bobina” de cielo que fue descubriendo poco a poco”.

Es curioso que Ramón al comentar cómo el pintor va poniendo en funcionamiento esos juguetes señale que “todo parece moverse en la casa de Solana después que funcionan los juguetes”, afirmación que hace más llamativo el contraste entre lo estático de su pintura y el movimiento de los juguetes con los que el pintor parece complacerse cuando por fin consigue darles cuerda: “cuyas llaves lleva el pintor a la cintura unidas a las de los relojes, numeroso manojo en que le cuesta trabajo encontrar la de cada uno, que tiene que ser la de cada uno, porque son como las llaves diferentes de cada alma, no vulgares llaves de cualquier cosa”. En cuanto a los relojes, “los altos y opulentos relojes de caja de Solana”, destaca Ramón que “las lentejas de los péndulos de todos estos relojes parece que siegan la vida, que la van partiendo en pedacitos” y reseña que “en algunos de ellos suenan las ‘oraciones’ una vez al día, a las once de la noche generalmente, con un repique solemne y con un son latonero de campana de catedral”. También se refiere al inevitable reloj de cuco, salvo que el “el reloj de cuco de Solana no es de cuco solamente, sino que tiene también una codorniz, y entre ese y los demás, el más raro es ese cuya ventana se abre y aparece un trompeta de garganta seca, que da la hora tocando su trompeta ronca, bronca, atascada por todo el polvo del pasado”. Sonoridades que podemos poner en conexión y afinidad de intereses lúdicos con la jaula y “el pajarito mecánico” que Ramón adquirió en Le Paradis des Enfants en la rue de Rivoli en París que tenía en su despacho (Alaminos López, E.: 2014: 99), objeto que afortunadamente se conserva (y funciona) todavía en aquel instalado por mí en el Museo de Arte Contemporáneo de Conde Duque.

En el prólogo a la biografía de Gutiérrez Solana por Ramón, este reproduce una cita del hispanista francés Jean Cassou, extraída de un estudio que este le dedicó al pintor en abril de 1927 en la revista L´Art et les Artistes, en el que se refiere a esa casa en los siguientes términos: “Solana vive en una casa toda vibrante de un número incalculable de relojes y juguetes mecánicos. Es ahí que concentra todo lo que sabe de la vida misteriosa de las cosas, de sus tristezas, de sus desarreglos, de sus amores”. Pero más interesante que esta observación es el paralelismo que Cassou establece entre ambos creadores y su ciudad, Madrid: “El pintor José Gutiérrez-Solana y su amigo, el escritor Ramón Gómez de la Serna, se han propuesto dar de Madrid, de España y del mundo diario una imagen nueva, a la vez patética y burlesca. A ese gran Madrid, demasiado grande y demasiado moderno […] Han registrado todos sus barrios, y de los más humildes y de los más vulgares han sabido extraer todo un baratillo extravagante […]” (Gómez de la Serna, R. [1944], 1972: 8).

El resto del artículo de Ramón se ocupa de nuevo de algunos rasgos de la personalidad del pintor, a alguno de los cuales ya se había referido anteriormente, como el de su condición viajera: “Solana siempre acaba de venir de un viaje por pueblos de esos por los que solo pasan las diligencias, y a veces de esos a que hay que ir a pie. Su última excursión de esas ha sido a la auténtica Lagartera” o “Solana ha sido siempre un gran aventurero de las excursiones”; o el haber sido ocasionalmente torero: “ha sido torero, y torero de verdad en una de sus correrías, torero con traje de luces y altura suficiente […] se decidió a esperar el toro al salir del toril, a pie firme, arrostrando ese primer envite al salir del parto del toril, y realizado su ideal se cortó en seguida la coleta” o, por último, su más que afición al tabaco y la bebida: “fumador inacabable de pitillos –tiene la boca llena de colillas–, dice grandes y aplastantes verdades entre docena y docena de pitillos y copa y copa de coñac, pues siempre hay a su vera un par de grandes botellas, como si fuesen candelabros para encima de los veladores”. Solana se va exaltando a medida que las fuentes ambarinas del coñac van añadiendo a su alma cepas como en un viñedo, y acaba entonces recordando trozos de ópera para reforzar alguna frase: “Eso es como aquello de: “La tortiglia está preparata”. (Malo cuando las citas de Rigoletto menudean)”. Aunque este último rasgo “retrata” sin prejuicio ni moralina ninguna un aspecto de la personalidad del pintor, Ramón concluye con una apreciación sugestiva sobre su pensamiento: “solo habla para definir lo que ve, o en lo que incongruentemente piensa, y para dar alguna señal más de cómo es lo que es”, juicio que está más estrechamente vinculado de lo que parece con lo que Solana pinta y escribe o, si se prefiere, con el modo en cómo escribe y pinta.

La segunda parte de este extenso artículo, ‘Nuevas palabras sobre Gutiérrez Solana’, versa sobre su labor de escritor y algunos aspectos de su pintura –el color y la paleta, el talento, los temas tratados– y además contiene algunos juicios de Ramón sobre cuadros concretos. De nuevo destaca Ramón que “Solana es un escritor formidable, que ha encontrado los bajos de las cosas y que ha hallado piedras talladas espesísimas de realidad y de expresión”. Caracteriza su letra como “letra de hidalgo de pueblo, de esa letra de la que solo se encuentran trazos en las cartas antiguas que hay tiradas en los desvanes de la casa solariega, o en los folios de los testamentos. Desde luego, no es la de Solana esa letra llena de guasita, de banalidad y de superficialidad con que escriben casi todos casi siempre”. Y en este contexto, hace una referencia a Quevedo.

Nuevamente Ramón establece una equivalencia entre la escritura y la pintura de Solana en los siguientes términos: “El mismo gran escritor que es, le lleva a ser gran pintor”, para pasar a renglón seguido a consideraciones específicamente técnicas relativas al color. Aquí introduce Ramón un juicio paradójico, pues hace prevalecer la mirada del escritor sobre la del pintor. Y así, proclama un parangón simbólico entre el color espeso de su pintura con la espesura de la tinta que el pintor utiliza para escribir, espesura que equivale aquí a la densidad de su prosa. No es baladí que Ramón se refiera a la tinta porque él mismo tuvo siempre como lema que escribía con su sangre y por ello utilizaba tinta roja en sus manuscritos. Esta imagen (de lo negro y lo espeso) ya la había utilizado Ramón con relación al dibujante Garza Rivera en un artículo aparecido también en La Tribuna el 2 de marzo de 1920 (núm. 2.987, pg. 7): “Garza, viajero del desierto, explorador de los caminos intransitados, gasta la tinta china más densa del mundo, la que tiene el negro más estupendo de los negros, el negro con que se pintan los recordatorios o las márgenes de las esquelas de defunción”. En la alusión al uso del negro por Garza Rivera –escribí a propósito de este artista pombiano olvidado– ve Ramón signos biográficos del mejicano: “de sus inquietudes, sus desconsuelos, y esos estados de muerte que le entran muchas noches, noches tétricas en que se queda muerto, silencioso, amarillo, los ojos abotargados y medio cerrados, la boca con el rictus y las boqueras de la muerte” (Alaminos López, E.: 2021). Y esta referencia a lo negro en Solana, que también parece contener una dimensión biográfica, la pone Ramón en relación, acto seguido, con las pinturas negras de Goya: “para pintar lo más grave de su obra, los frescos de su quinta, al otro lado del Manzanares”. Esa crudeza “en el resultado del color” la confirma Ramón con una imagen cuando califica de “ardiente” la paleta de Solana “llena de pastas magras, un poco resecas, apelmazadas, enjutas, aunque carnosas, tanto, que parece llena de las cosas que hay en las casquerías, y pinta mojando en vez de en colores en desperdicios humanos, si los hubiese, como hay desperdicios de gallina…”. No en vano también en este sentido establece una relación entre el pintor y el aguafortista, quien “siempre en la prueba final se encontrará algo que hace perdurar como nada, la visión de una cosa”. En cuanto a la genealogía pictórica de Solana abre aquí Ramón el arco y propone filiaciones con otros artistas de la pintura española: “Ese talento pictórico hirsuto, agrio, rebelde, tenaz, testarudo, sordo, que en vez de acariciar lo que ve lo agarra, es el talento de nuestros más firmes pintores españoles, Moro, Carreño, Zurbarán, y por bajo de sus colores vivos de los trajes y las capas de una época, el mismo Goya, y después Alenza”.

También se ocupa en este artículo de los temas que Solana muestra en sus pinturas y se refiere de manera concreta a uno de sus últimos cuadros, el de La peinadora barata (1918). Ramón confirma que Solana “no [es] pintor de un solo tema […]  no es solo el pintor de las beatas, de los Cristos, los flagelantes y la luz de los cirios” como se podrá comprobar en una exposición que prepara para el otoño. En 1920, Solana participó en las siguientes exposiciones: Exposición Nacional de Bellas Artes, en el Primer Salón de Otoño. Madrid (octubre) y en Exhibition of Spanish Paintings. Royal Academy of Arts. London (noviembre, 1920-enero, 1921). En cuanto al cuadro de La peinadora, “cuadro con figuras de tamaño natural […] en el que no hay tormentos de la inquisición ni monomanías religiosas” lo califica Ramón de “cuadro somero” y pondera su equilibrio como “más visiblemente racional que en ningún otro cuadro”. Así mismo ofrece al lector una descripción literaria del cuadro, algo enrevesada, propio de su estilo periodístico, a veces, en los siguientes términos: “Ese interior de peinadora pobre y sofocado que lucha en camisa –como las cigarreras– a brazo partido con las cabezas que exigen un buen peinado, habiendo que desenredar y alisar mucho los cabellos, dándoles muchos pases de peine, peineta y cepillo, pases magnéticos que acaban por dormir a la paciente con ese sueño resignado en que está metida la peinadora frente al verde espejo pobre, de marco de esquela de defunción, el puro espejo de a peseta”. Obra esta que García Fillol calificaría de “cuadro conmovedor y a la vez repugnante” (Gil Fillol, L.: 1920: 6).

También cita Ramón en este artículo otro cuadro importante de Solana, que, por lo escrito, deducimos se lo ha enseñado el pintor en su casa y que, sin título todavía, lo describe de la siguiente forma: “la visión del puente de Segovia, destacándose en primer término, y sobre el gránulo fondo de las casas del fondo, el insuperable carro de la carne que luce fuera, en la misma luz del cielo raso, los enormes rosbif de todas las vacas abiertas en canal y descortezadas de mantecas para que se las vean las entretelas. ¡Gran cuadro español para un pintor español y para la envidia de todos los pintores extranjeros! […]”. Se trata de una obra maestra, El carro de la carne (1919) (Museo de Bellas Artes. Bilbao) en la que Solana sintetiza varios de sus temas predilectos: los oficios, la naturaleza animal –aquí muerta y viva– y Madrid (un Madrid connotado aquí por esa fisonomía cuasi preindustrial simbolizada por un caserío humilde y la chimenea humeante).

Entre septiembre de 1920 y enero de 1921, Ramón publicó en el periódico La Tribuna varios artículos dedicados al Rastro madrileño ilustrados con dibujos suyos en los que, como he comentado en otro lugar, se advierten muchas correspondencias gráficas y temáticas entre ambos autores (Alaminos López, E. (2020). Primero, la pasión por los objetos vulgares de aquel entorno urbano; segundo, cierta fijación, casi obsesiva, por resaltar detalles concretos que acaban por crear, avant la lettre, una imagen teñida de cierta atmósfera surreal. En una de aquellas ilustraciones, Ramón dibuja uno de esos maniquíes, de los que habla Gutiérrez-Solana, con el pelo lacio y desigual, al que ha colocado un sombrero de plumas en lugar de una blusa o falda (Gómez de la Serna, R.: 1921: 3). A este tipo de maniquíes de cera se refiere también Ramón cuando los compara con la Fuente Egipcia –que aún la podemos ver instalada junto al Estanque del Retiro–: “La estatua es bonachona, es franca, y mira con esa mirada litúrgica y triste de no poder abrujar, que tienen las ‘Estellas’ que se exhiben en las barracas de feria, solo con cabeza y un poco de cuerpo, el cuerpo en forma de gran peonza, como el de las cabezas de peinadora, de cera, con senos y sin brazos” (Gómez de la Serna, R.: 1920: 8).

En 1918, José Gutiérrez-Solana había pintado el óleo La peinadora en el que representó cuatro de aquellos maniquíes alrededor del grupo formado por la peinadora y la mujer sentada a la que esta está peinando. En Madrid, escenas y costumbres. Primera serie (1913), Solana incluye el artículo ‘Lola la peinadora’ dedicado a un taller de peinado de los barrios bajos a donde –escribe- iban a peinarse “mujeres muy garbosas, de los barrios de las Injurias y de la calle de Cabestreros”. Dos de esos maniquíes, a los que fue tan aficionado el pintor, ocupan la parte inferior de la composición del cuadro, a derecha e izquierda. El de la derecha, está representado frontalmente como el de Ramón en su dibujo. En el ángulo superior izquierdo, Solana pintó un maniquí de espaldas que muestra un armazón de mimbre prácticamente igual al dibujado luego por Ramón. También en el dibujo de Ramón apreciamos una coincidencia con la descripción literaria (y también pictórica) de Solana acerca del “pelo sucio y caído por los hombros. Ramón ha hecho mucho hincapié por representar ese pelo sucio y lacio y la mirada muerta o siniestra del maniquí al tiempo que ha utilizado trazos de distinto grosor para describir y trasladarnos las características materiales de esa carcasa de mimbre” (Alaminos López, E.: 2020). No creemos que se trate de una mera coincidencia objetual sino de una forma de homenaje por parte del escritor al pintor.

El quinto artículo de Ramón está dedicado al célebre cuadro de la tertulia de Pombo, ‘Variaciones. El cuadro de la tertulia’ publicado en La Tribuna el 24 de agosto de 1920, número 3.137, pág. 6, ilustrado con una imagen del cuadro en la que aparece, por primera vez, en el pie de la fotografía que lo ilustra tanto el título primigenio del cuadro como los componentes de la tertulia[5], denominación que venía a subrayar el propio título del artículo. Desde la primera línea, Ramón es taxativo respecto de la necesidad interna de esta obra con relación a su tertulia. Reparemos en que en el pie de la ilustración se llama al cuadro La tertulia de Pombo y no como se viene conociendo en los repertorios y en el museo que lo alberga y conserva, el MNCARS, La tertulia del Café de Pombo. Lo que se trata de efigiar no es tanto la tertulia de un Café, en este caso el de Pombo, como la tertulia ramoniana, a su artífice y a varios de los compañeros fundadores con él. También el crítico de arte de La Tribuna, Gil Fillol se refiere a esta obra como La tertulia de Pombo y vierte además en su artículo un juicio, aunque contradictorio, a tener en cuenta sobre Solana y esta obra concreta (Gil Fillol, L.: 1920: 6).

Esta manera de designar al cuadro la mantuvo Ramón en su biografía de Solana, pero le añadió una nueva referencia alusiva al Café: “La tertulia de Pombo. (Gómez de la Serna, en pie). Café de Pombo Madrid” (Gómez de la Serna, R.: 1944: 190; e ilustración núm. 35). Incluso, muchos años después en la revista Índice de artes y letras, un monográfico dedicado al escritor, aparece reproducido el cuadro con el pie: “Tertulia de Pombo, el famoso cuadro de Gutiérrez Solana” (Gómez de la Serna, R.: 1955: 9). Igualmente en este número de la revista se reproduce (pg.10) una fotografía de Ramón sentado junto al cuadro, pero con el escueto pie: “Ramón ante el cuadro de Solana”, curiosa “imagen especular” esta última, de un Ramón al que le separaba de su “joven” efigie un hiato de treinta y cinco años.

En este sentido, como decimos, Ramón fue taxativo: “La tertulia de Pombo necesitaba su cuadro y su pintor”. Implícitamente Ramón está asociando esta obra con otras precedentes cuya temática, de larga duración diríamos, son los retratos de grupo de escritores, poetas y artistas que le precedieron, sobre todo franceses, pero no únicamente. Por eso añade a continuación: “No podía ser ese cuadro frívolo, rápido, esbozado, falso, porque iba a ser un cuadro mirado profundamente y buscando en él otro sentido que el de la superficialidad o el retrato El ambiente de Pombo es lo que había que salvar más que nada y los rostros serios, abstraídos de estar cada uno solo en ese ambiente del querido Café” (Alaminos López, E. 2020; Alaminos López, E. 2024).

Es interesante recoger aquí y ahora un juicio coetáneo sobre La tertulia de Pombo debido al crítico de arte de La Tribuna Gil Fillol al que ya nos hemos referido. En el artículo citado hace una consideración genérica sobre la pintura de Solana y otra concreta sobre este cuadro. En cuanto a la primera señala que en “el arte de Solana hay un desequilibrio entre la manera arbitraria y ruin de ver la vida y la fuerte emoción de expresarla en el lienzo” propio de un estado patológico que él atribuye a la personalidad del artista. En cuanto a lo segundo indica que “El cuadro de La tertulia de Pombo puede iniciarnos en esta observación. En La tertulia de Pombo –añade– todo lo objetivo es falso. Falsos los retratos por lo que deben de tener de parecido físico y por la monotonía que tienen de parecido moral; falsa la entonación de un subido matiz macabro; falsa la construcción de las figuras, acartonadas y rígidas, con rigidez de árboles; falsa la composición, que quiere recordar impropiamente las ‘Cenas’ apostólicas. Y no obstante –concluye–, La tertulia de Pombo sugestiona por su fuerte emoción, una emoción que no sabemos si proviene del sentimiento con que está pintado el cuadro o de un auténtico milagro de arte. Sin estar allí el ambiente de la ‘cripta’ de Pombo, se presiente, como si la Pintura tuviera la virtud de evocarlo. Sin ser aquellas figuras ni siquiera figuras humanas, no es fácil reconocerlas, animadas de vibrante vida. ¿Y qué es eso sino manifestación de un insospechado secreto pictórico que posee Gutiérrez Solana, tan imperfecto en conjunto? Si en este raro artista se pudiera dar el equilibrio, no cabe duda de que llegaría a realizar obras maestras” (Gil Fillol, L.: 1920: 6).

De nuevo Ramón acude a la genealogía artística, a Goya, y al color, para subrayar la importancia de esta obra: “Varios años han pasado esperando que Solana se decidiese un día a pintar ese interior de la cripta en un cuadro de tamaño natural, de más de tamaño natural, diría yo, por lo imponente que ha resultado después de hecho […] Gutiérrez Solana, con su gran paleta rota –verdadera rampa facsímil de la bajada del Rastro–, con sus colores de deshecho, colores viejos, tumefactos –los últimos tarros de color de Goya, amontonados, mezclados, como lo están los retales de las prenderías, ha trabajado en ese cuadro muchos días”. A continuación acude Ramón al anecdotario del cuadro para relatar la microhistoria de la obra, las horas de pose de los contertulios, las muchas y largas sesiones suyas, el momento de mayor inspiración del pintor, las horas del atardecer o el consumo de las botellas que aparecen en el espléndido bodegón, la de ron negrita o la de cerveza Mahou. Como experimentado y sagaz crítico de arte que fue Ramón se fija en un detalle esencial del cuadro: el del espejo con las dos figuras que hay en él: “Pero el día de la revelación fue aquel en que en el espejo aparecieron esas dos figuras que hay en él, y que son como nuestros abuelos ideales, los más simpáticos de nuestros abuelos. Esa idea del espejo entre el ventilador –gran moscarda de alas violentas– y la lámpara de la luz de gas fue la genialidad del gran pintor, que elevó la idea de la tertulia a una concepción más novelesca, sin necesitar salirse de sus atribuciones de pintor”.

Ese espejo lo calificaría el propio Solana de “prodigioso” y de “espejo cinematográfico, cuya luna patinada cambia constantemente de expresión; unas veces nos sugiere ideas antiguas, nos transporta a la época de Larra […]”. “Otras veces –escribe más abajo– , este espejo se rejuvenece, y en los calurosos días de verano, en los meses de julio y agosto, cuando las puertas del Café están abiertas, vemos pasar por ellas los tranvías iluminados y atestados de gentes, los automóviles silenciosos y ligeros y los coches de punto, tirados por estos caballos siempre viejos y cansados, y ya más en las altas horas de la noche, los transeúntes que cruzan por las aceras o el empedrado de la calle” (Gutiérrez-Solana, J.: [1920], 1998: 252-253). Valeriano Bozal ha insistido acertadamente en el hecho de que Solana “ha llamado la atención –en el epílogo a su España negra–, sobre el espejo, y si él lo hace de forma literaria creo que aquí –escribe– es preciso plantearlo en términos distintos: su pintura no solamente representa espejos en muchos cuadros, posee también la calidad de la imagen reflejada en el azogue del espejo, su densidad, su nitidez visual. El espejo del café de Pombo es algo más que una referencia anecdótica”. Para el historiador, “todos  los retratos de grupo [de Solana] se disponen en forma similar, como si los protagonistas posasen ante un espejo: el friso de figuras frente al espectador, independiente cada una de la que está a su lado, como en la pose para un fotógrafo […] en un ambiente que se reconoce con claridad, con la mayor precisión en los objetos, verdaderas naturalezas muertas que destacan la densidad material de las cosas, la densidad material, también, de las personas, de los intelectuales, burgueses, comerciantes retratados”. Miguel Pérez Ferrero ya apuntó en cierta forma esto mismo en su Vida de Ramón al señalar a propósito del primer libro de Ramón dedicado a su tertulia, Pombo (1918) que “al abrir sus páginas algunos de los verdaderos contertulios han experimentado la sensación de mirarse por primera vez al espejo” (Pérez Ferrero, M., 1935: 30). Parangón, por tanto, entre literatura y pintura, pues el mismo Ferrero subraya antes que en este libro ramoniano “la ornamentación, el mobiliario, la atmósfera misma, adquieren tal valor plástico que, desde el rincón de un Café en otro extremo del mundo, podrá sentirse contertulio cualquiera que tenga el libro entre las manos”.

“La iconicidad es patente en esta galería de retratos [colectivos o de grupo], intelectuales, ricos, beatas, mujeres de la vida que nos miran desde el friso en que han sido dispuestos […] que afirman presencias y lo llenan todo” (Bozal, V.: 2000: 555 y 542).

Entendemos así que ese espejo es como un aleph que une pasado y presente, la realidad imaginaria y la realidad circunstancial y en él se reflejan tanto los personajes (abuelos ideales) del XIX como las multitudes y el dinamismo nocturno de la vida cotidiana del siglo XX. Pasado y presente artísticos en el ámbito de la tradición y la vanguardia. Y como colofón, Ramón anuncia que “hoy, acabado ese cuadro descomunal, es secado definitivamente por el calor de agosto, y en septiembre será colocado en el salón de Pombo, –y será durante la noche de la cena, en honor del gran pintor y escritor José Gutiérrez Solana, retablo del altar mayor de la Sagrada Cripta…”. Esta última caracterización ramoniana del cuadro como “retablo del altar mayor de la Sagrada cripta” conecta con el principio del artículo en el que Ramón confirmaba que “La sagrada cripta de Pombo ya está llena de exvotos que hemos ido colocando todos nosotros día tras día”. No debemos olvidar la connotación de ritual que Ramón dio a su tertulia, al menos en sus comienzos, y la consideración de aquel ámbito seglar propio de catecúmenos, que “se están instruyendo en la doctrina y misterios de la fe” vanguardista.

Pero es que además, abundando en esto, Ramón debía saber que Solana pintó este retrato colectivo (que le encargó) sobre un lienzo en el que había pintado anteriormente una escena de altar como ha concluido el “Estudio técnico de La tertulia del Café de Pombo (2009-2010)” llevado a cabo por el equipo de restauración del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en cuyo análisis de la imagen radiográfica se “descubren bajo las figuras del Café de Pombo una pintura de carácter religioso”, pues “Solana reutilizó un lienzo sobre el que ya había pintado en formato vertical, una escena de altar”[6].

El epílogo escrito por Solana a su libro La España negra (1924), del que ya hemos citado una parte correspondiente al espejo que aparece detrás de la figura de Ramón, en el que se refleja una pareja sentada ante unos veladores con una botella de agua y un vaso en el mismo Café del Pombo decimonónico, podríamos considerarlo como el complemento a lo escrito por Ramón sobre el cuadro en este artículo de 1920. Solana rememora también el pasado histórico, el de la época de Larra, al que rinde homenaje en las figuras reflejadas en el espejo a través de la descripción de la vestimenta del personaje masculino: “los viejos con grandes levitones y las enormes chisteras, los fracs, las corbatas de muchas vueltas y los chalecos rameados, de los que cruzan las pesadas y largas cadenas de oro” (Gutiérrez-Solana, J.: [1920], 1998: 252). Vestiduras y ornamentos fácilmente identificables en el personaje masculino representado con levita, corbata de vueltas, chaleco y cadena del reloj. En cuanto a su acompañante, la mujer, lo escrito por Solana a continuación presenta menor concordancia con la imagen, y solo podríamos citar ese “color de plomo” de la seda del vestido y el “volante” o especie de valona en el arranque del vestido, así como una referencia al ineludible abanico que, en este caso, no es plumas como escribe el pintor.

Las apreciaciones del pintor con respecto a su cuadro se pueden resumir en varios apartados. Llama la atención que lo considere un cuadro “a medio conseguir, y ahora verdaderamente siento –escribe– el no haberle podido dar una forma más acertada y más decisiva”, idea que puede estar relacionada con lo que señala más adelante al echar en falta o al no haber podido incluir a otros personajes: “este cuadro resulta pobre; faltan grandes artistas” (Iturrino, los hermanos Zubiaurre, Bagaría, Maeztu, Rusiñol, Romero-Calvet, Victorio Macho) y “no puede dar idea ninguna de su animación –(la de la tertulia)–, de esas mesas que se van llenando de contertulios” (Vighi, Espinosa, LLovet, Jiménez Aquino, Heras, Guillermo de Torre, Alberto Hidalgo, Garza Rivera, Isaac del Vando-Villar, Pascual, Alcaide de Zafra, Pepe Argüelles y tantos otros”. Parece evidente que de haber incluido a tantos contertulios el cuadro hubiera recordado al de Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor (1846) del pintor romántico Antonio María Esquivel; cuadro “considerado como [el] máximo testimonio gráfico del ambiente intelectual bajo el reinado de Isabel II [que] reúne de forma ficticia –aunque fáctica, añadiría yo–, a las personalidades culturales más relevantes contemporáneas a Esquivel” (Museo del Prado, 2015: 172-173).

Pero el antecedente más inmediato que podemos señalar de La tertulia de Pombo, en el ámbito de la pintura hispánica, podría ser el  dibujo preparatorio para El café de Levante (1839) –“estudio para el cuadro que estuvo expuesto […] sobre la puerta principal de aquel Café”– de Leonardo Alenza, pintor que el propio Ramón trae a colación en el prólogo a su biografía de Solana, publicada en 1944, al emparentar a Solana con este pintor y dibujante romántico: “la muestra que este pintó para el Café de Levante –como el cuadro que dedicó Solana a mi tertulia del Café de Pombo– es una bandera de la vida cierta” (Gómez de la Serna, R.; [1944], 1972: 10). En el comentario de la ficha al dibujo de El Café de Levante que formó parte de la exposición Madrid hasta 1875… se llama la atención sobre el hecho de que fue adquirido por un extranjero y que Cruzada Villaamil “habla sentidamente de esta celebrada tabla, de la que ha quedado fama entre los artistas madrileños” (Catálogo: 1979: 341 y 421). ¿No habríamos de ver aquí, en las palabras de Villaamil, un hilo sutil que une la celebridad de aquella pintura con el deseo de Ramón por emularla en su propio Café?

No es baladí esta referencia de Ramón a Leonardo Alenza en este contexto pues los dibujos y temas tratados por este último –como escribió Juan Carrete Parrando– captaron con espontaneidad “la realidad […] de las gentes de los barrios madrileños […] en los que queda plasmado lo cotidiano y lo humilde” (Carrete Parrondo, J.: 1993: [18]). A Alenza también se le ha atribuido un “certero instinto de cronista”. ¿No es acaso el cuadro de Solana una crónica –permítaseme el juego de palabras– sincrónica en tanto que reflejo de la estructura de una tertulia, centrada en un momento dado, aunque selectivo? Por eso esta obra expresa tan directamente su significado de documento o acta notarial o, si se me permite el juego lingüístico, su condición de fuente primaria para la historia. Bien es cierto, sin embargo, que el estatismo y envaramiento de las figuras pombianas y solanescas contrastan con la agitación de las figuras y el movimiento de la escena del Café de Levante de Alenza. El propio Solana habla de “animación”, pero, sin embargo, la realización y la imagen son claramente estáticas, casi podríamos calificar la imagen más que de humana de imagen institucional; la institución de una tertulia que quiere ser referencial en el contexto madrileño de las tertulias. Y es evidente también, por la misma causa, que la composición del cuadro fue respecto de los contertulios selectiva y que mediante su comentario Solana se disculpa con los que no fueron seleccionados y efigiados. Las  restantes referencias al cuadro por Solana se atienen a la descripción de la figura de Ramón –“está puesto en pie y en actitud un poco oratoria, efusivo y jovial, un tanto voluminoso” (pg. 251); a su “cartera, esa buena amiga que siempre le acompaña llena de pruebas de imprenta y dibujos que hace para ilustrar sus escritos” sobre la cual apoya Ramón su mano izquierda (pg. 252); a los acompañantes: “Bacarisse, Coll, Bartolozzi, Cabrero, Borrás, Bergamín, Abril” (pg. 252), dejándose fuera él mismo, que se autorretrata en el extremo derecho del segundo plano bajo la luz de la lámpara de gas cuya “fisonomía objetual”, si nos fijamos detenidamente, muestra una profunda semejanza con una calavera, tema que Solana dibujó, grabó y pintó en numerosas veces y que podríamos ejemplificar, e incluso comparar, con la que aparece en la ilustración para la novela Florencio Cornejo con el lema “Hoy a mí mañana a ti” o en el exlibris “Nemini Parco / Memento Mori”.

Un pequeño apunte que ya subrayé en mi libro sobre Ramón y Pombo. Libros y tertulia (1915-1957) y que ahora asocio con la forma “cadavérica” que tiene la lámpara de gas pintada por Solana es que en Pombo convivían la luz del gas con las luces eléctricas, símbolo, sin duda, de la coexistencia de la tradición y la modernidad. “En Pombo luce el gas, el suave gas que hace sostenible la mirada a la luz” bajo la cual –escribe Ramón– “todos resultamos embadurnados como de polvos de gas, pálidos, cresotados, convertidos en blancos espíritus con los ojos brillantes y suspendidos”, como apreciamos en el cuadro de Solana, La tertulia de Pombo, al que quizás esta descripción ramoniana le pudo influir para conseguir esa atmósfera inquietante y gélida, sombría se ha dicho, que nos transmite el cuadro de la tertulia” (Alaminos López, E.: 2020: 26). Atmósfera gélida e inquietante que se plasma gracias a la conjunción de distintos signos: la luz mortecina proveniente de una lámpara con “rostro” de calavera, reforzada e intensificada por la tonalidad negra de los trajes y corbatas de los tertulianos (excepto el de Solana algo más grisáceo); el ancho marco negro del espejo; las vestimentas igualmente negras de la pareja que se refleja en él; los respaldos de las sillas del primer término y algunos de los objetos que forman ese formidable bodegón de la mesa; la contra cubierta de la primera edición de Pombo (1918) que sostiene Ramón con su mano obra del dibujante Romero-Calvet; las irisaciones negruzcas de la botella de Ron “Negrita” o la caja de cerillas que reproduce la imagen del cuadro de Goya, Una manola: doña Leocadia Zorrilla (1820-1823) perteneciente al ciclo de las Pinturas negras calificadas así por “el uso que en ellas [Goya] hizo de pigmentos oscuros y negros y, asimismo, por lo sombrío de los temas” (Museo del Prado, Catálogo en línea).

Esta atmósfera “sombría” y “austera” del cuadro se ve también reforzada por la descripción literaria de Solana cuando recuerda también que “al lado de este cuadro están otros míos más antiguos –recordemos que el pintor está hablando del cuadro cuando todavía está en su casa antes de ser colgado en septiembre en la Cripta pombiana–. Aquellos son procesiones de los pueblos encapuchados, cirios, escenas de pobres y hospitales, cuadros negros y tristes, y que a estas horas de la noche parecen serlo más” (Gutiérrez-Solana, J.: ([1920], 1998: 253). Quizá esa tonalidad apagada fuese más acuciante o resaltaba más mientras el cuadro estaba colocado sobre las paredes de la casa del pintor. El resto del comentario solanesco se cierne sobre una carpeta con láminas [estampas] y dibujos de artistas del XIX fundamentalmente que le distraen “de los malos humores”, la referencia a algunos de los cuadros colgados en las paredes y a una vitrina “llena de figuras mejicanas […] hechas de cera”. No deja de ser muy interesante cómo el cuadro de La tertulia de Pombo fue objeto de comentarios entrecruzados entre el comitente, Ramón, y el artista, Solana. Respecto de los trajes de los efigiados, Andrés Trapiello los califica de “traje funeral” y propone –desde la significación que tiene el negro para Solana– que si se cambiase “el traje funeral de los presentes […] tendremos no una tertulia de escritores e intelectuales, sino una cuadrilla de toreros y ganaderos, con Ramón, como picador, al frente” (Trapiello, A.: 1998: 16). Eugenio Carmona ha comentado que en el retrato de los contertulios resalta el “aire de vivir una fantasmagórica noche pasada de moda, sin ningún rasgo que los identificara entre las avanzadillas del siglo XX” (Carmona, E.: 2004: 151). Este aspecto ya había sido señalado de forma alusiva por su biógrafo Manuel Sánchez-Camargo al comentar que Solana “acude a la tertulia de Pombo, y deja a los principales tertulianos inmortalizados en el célebre lienzo, como esperando algo que no llega, una cita imposible” (Sánchez-Camargo, M.: 1953: 23-24).

El último artículo de esta serie, ‘Variaciones. ‘La España negra’ de Gutiérrez Solana’, ilustrado con el cuadro Los miserables, aparece publicado en la Tribuna (nº 3.237, págs. 6-7) el 18 de diciembre de 1920, en el que Ramón contrapone el libro de Solana al publicado hacía años por el poeta belga Émile Verhaeren y el pintor Darío de Regoyos en 1899, España Negra. Califica Ramón este último libro de “más un fantasma que una obra”, poco conocido, y lo enjuicia como “impresión de España escrita por Verhaeren en una revista belga y unas páginas de Regoyos, además de unas ilustraciones estupendas desde perspectivas naturales y extrañas”. De este último, pintor al que admiraba, escribiría Ramón un artículo muy elogioso, ‘Variaciones. Regoyos, el asomado’, en el mismo periódico, el 4 de junio de 1921 con motivo de una exposición suya en el Palacio de Bibliotecas y Museos de Madrid (Alaminos López, E.: 2021: 153-155). Con respecto al poeta belga subraya que “le chocaban en España las oscuridades de los pueblos”, que se sentía atraído por las funerarias y los ataúdes, y que un día “que sale solo por Madrid no puede contenerse y le pregunta a un conductor de tranvía por dónde podía él encontrar una funeraria”. Por el contrario, opina que “Gutiérrez Solana frente a ese libro superficial y vago, aunque intencionado y de ilustraciones magníficas, ha querido escribir otro libro, en que por caminos diversos resultase pintada la misma ‘España Negra’ con más extensión y en viaje más largo”. Enumera los pueblos y ciudades por las que el pintor madrileño ha pasado y recogido en su prosa: Santoña, Valladolid, Segovia, Ávila, Oropesa, Lagartera, Tembleque, Plasencia, Calatayud, Zamora, y apunta que “por un momento hemos vuelto a ver las grandes piedras de la vida, sus esquinazos, sus torres, sus mojones, sus naturalismos pintados por este hombre sobrio, escueto y enjuto, de una incorreción genial […] Ese hombre tan antiguo que es Solana, ese gran cazurro que tan cauto es, ha escrito el libro más moderno sobre España […] admirable libro […], paralelo a su admirable obra de pintor”. Frente a la literatura extranjera que se ocupa de nuestro país, ejemplificada aquí por Verhaeren, Ramón cede la primacía a Solana porque alcanza esa expresividad literaria por el “el dominio de la paleta oscura que tiene […] y su don de escritor, dueño de un buen material de palabras enterizas y reales [que] han hecho que Solana consiga escribir un libro impresionante, oscuro, de forastero español en lugar de ser el forastero extranjero que ha solido escribir esos libros”. En definitiva, lo que está apuntando Ramón con sus palabras es el trasvase “natural” entre prosa y pintura o pintura y prosa, tanto monta, o si se prefiere en palabras de Andrés Trapiello “no solo traducción de la realidad, sino la manera sentimental de acercarse a ella y la manera temperamental de contárnosla” […] conformando “un mundo plástico de indudable carácter” como pueda ser el barojiano, el ramoniano o el lorquiano, “sin duda –con el solanesco– los más significativos” (Trapiello, A.: 1998: 11).

Gran parte de los artículos que hemos comentado hasta aquí, los volcará Ramón –bajo ese criterio suyo tan común y extendido de reutilizar textos publicados en la prensa periódica para confeccionar libros– en su biografía dedicada al pintor, José Gutiérrez Solana publicada en Buenos Aires (Gómez de la Serna, R.: 1944). No vamos a detenernos aquí en remarcar, a la manera de un filólogo, lo reutilizado con o sin variantes, sino señalar simplemente algunos aspectos de ciertos capítulos del libro que nos parecen interesantes, así como las fuentes de que se vale Ramón para emitir sus juicios.

En el prólogo –cito siempre por la edición de Picazo– Ramón inserta una cita del hispanista francés Jean Cassou a la que ya hemos aludido a propósito del registro que ambos, Ramón y Solana, hacen de la vida que discurre por los barrios más humildes de aquel “gran Madrid, demasiado grande y demasiado moderno” en la línea de lo que ya habían hecho otros autores como, por ejemplo, Azorín en La voluntad o Pío Baroja en La busca, y cuya genealogía se puede remontar, ya hemos citado un caso, al pintor Leonardo Alenza. Así señala Ramón el “parentesco de aficiones” entre ambos – y pone como ejemplo también el Rastro– que “hace que yo pueda escribir sobre su pintura con cierto conocimiento de causa” (pg. 8). Califica al pintor de “vidente de realidades” (pg. 12) y afirma que tener un cuadro de Solana es tener “[un] balcón real que da a la realidad pero no solo para alcanzar la impresión de la realidad” (pg. 9). El mérito de Solana para Ramón es que “ha dotado a España de unas imágenes perennes e imponentes […] No se trata de un castizo que exagera lo español, sino de un comprobador que sabe que no somos más que eso, y eso ¡con cuantísimo carácter!” (pg. 15) en tanto en cuanto “lo que hace Solana es la reconstrucción, la reintegración de lo agusanado”. Es decir, una mirada que va mucho más allá del almibarado costumbrismo tanto en literatura como en pintura. Ve en el pintor una mezcla de lo romano, lo mozárabe, lo morisco, lo judío, todo unido a una indianidad –mexicana– y todo conglomerado y aglomerado por una castellanía que viene del único puerto de mar que tiene Castilla, de Santander” (págs. 16-17). Con respecto a esa indianidad, Ramón subraya que “ha influido mucho en él una colección de minerales y caracolas de las Américas que tenía su padre en baúles que solo repasó (…) cuando su padre hubo muerto” (pg.13). El prólogo concluye –tras referirse al “palurdismo” y “barbarie” del pintor como disfraces de su personalidad– con una amonestación a los críticos que “no darán su brazo a torcer, pues han establecido que solo es pintor de cosas macabras” (pg. 25), aunque en este capítulo cita al crítico y escritor Joan Merli Pahissa, exiliado en Buenos Aires, del que recoge la siguiente frase: “la gran tradición se refugia en la paleta de José Gutiérrez Solana que es el único pintor español actual que tiene el sentido de lo trágico, y que siente la españolísima sensualidad de la pintura” y a Francisco Alcántara del que trae una cita a colación de su colorido, “el más misterioso y atrayente que se ha realizado después de Goya” (págs. 11 y 19). De cosecha ramoniana es este otro juicio: “su pintura es la del gran párrafo frente a las comas del impresionismo” que, considero, un gran acierto interpretativo. Para Ramón, Solana es un pintor al que “la eternidad de lo cotidiano le embebe”, juicio que pareciera que se lo aplica a sí mismo el escritor.

En el capítulo dedicado a la “genealogía y los primeros pasos” entrevera Ramón, como a lo largo de todo el libro, datos biográficos con apreciaciones subjetivas. Entre los primeros, vuelve a la carga sobre sus “antecedentes mexicanos” y alude al “revuelto despacho” del padre donde se despliegan en desorden “las anatomías, las botellas de Leyden y las colecciones mexicanas de ídolos y de figuras de cera, además de las cajas de minerales y que tanto han de influir en su inspiración de artista” (pg. 30). Se refiere también –podría parecer una simple anécdota, pero es algo más– a su “tío, el pintor y profesor don José Palma [que] al saber su propensión al Arte, le hizo dibujar una oreja de memoria y cuando vio cómo hacía el ‘laberinto auricular’ le dijo: ‘Puedes matricularte’, y se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios” (pg. 30). Recoge fechas de su paso por las instituciones artísticas y su primera exposición, en 1907, en el Círculo de Bellas Artes donde expone el cuadro, entre otros, Per sécula seculorum, “que producen escándalo en el público”. Como testigo presencial, un joven Ramón de diecinueve años, recuerda, bajo esa especie yoista que le caracteriza en sus biografías y escritos periodísticos en general, “no me olvidaré de ellos, sobre todo del que se titulaba Per sécula seculorum. La atmósfera secular de España mostraba su altar atormentado y entre bustos relicarios y beatas en frenesí, se veía la imagen de frente abrupta del aguafuertista Ricardo Baroja que no se sabía bien qué podía estar haciendo allí. Un pintor joven aparecía testificando sobre la España tétrica –otra cosa que la España religiosa y grande–, la España que se había quedado raquítica, perlática y escuchimizada” (págs. 30-31). Lo de la otra España, “la España religiosa y grande” hay que entenderlo en función del contexto político del momento en que publica la biografía de Solana y de la actitud que Ramón quería proyectar desde Buenos Aires hacia la España franquista de aquel tiempo. Sobre esta primera exposición solanesca recoge en el capítulo tres críticas de época: la de  Francisco Alcántara publicada en El Imparcial el 3 de enero de 1907 referente a ese cuadro; la de José Nogales en El Liberal del 1 de febrero de 1907 también referida al mismo cuadro y la de Corpus Barga en El País de 31 de octubre de 1907, pero, esta última, referida a otra exposición “a la que en aquellos mismos días celebraba Solana en [la] tienda de marcos del señor Iturrioz [en la calle de Fuencarral nº 20], dentro de una  exposición de caricaturas inaugurada por la revista Por el Arte que tiene un saloncito del crimen, “donde están los cuadros de Solana, con dos aguafuertes de Ricardo Baroja, y unos dibujos de Fortuny, entre otros” (pg. 34).

La reseña de Francisco Alcántara pone en boca de “un modernista” que la obra en cuestión representa lo que “los extranjeros llaman la España negra” (bustos de santos, exvotos, Cristo ensangrentado (…) figuras atrozmente desdibujadas, clérigos y devotos (…) una mezcla de “mística parda y terrorismo ultramundano”; la de Nogales resalta que se trata de un cuadro “que mueve la bilis del apacible concurso, el lienzo es una pesadilla. Creo, aunque no estoy seguro, que el autor ha querido dar forma a esa horrenda religiosidad española que crispa los nervios y eriza los cabellos del extranjero”. Ambos, Alcántara y Nogales aluden también a El Greco al considerar el fondo de la obra.

La más interesante sin duda es la crítica de Corpus Barga, en la que apunta que “un cuadro de Solana es una especie de relación; algo filosófico, producto de un pensador fuerte y duro” y que se trata ya de un pintor “que está en condiciones de producir una obra sencillamente colosal”, como así fue. Además de subrayar que Solana ha pintado muchos cuadros de tema religioso –en esta exposición presentó Degollación de los santos Emeterio y Celedonio (cuadro conocido también por el título Per sécula secolorum) y una procesión de un pueblo– se refiere también a otros asuntos que orbitan en torno a Madrid, un tema constante de su pintura y de su escritura, como “unas mujeres con mantón y chulos, en las afueras de Madrid” y una “capea en las Ventas, de noche” en la que se ve pasar un tranvía eléctrico a lo lejos. Al escribir esta reseña de la exposición, Corpus Barga certifica la importancia que tiene la pasión de Solana frente al mediocre diletantismo del momento (págs. 33-35). Ramón en este capítulo subraya la conexión Corpus Barga, tío suyo, con Valle-Inclán para para introducir el tema de la tertulia del Café de Levante donde “Solana va ya consagrado [pero] donde no le acaban de comprender aunque le admitan. Le hacen rabiar. Valle-Inclán a veces se ensaña con él y a veces le deja hablar y le admira”. Y este hecho le sirve a Ramón para diferenciar la presencia de Solana en Pombo: “Así como cuando llega la época de Pombo yo creía en él y hacía que todos creyesen en él, [y] salía de mi tertulia estimulado” (pg. 36). Sobre la tertulia del Café de Levante (y su precedente, la del Café de Madrid) han de leerse las páginas que Ricardo Baroja ha dejado escritas sobre ella y la nómina de literatos y artistas que por allí pasaron (Baroja, R.: 1989: 98-101). En nota a esta edición, Pío Caro Baroja señala que “Ricardo Baroja fue uno de los mayores defensores que tuvo Solana cuando comenzó sus primeras exposiciones” (pg. 93). En la exposición que reseñó Corpus Barga, Ricardo Baroja expuso dos aguafuertes. El lector interesado en la recepción crítica de Solana puede consultar ‘Estudio y catalogación de su obra’ (Alonso Fernández, L.: 1985) y la ‘Antología de textos’ incluida en el catálogo de la exposición José Gutiérrez Solana (González Escribano, R.: 2004: 279-333).

El siguiente capítulo de la biografía de Ramón lo titula ‘Vivir y pintar’, en el que habla de la geografía madrileña del pintor, algunos de los lugares por donde se mueve: “bailes de las afueras, merenderos y museos […] como el solitario y destartalado Museo Arqueológico”, acompañado de su inseparable hermano Manuel del que Pío Caro Baroja anota que le apodaban cariñosamente El Gasógeno, “porque marchaba por las calles de Madrid, detrás de su hermano como un ‘gasógeno’” (Baroja, R.: 1989: 93). El deambular por Madrid –por un cierto Madrid, el de las afueras y los suburbios, en aquellos tiempos de entre siglos– imprime carácter. Pío Baroja y Solana son dos casos paradigmáticos en este sentido: en su literatura y en la pintura. “En Madrid –escribe Ramón– Solana comprendió la fuerza de la realidad española, el sentido popular de lo ibérico […] exaltar la fisonomía de la vida y abundar en sus detalles bajo una fiera luz” (pg. 46). Las Ventas del Espíritu Santo y el cementerio del Este son dos ejes fundamentales de su itinerario madrileño. “Todos los domingos van los Solana a las Ventas del Espíritu Santo […] al ir allí se iba a un despeñadero de polvo fino […] las mujeres del polvo y del pueblo vivían allí su credulidad, su puerilidad, su vanidad […] se saturaban –sobre todo don José que lo necesitaba– de gallinejas y realidad […] Don José pronto se encalabrinaba […]. Había visto una moza […] arrebatada, orgullosa de sus pedazos, pieza anatómica […] bebían en aquellos merenderos que enfrentaban el cementerio del Este porque leían en el cartelón de entrada: ‘Más vale beber aquí que estar ahí’ […] cuando llegaba a su casa después de haber pasado la tarde en las Ventas del Espíritu Santo pintaba […] o escribía un capítulo para el libro que iba a publicar”, por ejemplo, el titulado ‘Baile chulo en las Ventas’ de su libro Madrid, escenas y costumbres. Primera serie (1913), que Ramón reproduce íntegro a continuación (págs. 46-57). La atmósfera que refleja Ramón obedece a una pulsión cuyos ejes de abscisas y ordenadas corresponden a Eros y Thanatos. La antología que se puede confeccionar de aquel entorno sería abundantísima. Azorín en su libro La voluntad (1902), aunque sin tanta negrura ni acidez como en Baroja o Solana, también resalta ese aspecto al final de su relato: “mientras tocan los organillos y se baila frenéticamente […] y se grita, y se canta, y se remueve en espasmo postrero la turba lujuriosa de chulapos y fregonas […], Azorín, emocionado, estremecido, ve pasar un coche blanco, con una caja blanca cubierta de flores […] Y ya en Madrid, rendido, anonadado, postrado de la emoción tremenda de esta pesadilla de la Lujuria, el Dolor y la Muerte, Azorín piensa en un momento en la dolorosa, inútil y estúpida evolución de los mundos –léase de la vida– hacia la Nada” (Azorín, 1989: 200). Ese “Y ya en Madrid” nos remite al concepto cartográfico de las afueras tan observado por estos escritores como por Ramón en sus artículos de contenido madrileño.

A continuación viene el capítulo dedicado a ‘Las vitrinas del Museo Arqueológico’ acerca de las cuales reconoce el biógrafo que “ante ellas nos planteábamos mil cuestiones […] porque éramos adolescentes” (pg. 60). “Solana –confirma Ramón– también había andado mucho por aquellas salas profundas y frías del Museo Arqueológico y se había decidido a pedir permiso y pintar las vitrinas” (págs. 59-60). De ese interés resultarían los cuadros, Las vitrinas (1910) y El visitante y las vitrinas (1910), obras que Ramón considera “telas obsedantes” que podrían haberse titulado “Pintura y espantapájaros del pasado”. La consideración sobre estas obras le permite a Ramón hablar de la fascinación y el interés que Solana mostraba por las figuras de cera y los maniquíes –véase su Autorretrato con muñecas (1943)– y aludir al “haber pintado” muchos cuadros a base de esos seres yertos y expresivos en su libro Madrid, escenas y costumbres en el que incluyó también un capítulo titulado ‘Exposición de figuras de cera’ (reproducido íntegro por Ramón). El interés de Solana por estos objetos inertes ya lo hemos apuntado, es constante en su obra, tanto literaria –‘Romería de San Antonio de la Florida’, ‘El Rastro’, ‘La sala de disección’, por poner algunas referencias– como pictórica –se podrían citar muchos cuadros, pero entre ellos véase La peinadora (1918, dibujo) y (1937, óleo, sobre un cuadro anterior), llegando, en este ámbito, al paroxismo cuando se refiere al museo ceroplástico en una barraca de la calle de la Abada, museo “muy visitado de noche por las prostitutas y trasnochadores” donde había un “reservado científico para caballeros […] compuesto de una colección repugnante de enfermedades de la piel, ejecutadas con moldes tomados del natural”, relatado en el capítulo ‘La Gran Vía’ de Madrid callejero (1923). Sobre el dibujo y el cuadro de La peinadora he señalado una clara conexión entre los objetos inertes que aparecen en él y unos dibujos de Ramón sobre el Rastro (Alaminos López, E.: 2020).

En la biografía sobre Solana, Ramón no para de hablar de los asuntos tratados por el pintor siguiendo ese gusto suyo por inventariar la realidad. Así en el capítulo ‘Cuadros y más cuadros’ se refiere a los “golfos”, “golfas” y “chulos” retratados por él. Y esto le permite hablar a Ramón de los solares baldíos y los infinitos descampados que había en Madrid, “pues aquel Madrid estaba lleno de terrenos sin edificar”. “Los descampados madrileños –escribe Ramón– tenían vida propia y aunque desperdigados, tenían sus propios turistas, sus asiduos y su vendedor de cacahuetes y naranjas. Eran aquellos descampados escenarios de lo popular, y se destacaban en ellos los tipos como en los cuadros […] Aquel Madrid de los descampados tenía una cosa inacabada, friolenta de fisonomía con grandes cicatrices […] Solana aprendió mucho [de ellos] y se hizo en el pasar y pasar ante esos desmoronamientos” (págs. 71-73). Esa doble condición –tipos y entorno físico– está perfectamente recogida e integrada en el óleo Chulos madrileños en domingo (1915-1920) del cual se ha servido Ramón para su transliteración.

Más adelante dedica un capítulo a un tema omnipresente en la pintura de Solana, ‘Procesiones y Carnavales’, que Ramón califica –a modo de núcleo duro de su pintura– como “las dos certezas de Solana” (pg. 99). Asocia el tema de las procesiones a la infancia del pintor y al temor que les tuvo de niño, pero “los que más le impresionaban eran los disciplinantes y por eso abundan en sus cuadros procesionales” (pg. 101). En cuanto a los carnavales y las máscaras es inevitable la referencia a Goya, asunto muy bien estudiado por Manuela Mena, quien subraya que “se ha atribuido el interés obsesivo y casi morboso por ese tema del carnaval y la máscara” a la irrupción en su casa, cuando niño, “de un grupo de máscaras de carnaval”. Y lo que es más importante, recalca la historiadora, es que “Solana dio un paso adelante, individual y propio, ideando imágenes de evidente originalidad, en las que la sugerencia goyesca está teñida de su mundo propio y de sus íntimas preocupaciones. […] abandonó su técnica oscura, negra, esa estética característica de su pintura, creando estampas luminosas y transparentes, en cuyas figuras la línea se convierte en vehículo del movimiento y de la expresividad” (Mena, M.: 2004: 62 y 78). El Carnaval fue, sin duda, como escribe Valeriano Bozal “una de sus claves”, tiempo y espacio social en el que “lo espiritual deja paso a lo material, la urbanidad a la escatología, el orden a la confusión y la máscara, que oculta la fisonomía, pero también los cuerpos, hace a todos iguales en una verdad que permite lo prohibido” (Bozal, V.: 2000: 545).

También trae Ramón a colación en este contexto la figura del expresionista belga James Ensor, autor que representó también con abundancia el mundo de las máscaras y el carnaval, pero que en la consideración ramoniana no sale muy bien parado, pues tilda sus obras de “no saber lo que significan, si arte decorativo, amaneramiento, truco o sencillamente marionetismo”, juicio sin duda arbitrario y excluyente. No puede faltar tampoco la referencia a Goya, pintor que como dice Manuela Mena “fue para Solana mucho más que, para otros pintores de su generación, un mito artístico”. También Ramón recoge una referencia literal al contexto urbano del carnaval en Madrid, “transcribiendo” una contestación del pintor en la que explicita su interés sobre todo por aquellas máscaras “que no salen de las afueras, que les está prohibido entrar en el centro de la ciudad; máscaras que son tristes porque se saben confinadas en el lodazal último” (pg. 102). Suficientemente explícito de un Madrid, una ciudad, altamente segregada y estratificada con fronteras interiores. No se puede olvidar, como apunta Manuela Mena, que “el carnaval de Madrid, de fines del siglo XIX y principios del XX, tenía unas características especiales, de gran agresividad visual” y que, por ello, en una ciudad tan estratificada socialmente como Madrid, las autoridades evitarían cualquier atisbo de promiscuidad: máscaras y carnavales en el Círculo de Bellas Artes; máscaras y carnavales en el Paseo de Recoletos y máscaras y carnavales en las afueras y el extrarradio, cada cual en su sitio. Ese espacio geográfico se percibe claramente en muchos de los fondos de los cuadros solanescos, por ejemplo, en Máscaras callejeras (ca. 1915), La máscara y los doctores (ca. 1928) o Máscaras en las afueras (1938). Y, sobre todo, en su prosa madrileña en capítulos como ‘El entierro de la Sardina’: “En el Rastro hay gran animación. Grupos que se aglomeran en la Ronda de Embajadores, en una mezcla de haraposas y callejeras máscaras que corren en todos los sentidos, con garrotes y escobas, que brotan de todas las calles y de las tabernas y tiendas de ultramarinos, se dirigían al Canal” o en ‘Máscaras humildes’: “Sin embargo, queda otro Carnaval más silencioso, más sencillo si cabe. […] Máscaras que se suelen ver entre callejuelas desiertas y solitarias de Madrid, cuando la mayoría es arrastrada al Canal. Estas son las que se encuentran en Tetuán, junto a las puertas de la plaza de Toros […] Hoy en las Ventas […] junto al merendero del Tío Barriga […] aparece esa clásica máscara, la más grotesca de todas, con careta de trapo y un cencerro al cuello, que finge ir a horcajadas de otro y que el jinete y la cabalgadura son la misma persona, llevando las piernas como muñones rellenos de trapos, hábilmente disimuladas las suyas y cubiertas por una falda, o viéndosele más que los pies al andar” (Gutiérrez Solana, J. ([1913]. 1984: 59 y 63-64). Dentro de esta categoría carnavalesca destaca Ramón el interés –mutuo, por otra parte– por la tipología de las “destrozonas”: “Por entre ellas –recuerda Ramón– nos hemos paseado Solana y yo encantados con estas máscaras vestidas con cosas descabelladas”, son –apostilla– “los anarquistas del Antruejo” (págs. 104-105). También se refiere dentro de esa categoría a un subtipo que denomina el “estafermo” y recuerda que a Solana también “junto a este Carnaval de las destrozonas y las máscaras de la ciudad, Solana suele pintar máscaras de los pueblos” (pg. 108).

El siguiente capítulo está dedicado a ‘El cuadro de la tertulia y otros sucesos’. El cuadro La tertulia del Café de Pombo es sin duda el nexo de unión más importante que certifica la íntima relación personal, intelectual, artística y ambiental entre ambos autores y simboliza la estrecha unión que hemos querido definir en el título de este artículo: “Ramón y Solana: tanto monta” o lo que es lo mismo, vidas paralelas. Para la confección del capítulo en lo concerniente al cuadro, Ramón tira de sus escritos precedentes sobre el tema a los que ya nos hemos referido, de su libro La sagrada cripta de Pombo así como del epílogo del propio Solana en La España negra. Sin embargo, pese a lo reiterativo del empleo de textos precedentes, interesa recordar algunos aspectos, aunque sea de manera telegráfica. Me interesa destacar un juicio del propio Ramón quien se pregunta “¿Pero qué decir de nuevo de este cuadro?”. A lo que se contesta en estos términos: “Lo que hay que subrayar en este cuadro, es que más que una obra de parecido –algunos retratos están hechos en una sesión– es una obra de conjunto en que el autor ha acertado con el color, con los enlaces, con el claroscuro y sobre todo, porque ha hecho pintura”. Juicio formalista, en el que el empleo por parte de Ramón del término “enlaces” me lleva a fijarme, entre otros aspectos; en el hecho, por ejemplo, de que tanto la figura de Ramón como la del propio Solana están situados en la composición del cuadro en el mismo plano, y que la cabeza de Solana queda situada ligeramente por encima del resto de los contertulios también situados en ese mismo plano, todos ellos sentados. El contorno superior de la cabeza del pintor coincide con los labios (la boca) del escritor, un mínimo y casi inapreciable detalle, si se quiere, pero significativo de sus vidas paralelas o reflejo del ut pictura poesis, otra forma de entender esta obra. Defiende Ramón vehemente la idea de que Solana ha “pintado unos autómatas” y vincula esta apreciación con “ese automatismo solemne que solo es digno de la perpetuidad”, una forma de salvar por medio del arte “las apariencias nerviosas, cargantes y demasiado envenenadas de cotidianismo, con que se ofrece vulgarmente e inútilmente para el arte las cosas y los seres” (pg. 133-134). Nada que ver, creo que está diciendo Ramón, con el realismo ad hoc o la mera percepción naturalista. Reproduce también Ramón aquí –presentes ya en La sagrada cripta de Pombo– varias críticas de Francisco Alcántara en el diario El Sol, una carta del escritor de arte y director del Museo del Prado, Aureliano de Beruete y Moret, en la que afirmaba que estimaba “la producción de Solana como una de las pocas y más interesantes de nuestra pintura actual” (pg. 135) y una líneas de adhesión al banquete dedicado a Solana del escritor y periodista Luis Bello en las que destaca lo oportuno de que este cuadro esté colocado en “en su sitio” y el carácter de ex voto que tiene, lo que intensifica sus imágenes.

Sigue a este capítulo, el de “Solana escritor”, donde de nuevo reutiliza parte de lo publicado en este campo y escritos del propio pintor, por ejemplo, el ‘Prologo de un muerto’ que abre La España negra, pero antes de reproducirlo íntegro, deja caer la siguiente aseveración: “El problema más hondo de la pintura-escritura de Solana es el de la muerte”, en clara concordancia con su propia obra: baste recordar entre los títulos de Ramón, Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, los artículos ilustrados con dibujos suyos dedicados a los cementerios madrileños –(Variaciones. El drama del cementerio de San Martín o Variaciones. El Este, por poner algún ejemplo)–, el genial título que puso a sus memorias, Automoribundia –calificada recientemente por Huergo Cardoso de “autotanatografía”– o la lápida de una tal “Anita Fonseca” que tuvo colocada en la pared de su despacho como recuerda en su autobiografía: “Pero lo que ponía más serio a mi despacho en aquella época de confusiones y anhelos era la auténtica lápida de cementerio, lápida de nicho con su empaste de muerte detrás […], que yo empotré en la pared salvando el que creyó inmortal recuerdo un joven enamorado” (Gómez de la Serna, R. ([1948] 1998: 300). Termina este capítulo aludiendo a “las muchas cuartillas autógrafas” que posee del pintor y transcribe una bajo el título de ‘El coleccionista’, referida a un chamarilero de nombre Ferrer, al que sus colegas del Rastro llamaban ‘El Malgüele’ que “había almacenado una porción de cuadros en Madrid procedentes de desechos de almonedas [y que] vivía en casas muy pintorescas y raras” (pg. 165) y cuya “colección” acabó tras su fallecimiento en el Rastro.

El capítulo ‘Más cuadros’ contiene, además de la cita de obras concretas, sin indicación de la fecha –Procesión de los escapularios (ca. 1905-1907), Los caídos (1915), El Lechuga (ca. 1915-1917), El armador (ca. 1925 / 1927), Vuelta de la Pesca (ca. 1917-1922), Las coristas (ca. 1925)–, una retahíla de asuntos tratados por el pintor a lo largo de los años: mascaradas; mujeres de la vida; interior de una barraca de muñecos de cera; bodegones (bombona de vidrio con plantas); marinas; corridas de toros y toreros de pueblo; señoritas toreras, a propósito de las cuales cita a una tal María Salomé, La Reverte, sobre la cual recuerda Ramón que le había hablado Ortega y Gasset; un doctor con sus piezas de anatomía (El viejo profesor de Anatomía, ca. 1920-1923); pobres; peinadoras de peluquerías pobres; clowns; bailes chulos y procesiones, que completan los “inventarios temáticos” señalados en otros capítulos. Y por último hace una referencia, muy de pasada, a los premios que Solana recibió por sus cuadros en Londres, Venecia, Pittsburg u Oslo “donde producen gran admiración adquiriendo algunos de ellos el gran crítico Tomás Olsen” (pg. 178). Ya en el capítulo ‘El cuadro de la tertulia y otros sucesos’ se había hecho eco, vía Aureliano de Beruete y Moret, de la adquisición por el retratista John Singer Sargent –artista en las antípodas de Solana– de uno de sus cuadros. Es de subrayar también las palabras que pone Ramón en boca de Solana respecto de los retratos pictóricos en el contexto del suyo en Pombo: “Pero al fin acabará por morirse… Sólo los retratos no se mueren nunca” (pg. 171).

Esta peculiar biografía de Ramón está entreverada a lo largo de sus páginas de “datos biográficos” –y entrecomillo lo de datos– que más tienen que ver con apreciaciones sobre el carácter y la personalidad del pintor que con la exactitud biográfica tal como la podemos entender hoy. Así fluyen aquí y allá diálogos entre ambos que apuntan a resaltar la singularidad caracterológica del personaje. El capítulo ‘Enterándome más’ puede servir de ejemplo de esto. En él se habla de ciertas enfermedades del pintor, de las “opulentas” criadas que tenía en su domicilio que a veces “le sirven de modelo” para sus desnudos y que, sin rubor ninguno, Ramón cuenta que les pregunta –“¿Tienes bastante pelo?”, de su soltería o de la locura de sus familiares. “Con su catadura, medio de ropavejero, medio de tratante de caballos”, Solana –concluye Ramón– vive una vida en la que “el deseo de que queden los objetos y los seres en un punto y forma es como una locura de deseo de supervivencia que padece el pintor, como una acusación contra la muerte, y por eso está aparte y por encima de toda psiquiatría” (pg. 191-191).

En ‘Visita a París’, Ramón relata el encuentro con los hermanos Solana en París en 1928, con motivo de la exposición de sus obras en la sala Bernheim-Jeanne, “su primera exposición individual en el extranjero [que] constituye un auténtico fracaso […]. No recibe el apoyo del público ni de la crítica, pero sí recibe un visitante excepcional, Pablo Picasso. […]. Se aloja en el Hotel Odeon, acompañado por Manuel, y aunque permanecen tan solo veintidós días en París, gastan en la aventura grandes sumas de dinero. Aprovechan la estancia para visitar los barrios y museos de París, como el Gravin […] (Salazar, M. J., 2004: 352). “Una mañana –evoca Ramón, que estaba alojado en aquel hotel– a las siete sonaron grandes golpes a mi puerta […] y es que los Solana acababan de llegar […] venían a cobijarse allí”. La presencia de los hermanos Solana le produjo a Ramón la sensación de que “el mundo tenso, denso y sólido de Madrid me venía a buscar [y que] París se me había convertido en otra cosa, en una sucursal de la Cava Baja gracias a los Solana y aquel medio día comimos con Ricardo Baroja, Corpus Barga y algún otro, en un Duval escandalizado, pues Solana pedía Valdepeñas y solomillo con patatas fritas a toda voz y en castellano” (págs. 193-195). Ramón también se refiere a la exposición a la que “no fue casi nadie”, a la visita que hizo Picasso, quien –comenta– “se dio cuenta de lo que representaba aquel españolazo que le recordaba la España de su juventud, la España de cuestas difíciles y de suculentas sopas de ajo”. Quizá la etapa del Madrid de Arte joven. En cambio, Solana –concluye nuestro escritor– “no quiso asomarse a Picasso y miró su obra como un entrecielo de la pintura, amenazante de rayos”. He aquí, muy bien expresado por aquello de los “rayos amenazantes picassianos”, la esfera artística común en la que gravitaban Ramón, adalid de la modernidad y lo vanguardista –los ismos–, pero atento también a lo local, y Solana apegado y garante, aunque renovador, de la tradición artística hispánica. Como ha recordado Juan Manuel Bonet, “en ambos casos, en Picasso y en Solana se fijó tempranamente ese primer definidor de nuestra modernidad que fue Ramón Gómez de la Serna” (Bonet, J.M.: 2004: 8).

Pero, según Ramón, “no fue inútil aquel viaje, pues […] comenzó a ver mejor aún sus tipos castizos […] sus naturalezas muertas de cachivaches llenos de curtida personalidad” (pg. 196). Es decir, a reafirmarse en su estética frente a los experimentos modernos. Esta referencia a Picasso y el no querer dejarse influir por el artista que mejor había representado y representaba entonces la cima de la pintura de vanguardia y de la modernidad puede darnos una idea más rica de la relación entre el Ramón de los Ismos y el pintor de una España profunda y negra que todavía formaba parte de su acontecer y devenir cotidiano en aquel tiempo. No podemos olvidar el fervor que Ramón tenía por ambos pintores. No me resisto a reproducir –siguiendo a María José Salazar en el artículo citado– algunos de los títulos de las obras que expuso allí Solana y que vio Picasso: “El entierro de la sardina, Los autómatas, El café cantante, La visita del Obispo, La vuelta del indiano, Coristas, Procesión en Calahorra, Procesión de noche y Procesión de Semana Santa” (Salazar, M. J., 2004: 352). El catálogo estaba escrito por Jean Cassou.

Va concluyendo la biografía ramoniana sobre Solana. En ‘Última época’, Ramón certifica el éxito del pintor “en el momento en que lo está vendiendo todo, y sus procesiones y carnavales se han ido a Museos lejanos y a casas de la otra orilla” (pg. 198). Constata la ausencia de las obras que había colgadas en las paredes de su casa del paseo de Ramón y Cajal desde donde se ven vistas “del Madrid primitivo y basamental”. Son momentos graves. “Estaba pintando –relata Ramón– el retrato de don Miguel de Unamuno que estaba más cascarrabias que nunca, meses antes de la hora trágica de España”. De este retrato adusto se conocen tres versiones, fechadas en 1936. Evoca también Ramón el regalo que Solana le hizo de “un torero antiguo que tenía en medio de un doble cristal […] con pelo natural y caireles de azabache auténticos” y que colocó en su despacho. Y termina el capítulo con la última vez que le vio en Madrid, “un momento por la calle del León […] camino de ‘La Paleta Artística’ buscando pinturas, pinceles, lienzos y marcos […] y ya más cerca de ‘La Paleta Artística’ vi cómo miraba la carnicería que hace esquina […] Solana desapareció en el fondo de ‘La Paleta Artística’ y ya no le volví a ver más” (págs. 201-202). Fechas después ambos abandonarían Madrid; Ramón con destino a Buenos Aires, Solana a Valencia, primero, y a París a continuación. Ya no se volverían a ver.

Bajo la apreciación o juicio de que “el pintor puede o no puede salvar un pedazo de realidad. Eso es lo esencial”, Ramón en ‘Persistencia de Solana’, último capítulo de su singular biografía del pintor –singular como todas las suyas– expone una serie de consideraciones “definitivas” sobre el pintor de las que entresaco aquellas que me parecen más definitorias referidas tanto a su pintura como a los objetos que coleccionaba:

“Solana es el testificador de objetos y personas”.

“Solana elige cosas de mucho carácter ya de por sí reflexivas y obsedantes”.

“Convive largo tiempo con esos objetos […] y un día que ya posee el secreto de cada uno, su sentido de fábula, su alma de color, su modo de reflejar la luz […] comienza a copiarlos como si fuesen seres”.

“Presenciar a Solana es presenciar a España, donde lo popular no ha perdido su intensidad, tanto que lo que más sorprende en la capital, en Madrid, es cómo la gente del pueblo vive mezclada a la gente de ciudad”.

“El papel de Solana es el de testigo de una época”.

Y, por último, a modo de síntesis de su obra:

“Coteja Solana lo que tiene que ver lo animado con lo inanimado. Lo que de vivientes tienen los muñecos de las vitrinas y las figuras de cera de las barracas y lo que de figuras de cera y de vitrina tienen los seres vivos”.

El Juan de Mairena machadiano –lo hemos apuntado supra– ya había señalado sobre Solana un aforismo semejante: “Ese pintor –tan impresionante– que ve lo vivo muerto y lo muerto vivo”, cuya pintura produce extrañamiento[7]. La condición de “inquietante” y de “extrañamiento” según ha comentado Eugenio Carmona a partir de un texto de Freud, Das Unheimliche, definiría uno de los rasgos más determinantes de la pintura solanesca, en tanto en cuanto “la sensación de lo Unheimliche puede percibirse, también, cuando tiene un efecto perturbador percibir vida en lo inanimado  y, viceversa, cuando algo vivo es experimentado como objeto inerte” (Carmona, E.: 2004: 173), sin duda vinculado también con el componente patológico que ya había señalado Gil Fillol. De ahí el interés de ambos artistas, Ramón y Solana, por las figuras de cera o los maniquíes –o sus respectivos hincapiés en la muerte[8]– que encarna una tensión entre lo verosímil y lo inverosímil más allá de su peculiar realismo. En cualquier caso no se debe de perder nunca de vista lo dicho sobre Solana por Ramón Gómez de la Serna quien conoció, trató al pintor y descubrió la potencialidad de su obra compartiendo determinados gustos (además de amistad), como: “la singularidad, el sentido límite de ambientes peculiares como el Rastro o las verbenas populares, una sugerente poética de las cosas” (Carmona, E.: 2004: 131).

En este texto de Carmona, de inexcusable lectura, bajo la especie tanto monta referida a ambos artistas, el historiador destaca interesantes aspectos de aquella relación: la posible influencia de Ramón para que se reprodujera en la revista ultraísta Grecia un aguafuerte suyo, Para que Dios la perdone; la presencia de ambos, Ramón y Solana, en la revista Arte que expresa lo que Carmona llama “tándem Solana & Ramón, como eje principal de las vinculaciones del pintor con el arte nuevo” (pg. 131); las relaciones entre ambos, “fruto de una simpatía mutua peculiar, en un contexto, como el de la renovación cultural española de principios del siglo XX que, en su facultad de mezclarlo todo, favoreció este tipo de compañerismos inesperados” (pg. 131); la “fidelidad de Ramón a Solana durante toda su vida” (pg. 131), como hemos ido viendo en las citas entresacadas de su biografía; el compartir ciertos gustos, como también se ha señalado; el interés de Ramón no tanto por “el solanismo” como por lo solanesco” (pg. 131); la consideración de Solana como primitivo por Ramón como un “elogio irrefutable” (pg. 142); la presencia de Solana en la tertulia de Pombo, que Carmona achaca a la “estrategia ramoniana” y que obedecía “al gusto por la excentricidad de los contertulios” (pg. 151) y, fundamentalmente, a que el concepto/sensación de extrañamiento inquietante en la pintura de Solana coincidiera “con su entrada en la tertulia de Pombo”[9] (pg. 182). Para concluir que “las relaciones entre Solana y el arte nuevo no hubiesen sido lo que fueron sin la insistencia del escritor” aunque el entender a Solana desde esa categoría fue obra también de otros artistas y críticos del momento. El mismo Gil Fillol se hacía eco en su artículo de que “Solana y Vázquez Díaz han sido colocados por la crítica a la cabeza de la extrema revolucionaria” (sic) (Gil Fillol, L.: 1920: 6).

Valeriano Bozal ha comentado que “José Gutiérrez Solana ocupa una posición excéntrica en la historia de la pintura española del siglo XX, una pintura también ella excéntrica”, con “un carácter  fuertemente individualista” [y que] “lo que pintaba interesó profundamente a sus amigos literatos, más dados a contar la trama y antecedentes de sus pinturas que el sentido de sus imágenes” (Bozal, V.: 2000: 538). La relación entre ambos artistas y su mutuo interés por los objetos y el trasvase de los mismos entre sus respectivas obras, desde El Rastro (1915) de Ramón a lienzos de Solana como El viejo profesor de Anatomía (ca. 1920-1923), los ha estudiado y fijado con cierto detalle Raquel González Escribano. Señala Raquel González asimismo que “las primeras apariciones de Solana en la tertulia de Pombo, en torno a 1916, coinciden […] con el momento en que los objetos empiezan a cobrar verdadera importancia en la obra de Ramón […] y que [este] vio en Solana a un intérprete ideal y a un cómplice de su cariño por los objetos ‘impares’ y llenos de secretos” para añadir más adelante que la relación de Solana con Ramón “pudo contribuir a que germinase en su obra el reino más específico de las cosas, así como una nueva mirada sobre ellas, más libre y, en cierto modo, también más poética […] impregnando [su pintura a partir de mediados de la década de 1920] de ‘muñequismo’ o ‘pelelismo’ ramoniano” así como que aquella amistad avivó en él “una nueva iconografía urbana de maniquíes, autómatas o muñecos de cera que propiciaría su acercamiento a la modernidad” (González Escribano, Raquel: 2006: 79 y 85-86).

Nacho Ruiz ha apuntado en José Gutiérrez Solana. Contra la vanguardia que Solana “llevó a cabo la obra maestra que el escritor necesitaba como telón de fondo autocelebrativo en un tiempo de competición de tertulias y el escritor obtuvo la legitimación de una biografía, nada menos, de uno de los paladines de la vanguardia española” (pg. 115), pero también que “Ramón y Solana fueron amigos a carta cabal. Tal vez –apostilla Ruiz– en el intercambio de cuadro por libro exista un acuerdo previo al que ninguno de los dos alude, pero hay una comunión esencial en el amor por el objeto” (pg. 116) y que “allí [en Pombo] el pintor vive la modernidad y la bohemia madrileña” (pg. 119) (Ruiz, N.: 2020: 115-116 y 119) en “uno de los escenarios de su vida gracias a Ramón Gómez de la Serna” (pg. 113).

En ese Café de Pombo en el que le vio por vez primera Juan Ramón Jiménez que le describe así: “La vez que lo vi (Pombo, vaho de invierno, banquete con olor delgado a orín de gato y a cucarachas señoritas en el ambiente más exacto de los espejos) me pareció un artificial verdadero, compuesto con sal gorda, cartón piedra, ojos de vidrio, atún en salazón, raspas a la cabeza”. En esta “caricatura lírica” del poeta hay también una referencia a los relojes que Solana poseía: “No hay sitio en el diván de terciopelo grana para él […] Tiene que escamotearse a su altisonante ópera, a su barrio bajo de liras y relojes, a su noche de gas otro” (Jiménez, Juan Ramón: [1930], 1969: 139-140).

Ramón Gómez de la Serna ya había señalado “el potente talento de Solana” (Gómez de la Serna, R.: 1920: 7-21) y la relación entre ambos puede fijarse y quedar establecida en dos hitos de sus respectivas trayectorias. Por parte de Ramón en los artículos que dedicó al artista y que hemos recogido aquí y en la biografía que dedicó años después al pintor donde volcó una gran parte de lo dicho en aquellos artículos –biografía que le acredita, como escribió Camón Aznar, como “el descubridor de Solana, su confidente y alentador” (Camón Aznar, José: 1972: 425)– y por parte de Solana en el inexcusable documento que materializó la escena de la tertulia de Pombo y su trascendencia como documento de una época, reflejo del aire de otro tiempo. O como ha concluido Valeriano Bozal “imagen [que] nos abre a un momento singular de la vida intelectual española de los años veinte, de la que se ha convertido en pintura emblemática” (Bozal, V.: 2000: 553). Ambas obras concitan y justifican aquella expresión de la que hemos partido: tanto monta.

 

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Notas:

Nota previa sobre el título, que explica el autor: “Tomo esta conocida expresión del texto ‘Solana. El invitado, el primitivo y lo inquietante’, de Eugenio Carmona, aplicada a la relación entre ambos artistas, aparecido en el catálogo de la exposición José Gutiérrez Solana. Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2004, pg. 131.  

 

[1] Aquí con el sentido de melindre, afectación o remilgo.

[2] “José Gutiérrez Solana, trabajando en el despacho de su casa” y “Retrato de Gutiérrez solana en la época en que fue torero”, y con “El tío, cuadro de Gutiérrez Solana”.

[3] El torero, cuadro de José Gutiérrez Solana; La peinadora barata, cuadro de José Gutiérrez Solana y La vitrina del Museo Arqueológico, por José Gutiérrez Solana.

[4] Recordemos que en el banquete que Ramón ofreció al escritor y periodista Luis Bello este estaba representado por un maniquí chino. Véase la fotografía de Vidal reproducida en la Sagrada cripta de Pombo con el pie: “Curioso banquete dedicado a Luis Bello, representado por el maniquí de un chino”.

[5] La tertulia de Pombo, por el gran pintor José Gutiérrez Solana. (De izquierda a derecha, Tomás Borrás, Manuel Abril, José Bergamín, Cabrero, Ramón Gómez de la Serna, Mauricio Bacarisse, J. G. Solana –el autor del cuadro–, y en primer término Salvador Bartolozzi y Pedro Emilio Coll).

[6] https://www.museoreinasofia.es/coleccion/restauracion/procesos/estudio-tecnico-tertulia-cafe-pombo

[7] A título meramente indicativo, en los artículos que he recogido de Gómez de la Serna en Ramón Gómez de la Serna. Madrid en Ramón. La nota vaga y perdida de sus calles y de sus horas. La Tribuna (5 de enero de 1916 – 12 de enero de 1922). Edición de Eduardo Alaminos. Madrid, Ayuntamiento de Madrid / Museo de Arte Contemporáneo, 2024 (de próxima aparición en formato digital), la palabra “muerte” aparece citada en 115 ocasiones. Eugenio Carmona subraya que Solana “constantemente le decía a su biógrafo Sánchez Camargo que “la muerte era en realidad el único tema de su pintura” (Carmona, E. (2004: 189). Nacho Ruiz apunta la hipótesis, sugerida también por Valeriano Bozal, de que, a través de Diego Rivera, Solana, que tenía ascendentes mexicanos, pudo conocer los grabados de José Guadalupe Posada (Ruiz, N.: 2020: 11) en los que las calaveras y la muerte se hace omnipresente como reflejo de la cultura popular mexicana.

[8] Ese rasgo estilístico en su obra se puede poner en relación con El Absurdo y La segunda ama o el ama prevenida por todos menos yo, dibujos colectivos que Ramón incluyó en su libro Pombo (1918) que he analizado en mi libro Ramón y Pombo. Libros y tertulia (1915-1957: 46-56), en los que bien pudo participar Solana como señalé allí.

[9] Ese rasgo estilístico en su obra se puede poner en relación con “El Absurdo” y “La segunda ama o el ama prevenida por todos menos yo”, dibujos colectivos que Ramón incluyó en su libro Pombo (1918) que he analizado en mi libro Ramón y Pombo. Libros y tertulia (1915-1957: 46-56), en los que bien pudo participar Solana como señalé allí.

 

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