
Cóbreces, 30 de junio de 2023
El año pasado, asimismo en verano, también estuve aquí. Paso unos días alojado en la hospedería de la Abadía Trapense de Santa María de Viaceli, en Cóbreces. Primer edificio español construido en hormigón armado, de un austero estilo neogótico. Lo bueno de disfrutar del estío en Cantabria es que no se pasa de unos gratos 25 grados, mientras que en La Mancha hay, al menos, 10 más, o en Cuenca, donde también resido, el termómetro baja algo, aunque la cifra también calor supone.
Unos días antes de llegar al monasterio, en Cuenca asistí al acto de inauguración de una pequeña exposición del fotógrafo, que fue Premio Nacional de Fotografía el año pasado, Cristóbal Hara, en el Museo de Arte Abstracto Español. Se trata de la exhibición de la carpeta 15 cuentos instantáneos, recogiendo unas fotos que Hara realizó en las calles conquenses a niños escolares, y que su tío, el pintor y creador del mencionado museo, Fernando Zóbel, publicó en 1971. «Las fotografías -como informa el medio Cuenca News– se exponen junto a quince cuentos que estos mismos escolares escribieron, inspirados por las imágenes. No se trataba de describir las fotos, sino de inventar un relato, un cuento sugerido por la foto que cada niño había elegido. El diseño del porfolio fue realizado por los hermanos gemelos Jaume y Jordi Blassi», prestigiosos diseñadores catalanes.
El momento de la inauguración estuvo precedido por una amena y sumamente ilustrativa conversación entre Manuel Fontán, director del Museo de Arte Abstracto, y el fotógrafo, a la que se sumó finalmente el curioso público. Lo que supuso una excelente introducción para conocer cabalmente al autor de la exposición y el cariz de la obra expuesta. Del museo se sale a la Plaza de Ronda, ubicada muy cerca de los característicos «rascacielos» de Cuenca, ciudad aérea; edificios muy singulares. Hacía una tarde espléndida. La magna galería, el elemento más notable de la asombrosa marca artística de Cuenca, tuvo el detalle de ofrecer a los asistentes un delicioso piscolabis servido por la taberna Jovi, gran coctelería y otra selecta marca conquense. Nuestro corrillo estaba formado por una modesta elite dicharachera: el poeta José Ángel García, la pintora María Luisa Chico, la novelista Luz González Rubio, el periodista José Vicente Ávila y el que humildemente suscribe. En suma, el evento fue una auténtica «misa» de la sabrosa religión artística, una fluida celebración, un banquete, en definitiva, espiritual y material, como toda misa.

En este recinto religioso me encuentro muy bien. Desde la ventana de mi habitación -los cuartos no se llaman celdas-, veo el mar, pues la playa se halla sólo a medio kilómetro. El pequeño pueblecito de Cóbreces queda cerca de los vistosos Santillana del Mar y Comillas. La abadía dispone de un salón de lectura agradable y muy luminoso, que utilizo bastante, especialmente para leer profusamente al célebre escritor norteamericano, también monje trapense, Thomas Merton (1915-1968), ya que esa sala dispone de un exclusivo armarito con muchas de sus principales obras publicadas en castellano. La biblioteca del convento es la segunda más nutrida de Cantabria; posiblemente la primera sea la de la Universidad Menéndez Pelayo. El cisterciense bibliotecario, Francisco Rafael de Pascual, me la mostró minuciosamente el año pasado, y este año también me he reunido con él, y hasta nos hemos dado una vuelta en mi coche por los alrededores. Él es un personaje acreditado. Es traductor de Merton y su mayor divulgador en España. Acaba de salir una nueva edición en español de la autobiografía de Merton, La montaña de los siete círculos, traducida por este fraile tan cultivado.
Asisto a algunos oficios, amenizados los cantos gracias a la habilidad del monje organista. Gozo de himnos y entonados salmos como de preciosos poemas. Mi cama es cómoda y las comidas son sabrosas. Siempre se puede finalizarlas con el jugoso queso que fabrican los monjes, atenidos al lema «Ora et Labora». Lo mejor de las horas de las comidas es que el grupo de cistercienses no comen con los huéspedes, se retiran a su clausura; y así esos ratos parecen sucedidos en un restaurante, incluyendo una larga sobremesa degustando café servido en una máquina de cápsulas. Un hábito constante de la hospedera, quien pone en la gran mesa las bandejas de la minuta, es solicitar arbitrariamente que alguien diga la plegaria de acción de gracias. Cuando a mí me tocó, yo que no soy creyente, me dirigí al dios con un doble agradecimiento, por los alimentos recibidos y por la paz concedida, dones que van implícitos, ya que si hay guerra, difícilmente se come.
Bien cierto es que la Iglesia ha caído en la gran vergüenza de la pederastia. También muy feo es otro asunto por el que se puede afirmar que la institución de la Iglesia se revela tantas veces como grandemente avarienta. Se ha venido corriendo el tópico de que los curas son unos seres menesterosos, cuando la realidad es que cobran del Estado como un funcionario. La verdadera justificación del celibato, que no es una cuestión dogmática, tiene su base, a mi entender, en contumaz codicia. Que el dinero no pase a las legítimas herencias, sino que todo vaya, al cabo, al apretado y tacaño cofre de la Iglesia Católica. Algunos fieles, ignorantes, aunque de buena fe, dejan sus casas a la inmobiliaria número uno del mundo. Sin embargo, los monjes que aquí me acompañan están sometidos a un coherente voto de pobreza. Con estas dos graves faltas, lujuria delictiva e ilimitada cicatería, queda sin sentido el mantener la castidad en el clero, condenar la homosexualidad y proclamar la institución católica como un estamento humilde y pobre.
Confío en que los componentes de este ambiente, gozoso y moderado, en el que te retiras en tu cuarto a las diez de la noche, después del oficio de Completas -sellado por una bellísima cantada Salve (una larga antífona, describe Thomas Merton, «lo más majestuoso, más bello y más conmovedor que jamás se haya escrito o se haya cantado») y unas melosas campanadas doblegando al atardecer-, no sean merecedores de esos justos reproches a esas conductas execrables. Como justificación de mi estancia, y en defensa de esa confianza, y asimismo de cierta estética, acudo a una cita de Luis Buñuel; cita que no va contra nadie, resultando más bien una boutade, ya que don Luis el calandino no era nada creyente, ni católico ni protestante. Él mismo, chuscamente, se definía como un ‘ateo gracias a Dios’: «No me gustan los herejes, ni Lutero, ni Calvino. Con ellos la misa se convierte en una conferencia aburrida pronunciada en una sala triste por un hombre vestido de negro. La Iglesia católica, al menos, ha tenido el mérito de crear una arquitectura, una liturgia, una música que me conmueven.»