Alfonso Cuarón ha escrito, fotografiado y dirigido una secuela de Los olvidados menos tremendista, pero que está a la altura de la película de Luis Buñuel. Al poner en el centro de la trama a una india mixteca, al mostrarnos el mundo a través de sus ojos y su peripecia, al traer a Cleo a primer término, pero sin dejar de lado el segundo y el tercer planos, al tratar de entender a todas sus criaturas, ha demostrado que el cine sigue siendo, sigue pudiendo ser, un arte mayor.
Los créditos, como los sirvientes, son despreciados. Nadie les presta atención. Son los invisibles. Por eso me gusta tanto esa agua de fregar que lava el mundo, y que es el mar de los pobres, sus olas, su espuma, su ritmo, su sonido. Unas olas domésticas que tienen su eco en las olas voraces y la realidad de Túxpam.
La película está llena de ecos, de resonancias: el agua de fregar y las olas, los tiros de los ociosos gringos y la alta burguesía de DF y los disparos de la policía contra los jóvenes que pretendían cambiar el mundo, la muerte de una hija ni deseada ni querida y la salvación de los hijos que no son propios y a los que cuida como si fueran suyos.
El blanco y el negro es un blanco y negro pobre, del México de los setenta, nada estético, pura memoria de cómo era la época para la infancia, la política, la televisión, los sueños.
Como el sonido, a la manera de Robert Bresson: nunca se usa para condicionar las emociones del espectador. El sonido proviene de un disco, de los animales, de los aviones, de la calle, de los bailes. Forman parte natural de la vida, no son un engrandecimiento artístico.
No hay sentimentalismo ni expresionismo. No hay juegos de cámara ni dramatización excesiva. ¿Para qué, si la vida habla elocuentemente por sí misma cuando se le presta la debida atención?
Yalitza Aparicio y Marina de Tavira sostienen la película, con la belleza, la voluntad, la ternura y la resistencia. Dos mujeres contrapuestas, antagónicas, complementarias, de este México que tiene la mirada de Buñuel, pero también la científica de Juan Rulfo, sin cargar jamás las tintas, ni para el contraste ni para el efecto dramático.
La película duele como duele la existencia. Es un dolor dichoso, necesario. La película logra aquello tan caro a Ángel Fernández-Santos: el arte de bien llorar. Y eso me trae a la imaginación que Angelito hubiera disfrutado y se hubiera emocionado de que una película como Roma se estrene en 2018: porque significa que el séptimo arte sigue siendo parte fundamental, existencial, de nuestras vidas.
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¿Cuántas veces vas a volver? Las que sea necesario. Y ojalá fueran innumerables.
Otras simetrías: la banda de música que, como ensayando para un desfile, aparece antes de que la veamos el día que el marido se va para no volver. Y al final, de la misma forma, cuando regresan a la casa, del episodio en el mar, y él ya ha recogido sus cosas.
Es curioso nuestro contemporáneo afán por elogiar lo verdadero, o la insistencia en “basado en hechos reales”. El autor no es tan torpe como para añadir esa coletilla o preceder el inicio con esa falacia. Aunque haya confesado que la película está inspirada en su propia vida en una acomodada colonia del distrito federal.
Yo también miraba el mundo como ese niño desde la ventanilla del asiento trasero al volver.
Pero me quedo con Cleo, con Yalitza Aparicio. Porque se adapta como un guante a la cámara que maneja Alfonso Cuarón. Y asume con tanta falta de énfasis y de retórica su personaje que nos olvidamos de que no se trata de un documental.
¿Qué mira en el paisaje de Túxpam cuando regresan, después de haber salvado a los dos hijos de su señora de la voracidad del mar? ¿En la melancolía de no ser, de no poder ser quien no es pero de ser conscientemente ella misma porque no puede y no quiere ser otra cosa?
La criada por antonomasia del cine y la televisión española se llamaba (se apellidaba) como Yalitza. Rafaela Aparicio. Y le daba a sus personajes y a las obras en las que trabajaba un plus de humanidad.
Esta película, tan dulce, tan amarga, tan política, tan lírica, es un soplo de aire en el cine que se ve y que se hace. Porque parece neorrealista y no lo es. Nos interpela como si no hubiéramos examinado con suficiente intensidad y valentía nuestro propio pasado.
Otra simetría gozosa es la de los animales: el perro que siempre celebra la llegada de sus amos antes de que aparezcan. Y los pájaros que, al iniciarse un nuevo día, son expuestos a la luz tras retirar las colchas que velan su sueño.
Esta película es como si hubiéramos soñado nuestra vida en la imaginación de otro.
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La vida se nos cruza y nos cambia todo.
Unos celebran una boda, otros lamen los helados de una familia rota, pero que quiere sobrevivir.
Unos parece que nacieron para mandar y ser servidos. Otros para servir a otros y sobrevivir. Ese es el reino que nos legaron y que a grandes rasgos perpetuamos. Incluso los que no son despiadados, se compadecen, no corren a la empleada que quedó embarazada, y en un país injusto y desigual hasta el extremo incluso la llevan a los mismos doctores de la clínica limpia y privada donde los que tienen pueden seguir estirando la vida y aplazando la muerte.
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¿Cómo actúa Yalitza Aparicio? Como si no actuase. Contenida, a la espera, sin pensar, o aparentemente sin hacerlo. Porque en la forma de caminar, de mover las manos, de decir suave, de mirar el mundo hay una conciencia del lugar que ocupa en el mundo, y al mismo tiempo de una dignidad. De lo que está bien, y de lo que no. De lo que se puede aceptar y de lo que no. Pero la tristeza de fondo, que tal vez sea una imprimación, una marca a fuego que le hicieron en la piel a los indígenas, está ahí desde el fondo de los tiempos. Como la noche.
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El cine permite recorrer una distancia sonámbula con todos los ingredientes, planos, voces y pensamientos de lo que solemos llamar convencionalmente realidad. Por eso resulta tan convincente y persuasivo a la hora de deslizarnos por el tobogán de la memoria. Puede doler (y doler mucho, hasta el punto de tener que mordernos las lágrimas), puede hacernos creer que las cosas fueron exactamente así, o más o menos así, o probablemente así. Pero el resultado es un personalísimo ejercicio que combina dos sustancias aparentemente antitéticas: empatía y voyeurismo.
Hijo de la alta burguesía, o de una burguesía más que acomodada, o bien acomodada en el México de los años setenta, Cuarón nos abre la puerta de su intimidad con un salvoconducto llamado ficción. Pero con una carga simbólica y afectiva de tal caladura que cuando nos queremos dar cuenta nos hemos sentado en la cocina y en el salón de esa Roma mexicana. Tratamos de pasar del todo inadvertidos, pero no perdemos ripio. Sobre todo cuando comenzamos a darnos cuenta, como españoles, que compartimos algunos rasgos, algunas costumbres, algunos recuerdos, algunas canciones (La Virgen de la Cueva…) de una familia y sus pequeñas y grandes vicisitudes.
El cine, arte mayor del barracón de feria elevado a séptimo arte, nos sumerge en un sueño tan vívido que cuando acaba la función nos descubrimos con los ojos enrojecidos por la lejía de la emoción, y en vez de reingresar en la realidad (por ejemplo de la calle de Bravo Murillo de Madrid, donde radican los Cines Verdi) nos vemos cargados con una ampliadora: la de esa familia y su mucama, Cleo, es decir, la creación extraordinaria de Yalitza Aparicio, de tal modo que podemos contemplar nuestro pasado y nuestro concreto presente bajo una luz tan amable como cruda. El blanco y negro de una verdad ficticia, pero extraordinariamente verosímil, compartida y conmovedora. Por eso hay que ver Roma en el cine, a oscuras, entre una muchedumbre de desconocidos. Y llorar agradecidos por todo lo vivido y lo perdido.