De toda ruina siempre emana mucha piedad. Especialmente en el poniente, cuando el sol cae. Entonces, en cada crepúsculo de la tarde, parece que todo suceso se paraliza, o se relaja, haciendo que el inevitable transcurrir, debilitado oportunamente, engendre grave mas grácil hermosura.
Aunque la ruina exige mesurados sucesos. Queda fuera, para lo que yo pretendo definir, una ruina como el foro romano, v.g., doblegada en su artificio por mezquinas ambiciones turísticas, por mucho que la mira cultural se erija en defensora de esa actitud forzada.
La ruina digna debe aspirar a disolverse un día, a convertirse en polvo, o ni siquiera eso. Los mejores ejemplos se hallan en el ámbito rural, donde los elementos naturales, climatológicos, nada impiden en el proceso que adecúa poco a poco, con el debido compás de espera, la adecuada fisonomía.
Un edificio activo, en su exterior y en su interior, puede mostrar un atrevimiento osado, un impasse vergonzante, manifestándose como un grande objeto que se obceca en ignorar el tiempo favorecedor, llenándose de una rudeza que podríamos llamar fealdad. Sin embargo, en cualquier ruina que apreciemos domina la belleza en su visible descarnadura, ya que el tiempo, con labor sapientísima, ha ido elaborando un estado, unos estados paulatinos, frente a los cuales nuestra mirada, por completo, se siente subyugada.
Sumergida en la niebla, acrecienta la ruina notablemente su atractivo. Ese matiz de ingravidez la define, aunque pudiera parecer paradójico, con excelsa nitidez. La ruina ejerce entonces, para nuestra creciente contemplación, una especie de baile palpitante propagando una enorme seducción, tal un susurro muy selecto.
Las ruinas nos susurran, en efecto, que deviniendo así, desde vulgares guaridas, se han convertido en arte. No hace falta pintarlas, reproducirlas, fotografiarlas, para que, en carne viva, sean objetos artísticos y no las simples casas, los ordinarios cobertizos que fueron, achacosas iglesias, inseguros castillos, ramplonas residencias.
Decía Marcel Duchamp, inventor del ready-made, que si intentamos lograr arte copiando los objetos, ¿por qué el objeto, por sí solo, no puede ser, él mismo, con marcada autosuficiencia, una obra de arte? La ruina, sin tapujos, lo es. Además tiene la ventaja la ruina de ser un arte democratizador. Aseveraba el artista alemán Joseph Beuys: «Cada hombre, un artista». Esto quiere decir que el hombre pone techo a unas corrientes construcciones, pasándole el testigo al tiempo, quien, con preciso oficio, como el más habilidoso ser humano, crea la ruina: vieja mesa cubierta de cascotes caídos al azar, peldaños que no conducen a ningún sitio, aleatorias vigas configuradas en su caída como capricho selectivo; todo mutado en arte definitorio e incontestable.
Nota bene.- La secuencia fotográfica que acompaña a este texto es resultado de las instantáneas realizadas por el artista Áureo Gómez, plasmando las ruinas de Villacentenos, una antigua aldea que fue la mayor finca del término de Alcázar de San Juan, en la provincia de Ciudad Real. Villacentenos tenía 75 habitantes en el año 1800. Contiguo a la iglesia, que databa del siglo XIII y a la que iba a escuchar misa la realeza, existía un convento habitado por varias monjas. En la época de la toma de España por los cabrones de los franceses, las monjas tuvieron que huir refugiándose en Alameda de Cervera, dejando allí la hermosa imagen de San Lorenzo, que es el patrón de la pedanía.
Al pintor Áureo ya le aburre pintar cuadrito tras cuadrito, producciones elaboradas en una sola dimensión plana, y opta por originar proyectos artísticos participativos que no dejan lugar a la esterilidad de un simple lienzo rectangular. En esta ocasión, las ruinas de Villacentenos le inspiran para que de esta configuración surjan apuntes, esculturas del propio Áureo y también expresiones de otros artistas, tal es el caso del creador multidisciplinar Teo Serna, que ha disparado la cámara consiguiendo suntuosas tomas, ha compuesto poemas y está dispuesto a crear un original pasaje sonoro en torno a estas ruinas. De Ramón del Valle y Josefina Arias, que han elaborado un vídeo y un espléndido reportaje fotográfico. O de Francisco Villodre, autor de un relato fantástico sobre la iglesia de Villacentenos. Este texto mío asimismo forma parte de este proyecto ilusionante que esperemos que se resuelva en un decoroso volumen que muestre todas las iniciativas originadas por este suculento paraje.