¿Lo divino aparece cuando el hombre suspende su medrosa separación de la finitud, la elevación suprasensible propia del antropocentrismo? En otras palabras, cuando la separación sagrada reinicia su peregrinaje en el cuerpo mismo de lo sensible. El Greco –sólo después, Bacon- esculpe las transformaciones flamígeras del cuerpo de Cristo, una deformación del Padre en el Hijo, una torsión de éste en la trascendencia que atraviesa el calvario de la tierra y el infierno de los otros. De ahí la idea de Spinoza en su Ética: nadie sabe lo que puede un cuerpo. Hay en Cristo una torsión que define la carne. El cuerpo como un pliegue del afuera, una invaginación de otro mundo. Deleuze ha hablado con frecuencia del “ateísmo” que segrega, como ninguna otra religión, el cristianismo; también de la existencia inmanente de aquel que cree que Dios existe: “Pudiera ser que creer en este mundo, en esta vida, se haya vuelto nuestra tarea más difícil”, dice Deleuze en ¿Qué es la filosofía?
Sacer (2)