Como norteamericano dedicado al hispanismo, específicamente la literatura y cultura peninsular, toda mi vida, fue bastante lógico que durante aquellos años de enseñanza e investigación soñara con terminar mi vida en el país que tanto me entusiasmaba, y sigue entusiasmando. Aun más cuando yo venía de un país que casi no ofrecía todo lo que se encontraba en una España con un estilo de vida tanto más grato que el norteamericano, donde no solo faltaba, en la mayoría de los lugares, el ambiente simpático —urbano y rural— que tanto nos encandilaba a los jóvenes que veníamos a estudiar los veranos o durante el año académico, sino, ya con la llegada de la democracia, las múltiples mejoras, desde la maravillosa modernización de los sistemas de transporte y las carreteras, a todo lo que ofrecía la sociedad del bienestar del que se beneficiaba la población.
Imaginad mi desilusión, pues, al ver peligrar tantas de las mejoras de este mi país adoptado. Los precios de los transportes suben, pero no las condiciones de los trabajadores de aquellos transportes. Y a la vez que critico la no existencia de un verdadero sistema de salud pública en mi país, y la debilidad del que en algún momento entrará en funcionamiento, aquí en España presenciamos la amenaza de una privatización que subvierte todos los argumentos que yo solía presentar a mis coterráneos cuando alababa el sistema español frente a lo que existe (mejor dicho, no existe todavía) en Norteamérica. Pero hay algo que, como cuestión moral y ética, me llega mucho más al corazón, y es la participación española en la guerra en Afganistán. Mi país de origen, como su presidente actual, aprendió poco de la guerra en Vietnam, guerra contra la cual tantos de mi generación protestaron. Y ahora llevamos más tiempo, insensiblemente, sin posibilidades de ganar, en esta. Y no es que uno esté a favor, ni de Al Qaeda ni del talibán, pero si leemos los artículos de los periódicos, aprendemos que el día que Norteamérica saque sus tropas de aquel país, supuestamente en 2014, el talibán, que ya está instalado en muchas partes del país, tomará el control del resto, como pasó cuando salieron los rusos después de su guerra allí. Me causa una gran pena, pues, cada vez que leo de la muerte de un soldado español en aquel país, como la reciente muerte de David Fernández, y más que pena, una ira feroz, cuando leo las declaraciones de Mariano Rajoy, en las cuales afirma que España piensa mantener sus tropas en Afganistán aun después de que el presidente Obama saque a las nuestras.
En 1981 me uní a mis amigos para manifestarme en la calle madrileña en contra de la entrada de España en la OTAN. Curiosamente, los políticos que también se oponían, y que estaban en la calle con nosotros, facilitaron esa entrada poco después de ganar las elecciones del año siguiente. Y gracias a esa decisión los soldados españoles, como los soldados norteamericanos, tienen la oportunidad de arriesgar su vida y morir en un país lejano sin que su estancia en ese país cause un resultado beneficioso para nadie. Siempre me ha dolido en el corazón la muerte insensata de mis compatriotas en estas guerras —Vietnam, Irak, Afganistán— y, mira que ironía, que he venido a instalarme en un país cuyos jóvenes soldados encuentran el mismo triste destino.
El problema, como lo he entendido desde mis primeras experiencias protestando contra actividades gubernamentales que me parecían incorrectas, es que los que nos manifestamos, sea contra una guerra, una desigualdad de clase o de género, un desahucio, o cualquier otro mal social, político o económico, no somos proactivos sino reactivos. Es decir, esperamos hasta que el mal se ha cometido y luego reaccionamos. Y ese mal, casi siempre, es cometido por políticos que actúan por razones o bien difíciles de explicar o que no quieren explicar, o que simplemente no saben explicar. Y en el caso de participaciones en guerras ajenas uno se pregunta cuánto saben esos políticos sobre la historia, geografía y política de aquellos países.
¿Cuál es, pues, el deber del ciudadano ante este fenómeno? Dejar de ser reactivo, pasar a lo proactivo. Es decir, desarrollar organizaciones, llámelas políticas o como uno quiera, con sus consabidas publicaciones, dedicadas a educar al público en cuanto a lo que pasa en las áreas del mundo donde existen la posibilidad de una intervención militar, por parte de cualquier país, donde también existe la posibilidad de que España secunde esa intervención.
El caso de Malí es un ejemplo perfecto. Estemos a favor o en contra de lo que pasa en ese país, como ciudadanos tenemos el deber de saber, y si fuera de antemano mejor, cuál es exactamente la situación política e histórica de la región, así como en Irak, adonde el presidente Aznar mandó tropas españolas, o a Afganistán, donde están ahora. De la misma manera que hay ONGs que se dedican a asistir a la gente, debe haber ONGs que se dediquen a informar al público de lo que pasa en todas partes del mundo y ofrecerle un conducto para dirigirse al gobierno con sus opiniones sobre cuál debe ser la política española respecto a posibles conflictos en aquellas áreas. Parece difícil, casi utópico, pero en una democracia un ciudadano, ya que es responsable, con su voto, de la existencia de los políticos que le gobiernan y toman decisiones en su nombre, tiene el derecho de influir, y debe influir, antes de que sea demasiado tarde, en esas decisiones, es decir, antes de que se tomen.
William Sherzer, profesor de la City University of New York