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Sociedad del espectáculoLetrasSam's Strip: un cómic sobre comics

Sam’s Strip: un cómic sobre comics

 

Cuando en la segunda parte del Quijote Cervantes mostraba la indignación de sus personajes por las aventuras apócrifas que les había inventado Avellaneda, se adelantaba varios siglos a lo que nosotros consideramos uno de los rasgos definitorios de las post-modernidad: la ficción consciente de sí misma como tal ficción, lo que algunos han llamado metaliteratura.

       Basta repasar el admirable Secret Knowledge de Hockney para constatar que la pintura occidental ha jugado desde el Renacimiento con la conciencia de artificio. El uso de trampantojos, trucos ópticos y espejos –ninguno más explícito que el de Las Meninas—nos advierte del carácter mimético de la obra y devuelve a nuestra mirada una distancia crítica, tal vez cierta perplejidad de voyeur sorprendido.

       La historia de los cómics -como la del cine- es demasiado breve. Sin embargo, ha recorrido en poco más de cien años tantos y tan diversos caminos que en una de sus encrucijadas se encontró consigo misma. Como en esas películas donde un actor interrumpe la acción para mirar a la cámara e increpar a los espectadores, en esa ocasión se utilizaron las condiciones y estructuras de la historieta gráfica como tema central de una de ellas. Me refiero a la singular tira de prensa americana, famosa por referencias pero escasamente conocida, Sam’s Strip, que recientemente ha rescatado íntegra la editorial Fantagraphics.

       Sam’s Strip se publicó en unos 60 periódicos –un fracaso según los parámetros estadounidenses—entre el 16 de octubre de 1961 y el 1 de junio de 1963. Firmaba los dibujos Jerry Dumas, pero la idea conceptual y los guiones procedían de uno de los hombres-orquesta de más éxito en los cómics humorísticos de prensa, Mort Walker, el creador de Beetle Bailey, Hi and Lois y Boner’s Ark, por citar sólo sus tiras más célebres.

       Además de dibujante y múltiple guionista, Walker, todavía activo a sus 87 años, es un enamorado del medio –fundó en 1974 el National Museum of Cartoon Art, actualmente en Florida-. Es por lo tanto un gran conocedor del cómic de su país, a cuyos recursos icónicos ha dedicado un libro apasionado y burlón, The Lexicon of Comicana (1980). No es tan extraño que este hombre tuviera el capricho de realizar una historieta que tratara precisamente de los usos semióticos, los personajes y las fronteras de ese género. Es decir, que se propusiera lanzar el cómic sobre cómics, y eso dentro de las limitaciones de las tiras diarias de los periódicos. Sin abandonar la sátira amable de otras creaciones, Sam’s Strip exigía del lector un insólito grado de sofisticación y una erudición nada superficial sobre la evolución del cómic americano desde su prehistoria en la prensa ilustrada del XIX. Ambas exigencias, sin duda, fueron la causa de su escaso éxito.

       Los españoles no debemos olvidar que en la escuela Bruguera de los años 40 y 50 del pasado siglo los personajes de Pulgarcito y El DDT practicaban sin ninguna pretensión intelectual una especie de metatebeísmo. En las planchas de Manuel Vázquez era normal ver correr al abuelo Cebolleta hacia el final de la entrega diciendo “me doy prisa, que llego tarde a esta historieta”, o a Hermenegilda levantarse enfadada de su butaca porque “en esta historieta siempre están llamando a la puerta”.

       También los antihéroes de una serie visitaban a los de otra. Don Berrinche aliaba su mala leche con la de doña Urraca, y el loco Carioco padecía la misma estafa que el repórter Tribulete. Incluso Carpanta podía echar en cara a su padre, Escobar, que llevaba no sé cuántos números de Pulgarcito sin permitirle comer siquiera la aceituna de rigor.

       Esas originalidades, que curiosamente no nos perturbaban a los niños de entonces, eran frecuentes pero marginales al desarrollo de los argumentos. Lo excepcional en la obra de Walker, aparte de no entroncar con modelo alguno anterior dentro de su tradición, era que la rareza de una historieta autoconsciente, por así decir, se constituía ya no en habitual sino en la esencia misma de la serie.

       Sam, un hombre de mediana edad, barrigudo, ataviado con traje negro, corbata y un sombrerito ridículo del que asoman cuatro pelos, con la cabeza como embutida en el cuello de la camisa hasta media boca, es el protagonista de la tira y al mismo tiempo su administrador: las viñetas funcionan como su escaparate de exhibición y, a veces, si nada tiene que decir, las alquila a otros personajes. En un caso el lector se encuentra con los dibujos naturalistas de aviones o de un detective y Sam nos explica que ha tenido que subarrendar la tira a una serie de aventuras; o, al equivocarse de espacio, aparece mezclado con las ilustraciones de Tenniel para Alicia en el país de las maravillas; o se le cuela un chiste característico del New Yorker (para el que Walker también colaboró) y Sam experimenta la incomodidad de compartir viñeta con un vecino de otra clase. Su ayudante anónimo es el encargado de buscar en el almacén de utensilios los signos que toda historieta necesita –la bombilla de las ideas, las nubecillas de velocidad, los sapos y culebras de los exabruptos— y sirve de contrapunto sensato a la tendencia verborreica de Sam. Pero éste dialoga con muchos más interlocutores: los inquilinos de docenas de tiras más famosas que la suya o su propio dibujante, Dumas, con el que mantiene una relación de amor y odio, de sumisión y rebeldía.

       A menudo los gags aspiran a divertir sólo al iniciado o a lectores de edad suficiente (hoy ya sería imposible) para haber conocido series de los albores del cómic, como Happy Hooligan, Buster Brown, Moon Mullins; el mismo Yellow Kid, aceptado como el premier personaje de los cómics americanos, hace su acto de presencia. Sospecho que para casi todos sus contemporáneos Sam’s Strip resultaría hermética. Quien no estuviera familiarizado con la mecánica de relación entre Krazy Kat y el ratón Ignatz –pensemos que en 1961 no se disponía de las reediciones de clásicos que ahora disfrutamos— se perdería la gracia de las tiras en las que Sam los invita a participar. Quienes nada supieran de las caricaturas políticas de la prensa durante la guerra del 98 o la era de la Ley Seca, difícilmente comprenderían las bromas de Sam sobre los dibujos tan particulares que invaden sus viñetas.

       Sabemos que Sam’s Strip era adorada por los colegas de sus autores e irritaba a la inmensa mayoría de los lectores de las funny pages que acudían a ellas para reír con las andanzas de Blondie o de Barney Google y no para aumentar sus perplejidades del día. Desapareció por falta de seguidores. Años después, en 1977, Walker y Dumas resucitaron a Sam y su asistente con el nombre de Sam & Silo, convertidos en una tira más de humor y sin ninguna alusión a su críptico pasado. Pero que dejaron huella lo demuestran las imitaciones parciales que llegan hasta ahora mismo: la aparición de Snoopy en uno de los últimos vuelos de Steve Canyon o las continuas de Nancy en la tira de Zippy the Pinhead. Lo demuestra la publicación del espléndido volumen de Fantagraphic que sus autores se han visto forzados a anotar para que el lector actual no se pierda las alusiones políticas de los 60 y sobre todo los homenajes, parodias y evocaciones de docenas de héroes de papel. Para el amante de los cómics, la colección completa de toda la andadura de Sam’s Strip es el mejor regalo de los últimos meses.


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