Periódicamente se vive en la España de las Autonomías una serie de polémicas que tienen como protagonista al idioma, o mejor dicho a los idiomas: uno opresor y otro oprimido que amenaza con la extinción. Debates, que además de agitar la esfera política, plantean, al menos desde el punto de vista científico, una serie de cuestiones y, sobre todo, dudas sobre la idoneidad de las políticas, llamadas de inmersión, para la supervivencia de una lengua.
El punto de partida de cualquier análisis riguroso es que todo lo que pisa la tierra, incluidos los idiomas, está condenado a desaparecer, a extinguirse, y que cualquier esfuerzo que se realice sólo podrá asegurarle unos cuantos años más en el planeta. Al menos el 99,9% de las especies que han poblado la tierra han desaparecido. Existen numerosos registros fósiles que dan fe de ello. Estos establecen, además, un periodo medio de paso por el planeta de unos dos millones de años por especie, aunque haya excepciones, como las ostras o almejas, cuya permanencia se puede prolongar hasta los 17 millones, o los hombres, cuyo plazo se puede acortar a los cientos de miles de años.
Siguiendo esta lógica, con los idiomas ocurre algo parecido.
Aunque no hay registros fósiles, sí existen las numerosas evidencias que muestran a antropólogos, arqueólogos o paleontólogos que la mayoría de las lenguas que en algún momento han servido como vehículo de comunicación en la Tierra se han extinguido. Además, a diferencia de las especies, su existencia apenas dura entre centenares y miles de años. Pensemos en el latín, el griego clásico o los idiomas de grandes civilizaciones como la de los sumerios, caldeos, asirios… Ninguno superó los 10.000 años.
De hecho, en la actualidad se hablan en el mundo unos 6.000 idiomas. Según la UNESCO, la mitad de ellos está en peligro de desaparecer, a un ritmo de uno cada 15 días. Con independencia de que este sea uno de los muchos peajes que haya que pagar por la globalización, resulta preocupante que no queden rastros de su extinción, perdiendo así gran parte de la diversidad del acervo cultural de la humanidad.
Por qué extingue un idioma
Al igual que ocurre con las especies biológicas, la primera causa resulta de Perogrullo: un idioma -o una especie biológica- se extingue cuando todos los individuos que lo hablan -o todos los que pertenecen a la especie- se acaban. Así, cuántas más personas lo hablen, menor será su posibilidad de extinción. Esta es, de hecho, la argamasa que une la mayoría de las políticas lingüísticas de nuestro país.
Pero el número no es la única variable que opera ante un problema de extinción, también influye el modo en qué se distribuyen estos hablantes. No es lo mismo que se concentren en torno a un solo territorio o que estén desperdigados por varios ámbitos geográficos interrelacionados. Así, ante una hipotética desgracia nuclear que hiciera desaparecer Galicia, como existen numerosas colonias de gallegos repartidas por todo el mundo que siguen falando galego, el idioma no desaparecería. Pero, además, estas colonias serían inmunes ante una política agresiva de los castellano-hablantes en territorio gallego.
Por lo tanto, en una primera aproximación matemática -primer aviso a los políticos nacionalistas-, resulta más eficaz la dispersión que la concentración -o la combinación de ambas-. En lugar de aplicar un modelo gausiano (por la ecuación de Gaus), cuyos resultados encaminarían la solución del problema hacia la media, es decir políticas destinadas a la concentración, para evitar la desaparición de un idioma sería más conveniente aplicar la distribución de Poisson.
El físico y matemático francés Simeón Denis Poisson se dedicó a estudiar los sucesos raros, dilucidando las leyes matemáticas que los caracterizan. Su aproximación matemática ofrece la estrategia más eficaz en cuanto a número y tamaño de las poblaciones en que deberían repartirse los hablantes de un idioma para minimizar la probabilidad de su extinción. Y sin hacer los cálculos, sin duda la mejor estrategia no es concentrar a todos los hablantes en una sola población. Es mucho mejor disponer de varios ámbitos más pequeños, con cierto grado de aislamiento y, a la vez, cierto grado de interconexión. Cuando un idioma se hace raro -tiene pocos hablantes- se encuentra mucho más seguro con una estructura de metapoblación que con una de población única.
La segunda causa de extinción de un idioma es consecuencia de su propia evolución -extinción filética-. Del mismo modo que las especies evolucionan en su devenir para adaptarse al entorno, hasta el punto de desaparecer para dar lugar a una nueva especie, con los idiomas ocurre algo parecido. Algunas palabras y expresiones van cayendo en desuso y van siendo sustituidas por otras. Este cambio en los idiomas es muy rápido. Incluso puede percibirse en el transcurso de la vida de una persona o entre dos ediciones sucesivas del diccionario de la Real Academia de la Lengua.
En nada se parece el castellano que se hablaba cuando se escribió el Cantar de Mío Cid o las Cantigas de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo, al que se habla hoy. De hecho, si una máquina del tiempo trajese hasta el presente a los contemporáneos del Cid y habitasen una región concreta, seguramente reivindicarían su idioma como una lengua propia.
Barreras físicas… y mentales
Si seguimos el patrón del modo en que se han originado las especies, se deduce que el aislamiento desempeña un papel fundamental. Así, cuando algún tipo de barrera, por ejemplo un accidente geográfico, deja aislados de manera significativa y continuada en el tiempo a un grupo de individuos, lo que queda de la población original y la población aislada emprenderán caminos evolutivos diferentes, llegando al final a ser dos especies distintas.
Con los idiomas ocurre igual. Una barrera que aísle a un grupo de hablantes de los de la población del idioma original, si se mantiene el tiempo suficiente, dará como resultado dos lenguas diferentes. Las fronteras entre las naciones son eficaces sistemas de aislamiento que conducen a la aparición de nuevos idiomas –por ejemplo las lenguas romances surgidas a partir del latín-.
Por lo tanto, desde un punto de vista biológico -además de matemático y de evolutivo- la mayor movilidad de los hablantes y la existencia de menos barreras de aislamiento darán a la lengua mejores condiciones para que no desaparezca. Así, cualquier lenguaje que quiera permanecer, debe derribar barreras y asimilar los cambios semánticos derivados del avance de la ciencia y la tecnología (una rápida tasa de cambio es en parte la clave del éxito. Quien evoluciona sobrevive).
Si no, en el mundo globalizado comenzarán a darse fenómenos de competencia entre idiomas que favorecerán a los grandes (“prefiero que mis hijos estudien inglés que euskera”) en detrimento de los que se atrincheren en posiciones inmovilistas y geográficas. No se quiere decir con esto que existan idiomas superiores a otros. El inglés tiene una posición preponderante no porque sea intrínsecamente superior a otros idiomas minoritarios sino, por ejemplo, porque se ha impuesto en determinados ámbitos como en el tecnológico o en el científico
Según la Biblia, Dios castigó a los hombres con la confusión de las lenguas tras la Torre de Babel. La tecnología, eficaz destructora de barreras, contribuye a lo contrario, empujando hacia el dominio de tan solo unos pocos idiomas mayoritarios. Por todo ello, la labor de los conservacionistas de idiomas es sin duda muy difícil, pues deben luchar en contra de una corriente poderosa, el estilo de vida moderno, que lleva a los idiomas minoritarios hacia su extinción. Esa misma tecnología ha llevado y está llevando a la extinción a mas la mitad de las especies que viven sobre la Tierra.
Desde ese punto de vista, si comparamos la evolución de los idiomas con la propia evolución de las especies –es decir, ajenos a cualquier contaminación ideológica al uso-, y dando por sentado que la tendencia natural de cualquier lengua es su extinción -y no hay que rasgarse ninguna vestidura por ello, que lo importante es haber elaborado un legado para el futuro, como hicieron los griegos clásicos-, cabe cuestionarse lo acertado de las políticas de normalización que se están aplicando.
Sobre la puerta del icono más relevante de la cultura clásica, la Academia Ateniense, donde se enseñaba filosofía, retórica, estética…, figuraban las concluyentes palabras Oudeis ageometretos eiseto -queda prohibida la entrada a los ignorantes en Geometría-. Traducido a nuestra comprensión, y dada la concepción de la geometría en la Grecia Clásica, equivaldría a prohibir la entrada a los ignorantes en matemáticas. O, siguiendo la doctrina de Stephen Jay Gould, uno de los retos del siglo XXI es lograr la interacción entre Ciencias y Humanidades -léase también política- intentando aportar nuevos enfoques conceptuales al conocimiento de fenómenos complejos.