
Se dice que los políticos son el espejo del pueblo. No sólo Pablo Iglesias cuyo concepto de pueblo (la gente) es de propiedad, como todo lo demás. Pablo hace política como si hiciera la compra en el supermercado: recorre los pasillos con el carrito donde va echando, van cayendo, toda clase de productos. En la bolsa de la compra de Pablo hay socialistas y comunistas, hay antiguos votantes del PP, hay nacionalistas y hay etarras. Es lo malo de ir a hacer la compra con hambre: que no se mide. Lo que no hay son víctimas de los etarras porque esa sección la pasa de largo. Pero en el carro de Pablo está toda la gente y a ver quién le dice lo contrario, sea amigo, compañero o periodista. Algunos políticos, como Sn (ya se le ha caído también la c), pueden estar frustrados. Otros, como Rajoy, parecen contentos. Iglesias sigue con hambre, un hambre atroz, mientras Rivera podría estar estar pregúntandose cómo está, quién es y que hace aquí. El pueblo, en realidad, no está frustrado sino aburrido. Y aburrido no se va ni a votar. El aburrimiento es aún mayor que el de toda la vida. Causan alipori los vanos intentos, por superficiales (el último de Compromís de lo ridículo es casi entrañable), donde no hay más acuerdo posible que el de las fantasías de Hernando y Luena, los suministradores de libros de caballerías de Sn. La política es un serial cutre de altísimo coste, al que después de todo, después de tanta indignación, sólo se le han añadido efectos especiales. Nada que echarse al diente sino aire. Yo creo que tanta insistencia con el pacto a la valenciana era un ansia por la falla, por el ruido, por la traca. A la valenciana es el ruido y a la rajoyana el silencio. Y luego de la negación del Quijote socialista, donde están revelados los más arcanos secretos del alma humana, como dijo Dostoievski del original, los más arcanos secretos de esta legislatura de broma, apenas queda la voz de Rivera que no acaba de hacerse, una voz adolescente que suena aún a caña.