Vítores, aplausos y besos abrigaban el pasado julio a Bradley Wiggins cuando hizo sonar para el ciclismo por vez primera el himno God Save The Queen en los parisinos Campos Elíseos. Enfundado en el maillot amarillo, prenda distintiva de los campeones del Tour de Francia, bruñía sonrisa y recibía parabienes cebando el orgullo más telúrico de los británicos. No sólo de ellos. Días más tarde el universo mod se hizo eco de que uno de los suyos se había catapultado, a fuerza de martillar pedales, a la cima mundial de uno de los deportes más duros y exigentes que ha ideado el ser humano. La sorpresa no fue tan mayúscula. Los mods ingleses iniciaron su relación con el ciclismo cuando en la década de los ochenta adoptaron el maillot como una prenda más de su vestuario.
El ganador del Tour de Francia es heredero de un movimiento cultural gestado en los barrios obreros de Inglaterra en los años cincuenta, con perenne cariz crepuscular apenas una década después de nacer, que alberga indicios plausibles de inmortalidad. Los vástagos de este working class phenomenon (fenómeno de la clase trabajadora), en un flujo cíclico que se ha repetido varias veces a lo largo de su dilatada existencia, por momentos encogen, hasta el punto de darlos por extintos y, cuando entonan los últimos estertores de la agonía, éstos llaman a rebato porque siempre señalan el inicio de un nuevo resurgir.
El olor a aceite, grasa y gasolina impregna el ambiente en un taller creado ad hoc en los bajos de una casa enclavada en una calleja del madrileño distrito de Puente de Vallecas. En su interior una scooter Lambretta serie 2 de 1962 se encuentra “destripada” porque dos miembros de la escena mod la están sometiendo a cuidados mientras los sonidos más cáusticos de los sesenta, vindicados por la mítica banda The Who, aclimatan la atmósfera. Como cirujanos, pertrechados con soplete, troqueladora y sierras proceden a realizar un recorte en el motor “para que la moto vaya más alegre”, comentan, y además cambian el cigüeñal, y le añaden rodamientos nuevos.
Se trata de Santiago y Alfonso Bul, dos integrantes de la escena madrileña de esta subcultura urbana que resiste en su estética y sus inquietudes musicales a todas las modas que la han sobrevenido. Aunque el término mod es el diminutivo de modernist siguen anclados en la cultura del Northern soul surgida en Inglaterra en los albores de la década de los setenta del pasado siglo. Una identidad musical, asimilada entre otros por los scooter boys (scooteristas), corriente mod a la que se adhieren los protagonistas, alumbrada en el norte de Inglaterra, que cogieron prestado los temas más oscuros del soul estadounidense para hacerlos propios.
“Somos los últimos de esta especie”, declara orgulloso Alfonso, que luce polo Fred Perry con tonalidades azul celeste y burdeos. Son los colores del West Ham United, equipo de fútbol del barrio trabajador homónimo de Londres. No es casual su elección ya que el movimiento mod tuvo su raigambre en los distritos más industriales y obreros de Inglaterra.
“Por aquí ha pasado mucha gente, pero pocos llegan a formar parte de la escena”. La escena es todo aquello que engloba el movimiento, “son los que se sienten parte de ella y pelean porque ésta se mantenga”, indican. El hecho de llevar una scooter clásica de los sesenta, aunque sea de las firmas Lambretta o Vespa, no significa que formes parte del movimiento mod. Ni siquiera que acudas a los festivales y rallies que organizan por toda la península. Es una forma de vida.
“Nosotros trabajamos para poder hacer las cosas que hacemos; el tiempo libre lo ocupamos en el taller arreglando motos y yendo a conciertos, festivales y rallies en ellas, la moto es una prolongación de nuestro cuerpo. Si hay un festival en Sebastopol ten por seguro que si vamos lo haremos circulando con nuestra scooter aunque tardáramos un mes en llegar”, señala Santiago, al mismo tiempo que su expresión denota el orgullo de sentirse parte de un selecto grupo humano.
“En lo mod se valora la atención extrema y el trabajo, es una cultura de artesanos y, como tal, en ella se desprecia la vagancia, la desatención hippie, la holgazanería en cuanto a gestos, ritos y acciones. Mod es dedicación absoluta a una pasión casi religiosa que no todo el mundo está preparado para dedicarle a algo. A vivir intensamente, sin ir más lejos”, dejó escrito el periodista Kiko Amat.
A finales de los años cincuenta el mundo occidental empezó a convulsionarse. La liberación sexual y política germina una época contestataria y rebelde, donde los valores tradicionales empiezan a ser cuestionados por la juventud. En este clima nace en Inglaterra el movimiento. Son sus miembros primerizos jóvenes de barrios obreros fanáticos del modern jazz que visten como espejo de los grandes intérpretes de esta música.
En la década de los sesenta el movimiento comienza a propagarse con celeridad marcando el devenir de toda una generación de jóvenes ingleses. Los mods brotan como setas por toda la geografía británica ayudados con la adopción del movimiento de estilos gestados en la música negra que llegarían a ser tan definitorios en su ADN como el soul o el rhythm and blues. Precisamente ahora es cuando adoptan la vestimenta que tanto les caracteriza: las parkas (abrigos militares), las camisas Ben Sherman y los polos Fred Perry, y se hace obligatorio poseer una scooter para considerarse miembro de pleno derecho en el movimiento.
Los mediados de los sesenta están considerados la época dorada de los mods. Arcadia perdida que muestra la película Quadrophenia cuando grupos como Small Faces, The Kinks o The Who asientan la música beat que tanto bailaron los mods en las fiestas conocidas como all nighters que se organizaban por toda Inglaterra. Muchas de ellas celebradas durante los chewing-gum weekends, nombre con el que denominaban los mods a sus fines de semanas más salvajes y que aludían a los chicles que mascaban para paliar los efectos de las anfetaminas, las purple hearts fueron las más famosas, que solían consumir para la ocasión.
Eventos organizados entre medias de las batallas campales que les enfrentaron contra sus enemigos los rockers. La refriega más conocida –comentado con preocupación por los medios de comunicación ingleses- se produjo en las playas de Brighton en 1964, ciudad costera del sur de Inglaterra considerada símbolo por antonomasia de la cultura mod.
Diez años después el movimiento estaba prácticamente extinto ya que la evolución musical que se produjo en los años setenta hizo que la mayoría de los miembros dividieran su deserción entre dos formas de afrontar la vida. Con la llegada de la psicodelia, que dejó su influjo en grupos tan señeros en la identidad del movimiento como The Who y Small Faces, antiguos mods se acercaron al universo hippie adoptando la filosofía de haz el amor y no la guerra y la ingesta espiritual de psicotrópicos como puerta de entrada a la verdadera percepción. Por otro lado surgió en Inglaterra el movimiento hard mod –devino años después en el skinhead-, que reivindicaba el orgullo de pertenecer a la clase obrera frente al hálito de niño bien que acompañaba a los hippies, y además recurrían a la violencia si era necesario para autoafirmarse.
Paul Weller y su icónico grupo The Jam fueron los principales responsables de que surgiera un revival mod a finales de los años setenta, y que a rebufo de esta segunda oleada en una España ya democrática aparecieran por vez primera nacionales que afirmaban ser integrantes de este movimiento.
Según señala Pablo Martínez Vaquero en su libro Ahora No Mañana, el primer festival mod en España se celebró en la sala madrileña El Jardín el sábado 18 de octubre de 1980. “Doscientas cincuenta pesetas para acudir a la sesión de tarde y cuatrocientas para la nocturna, con la actuación de Los Flequillos y Los Elegantes”, anunciaba el cartel, con el reclamo “sólo música de los sesenta”.
Uno de los pioneros en España fue Carlos, madrileño bien entrado en la cuarentena, casado y padre de familia. Con tan solo doce años empezó a interesarse por esta tribu urbana a raíz de un concierto que el grupo Los Elegantes dieron en la sala Rock-Ola, epicentro de reunión de todo lo que abrigó la corriente cultural bautizada como Movida Madrileña.
“Llamé a un programa de radio para conseguir una entrada del concierto del grupo que promocionaba La calle del ritmo, un single que acababan de sacar al mercado”. Sin tener ni una vaga idea de lo que significaba ser mod acudió a la sala madrileña y no le dejaron pasar debido a su corta edad. A pesar de ello, en la cola mantuvo el primer contacto con miembros de esta tribu urbana, relación prístina que todavía perdura con algunos de ellos. A partir de entonces empezó a acudir adonde se congregaban los primeros mods en Madrid. “Como todo buen católico teníamos un oficio obligatorio a la semana: los domingos por la tarde en El carrusel –así se conocía la parte inferior del Rock-Ola-, para escuchar lo que en la época se conocía como revival mod”. A pesar de esta afirmación, convertirse en mod no era el fruto de un adoctrinamiento, ni siquiera existía un bautismo que marcara la entrada en el movimiento. “Poco a poco te iba gustando la estética, la filosofía y sobre todo la música que era realmente el vínculo más importante que nos unía a todos”.
La música que hacían los grupos mods de los ochenta no tenía nada que ver con la de los sesenta, a pesar de que lo que vivió Carlos fue un revival de la primera escena mod. Grupos tan importantes en el momento como The Squares o The Chords hacían un power pop muy guitarrero, sonidos que no tienen nada que ver con los ritmos propios de veinte años atrás. Estas dos formaciones sostenían la escena junto a bandas como Purple Hearts, Merton Parkas, Vapors, Nine Below Zero, Secret Affair o Lambrettas, todas ellas de procedencia británica.
En España, Brighton 64, el conjunto formado por los hermanos Gil, fueron la punta de lanza del movimiento, responsabilidad que más tarde compartieron con Los Flechazos, Los Elegantes, Los Cómplices, Los Flequillos o Telegramas, entre otros.
A pesar de esta floreciente escena los mods de su quinta también sentían predilección por otros estilos musicales. En los primeros ochenta, como señala Carlos, muchos se apuntaron al “rollo ska” seducidos por grupos como Madness y Bad Manners, aunque esta música era ajena al movimiento mod. En aquella época los skinheads madrileños tenían más ascendiente punk que ahora y todavía, en general, no habían asumido el ska como algo propio.
Los gustos estéticos y musicales que han ido surgiendo en el movimiento son la consecuencia directa de que ser mod implica un estilo particular de enfrentarse a la vida. La máxima es Clean living under difficult circumstances (Vida pulcra bajo circunstancias difíciles). Consigna que es todo un lema en el ambiente desde que lo formulara en los sesenta Peter Meaden, el manager del grupo The Who, al intentar resumir en una frase el principio básico que rige a los mods. Una primera lectura invoca al rigor higiénico que debían tener los miembros, la manicura hecha y siempre los zapatos brillantes, se decía, pese a que como ya se ha comentado la mayoría de sus miembros pertenecían a la clase trabajadora. Pero esta máxima esconde un significado más importante. Alude al hecho de nacer en un ambiente en el que uno no se siente a gusto y en el que hay que destacar sobre el resto a través de la sofisticación. Como formas de distinguirse se alude a tener inquietudes musicales, ser amante del buen vestir y demostrar inteligencia. Es una cultura que predica el individualismo frente a una sociedad que percibe como un agente catalizador que comporta la aviesa intención de anularte como persona. El movimiento sitúa el referente en los llamados faces, los mods más carismáticos que precisamente lo son por sus conocimientos y su estilo a imitar.
Aunque no era una opción mayoritaria a principios de los ochenta en cada clase de colegio o instituto de Madrid solía haber un mod. El actor Gabino Diego, recordado por sus papeles en las películas Amanece que no es poco, El viaje a ninguna parte o Belle Epoque, era uno de ellos. En aquella época exhibía su condición por Capitán Haya formando parte de un grupo mod que se les conocía en la escena madrileña como “los de la Marina”. Apelativo debido a que la mayoría de sus miembros eran hijos de militares de la Armada española y tenían sus hogares radicados en Plaza de Castilla, en unos bloques de pisos levantados en su día para albergar a familias de militares pertenecientes a esta sección del ejército.
El hecho de provenir de una familia castrense no evoca una mayor fascinación por el movimiento mod. “Es una casualidad”, apunta Carlos, ya que éste era el único caso que conoció y además los mods, aunque utilizan como símbolo la escarapela de las Fuerzas Aéreas Británicas, la Royal Air Force (RAF), y es usual que vistan con abrigos militares, las denominadas parkas, nunca han tenido relación con la milicia.
Las parkas empezaron a ser utilizadas por civiles en Inglaterra al término de la Guerra de Corea, en 1953, cuando los soldados norteamericanos regresaron a su país. Al concluir el conflicto el ejército no precisaba ya de tantos hombres y la ropa sobrante era tanta que las autoridades intentaron dar salida al stock comercializando la parka como una prenda apta para lucir en la vida civil. Los mods rápidamente adoptaron estos abrigos como un elemento distintivo de su cultura, ya que es una prenda idónea para circular en moto por la brumosa Inglaterra. Pese a que cubre las tres cuartas partes del cuerpo, la comodidad en la conducción de una scooter no disminuye y es tan impermeable que permite vestir traje debajo sin miedo a que éste acabe calado al exponerse a una tormenta.
Asimismo, no era lo normal en Madrid que vecinos de una misma comunidad formaran una cuadrilla. Por ejemplo, todos los amigos mods de Carlos, criado en el barrio de Parque de las Avenidas, conocidos en sus tardes en el Rock-Ola, estaban repartidos por toda la capital pese a que en su zona residencial había más mods con los que no guardaba ninguna relación.
Los rockers, los antagonistas de los mods, también aparecieron en la primera época postfranquista. Aunque parezca inverosímil mods y rockers se odiaban profundamente en la España de los ochenta. “Era más un tema de macarrismo, tanto de un lado como del otro. Si te encontrabas con un rocker no pasaba nada, pero si estabas en el metro y te cruzabas con veinte te daban una paliza”, señala, aunque en realidad era “un rollo muy infantil que casi nunca tenía consecuencias”. Hasta que las hubo.
Los rockers más violentos frecuentaban la zona de Orense. Uno de ellos, Demetrio Jesús Lefler, del grupo conocido como los Botejara, en el transcurso de una reyerta entre mods y rockers en la puerta del Rock-Ola murió apuñalado. Hecho trágico que, sumado a que el local fue incendiado días más tarde, provocaron que la mítica sala tuviera que echar el cierre para siempre. A partir de entonces los mods madrileños se congregaron, como en la Inglaterra de los años sesenta, en las fiestas all nighters que se organizaban por toda la ciudad difundidas a través de fanzines, documentos que consistían básicamente en un puñado de folios doblados y grapados con poco más que un artículo y dos fotos. Entre los más populares estaban El perfecto Scooter Club, Reacciones, La Scena y Mod’zine.
Se pierde el principal punto de reunión y los mods se difuminan por toda la ciudad, trasladando sus locales de ocio, entre otras, a las calles Princesa, Coslada y Arturo Soria y acuden a bares ubicados en los bajos del edificio del sindicato UGT. Los flequillos, el pelo a lo garçon que lucen las modettes (chicas mod), las gabardinas (en Madrid todavía no eran mayoritarias las parkas), y las Vespas y Lambrettas desafiando la ley de la gravedad con múltiples espejos, bocinas y faros, causan asombro, pero no escandalizan a los mayores, que no mostraban hacia ellos ninguna animadversión. En España nunca se asoció esa estética con la delincuencia.
En esta misma época se organizan las primeras concentraciones de scooters antiguas. Málaga y la localidad catalana de Lloret de Mar son los enclaves elegidos, reuniones que ya no se celebran. Actualmente el Scooter Rallie de Madrid, el Scooter Run de Guadalajara y la Scooter Cruzada de Gijón lucen la vitola de ser las concentraciones con mayor pedigrí del panorama español.
Los mods fueron los grandes desconocidos de la Movida Madrileña. Pese a que su atuendo los hacía fácilmente identificables, el público en general no sabía cuáles eran las inquietudes musicales o la filosofía que impregnaba al movimiento. Los medios de comunicación tampoco informaban al respecto correctamente. El ejemplo más sangrante ocurrió en un programa de TVE que presentaba Carlos Tena. El afamado periodista musical hizo un especial en la cadena pública sobre tribus urbanas y cuando les tocó el turno a los mods presentó a “unos seres estrafalarios que defendían clichés, vestían zapatos con plataformas, y no conocían absolutamente nada del movimiento”, dice Juan, otro de los primeros mods de la escena madrileña.
Un punto álgido de los mods madrileños de la época fue el concierto que Los Elegantes celebraron un domingo a las doce de la mañana en una sala de la calle Atocha. El evento lo organizó El Gran Musical, la revista de la cadena de radio musical Los 40 principales, cuyos responsables decidieron contratar como telonero a Georgie Dann, uno de los artistas más renombrados en la época estival de los ochenta, con éxitos tan bailados en los chiringuitos de la costa española como La Barbacoa o El Bimbó. “Al menos las tías del coro estaban muy potables”, señala Juan. En la sala madrileña se reunieron un centenar de mods, casi todos adolescentes, para ver al grupo, en el momento emblema del movimiento en España. A la salida más de una docena de rockers veinteañeros les esperaban, amenazantes, con los cinturones en la mano. “En otra situación probablemente hubiéramos echado a correr, pero estábamos eufóricos tras el concierto, todavía rondaba en nuestras cabezas el estribillo ‘este es mi tiempo, este es el momento’ y sin dudarlo fuimos a su encuentro”.
Los mods más antiguos se enorgullecen de estos enfrentamientos con cierta nostalgia, como si rememorasen una hazaña de su adolescencia. Pero esta animadversión entre mods y rockers nunca se institucionalizó. El ejemplo más palmario fue que los componentes de los grupos insignia de las dos tribus urbanas en España, Los Rebeldes y Los Elegantes, eran muy amigos entre sí. Meses más tarde Los Elegantes volvieron a dar un concierto, todavía muy recordado, en la sala Universal de Manuel Becerra, sin que se produjeran incidentes a la salida.
“En esa época estábamos un poco embrutecidos”, confiesa Juan, a causa de las frecuentes peleas en las que se vieron implicados los integrantes de su grupo. Algunos mods madrileños sostuvieron enfrentamientos también con jóvenes de extrema derecha, especialmente en Moncloa, ya que éstos no veían con buenos ojos que un español exhibiera los colores del Reino Unido. “A veces parecía que teníamos un imán”, ya que punkis y skinheads los tildaban de pijos por su excesiva higiene y su estética, a pesar de que la ropa privativa de los mods era accesible para los bolsillos más modestos, situación que creó la paradoja de que en la disputa con los rockers ellos fueran percibidos como los niños bien a pesar de que “las cazadoras de cuero que vestían los rockers eran mucho más caras”, indica.
El movimiento en Madrid declinó a finales de los ochenta y se mantuvo en stand by durante los primeros noventa. Pero el resurgir de la historia no la puede contar Carlos. Cuando comenzó sus estudios universitarios, que compaginaba con un trabajo, además de que encontrara una novia formal, se desvinculó durante unos años del ambiente. El caso de Carlos podría servir como botón de muestra de la jibarización que sufrió el movimiento. Cuando la escena pasa en Madrid por sus horas más bajas llega a ella la siguiente generación, los mods que actualmente se acercan a la cuarentena.
“A la escena se puede llegar sin scooter, pero es como si estuvieras huérfano de algo”, indica Fon, mod heterodoxo y convencido scooterista (Scooter Boy), según sus propias palabras, cuando explica que hasta los diecisiete años, siendo ya entonces un habitual del ambiente madrileño en 1989, no pudo comprarse su primera moto clásica.
Su historia es similar a la de muchos mods de su generación. “No me gustaba la música de las radiofórmulas y, acostumbrado a escuchar otras músicas que oían mis hermanos, adquirí unos gustos, y cuando fui púber busqué los sitios donde la pinchaban. A partir de ahí fue el northern soul, el soul y comprarme la moto”.
Entre 1988 y 1990 la rutina de su grupo los fines de semana empezaba por la tarde, dando vueltas con la moto por la ciudad, para luego ir a bailar a la sala Siroco, Fundadores o Universal. Este último recinto, clausurado en 1989, ubicado en la Plaza de Roma, en Manuel Becerra, colindaba con varios locales que frecuentaban rockers. Lugar habitual de peleas entre estas dos tribus urbanas, a veces con el resultado de reventar los escaparates de la óptica ubicada en la plaza. Episodios de similar magnitud sucedieron en esa época en la Plaza de España.
El rencor era tan acentuado entre mods y rockers que después de adquirir la moto, customizada por supuesto con espejos, faros y pegatinas, recuerda nuestro interlocutor, cuando salía por la noche o iba a visitar a una novia que tuvo, siempre intentaba esconderla: Entre matorrales, enfrente de las viviendas del Ejército del Aire en un tiempo que frecuentaba con sus amigos locales de Argüelles. Porque varias veces cuando iba a recogerla, “la habían tirado al suelo, la intentaban romper y a veces me la jodían”, señala.
Esta animadversión recíproca no estaba motivada por una confrontación política o ideológica. “La historia es que uno hace una cosa y el de enfrente hace algo diferente. Cómo nunca hemos sido capaces de respetar al de al lado siempre nos hemos pegado, y eso es lo que hacíamos”. Al mismo tiempo, el hecho de ser las dos tribus urbanas motoristas más relevantes tiene mucho peso en la mala relación. “Los rockers dicen que ellos surgieron antes y que nosotros cogimos su música, la transformamos y cambiamos el cuero por el traje y la parka, y el Cafe Racing (estilo de motociclismo popularizado en el Reino Unido en la década de cincuenta, principalmente por los rockers), por la scooter”.
“Ahora mismo, con cuarenta años me hablo con rockers que nos hemos zumbado cuando teníamos quince años”, dice. Hace cuatro años que se celebra una fiesta en Madrid –Mods and Rockers-, que como su propio nombre indica, reúne a personas de estas dos tribus urbanas, antaño antagónicas, en un evento amistoso.
“La gente que acude es gente muy antigua que ha estado en todas las historias, personas que no nos hemos ni visto pero que sí hemos participado en las peleas de Plaza de España, Manuel Becerra, en la sala Star o en Splash, y ahora lo único que queremos es disfrutar de nuestras cosas”.
Al ser todos gente de la misma edad, frisando ahora los cuarenta años, seguían cruzándose en sus salidas por las calles de Malasaña, Plaza de España o La Latina. Acabaron entablando amistad y surgió la idea. “Al final te das cuenta de que no hay diferencias. Ellos tienes sus cosas y nosotros las nuestras, ya no hay esas disputas juveniles absurdas y bastante infantiles”.
El evento comienza con una ruta motera que tiene la salida en el bar La Florida, localizado en la entrada de Pío XII, y llega hasta Villaconejos o Chinchón donde paran a comer todos juntos. Después vuelven a Madrid para acudir a la fiesta celebrada en los locales Beer Station y Soul Station, enclavados en la Plaza de Santo Domingo-. Hay batallas de dj’s en las que por un rato pinchan los rockers con su música y luego los mods con la suya. Incluso hay momentos en que mezclan los dos estilos.
“Nosotros somos la última remesa de los fanzines y de los envíos de rallies de los scooter clubs por carta a tu casa invitándote a sus salidas”, indica Santiago, un madrileño que se acercó a la escena a principios de los noventa influenciado por su hermano mayor. “Cuando dejas las canicas y las cometas buscas algo más y lo que busqué en mi caso fue un poco de gasolina”, señala para justificar que hace ya más de veinte años que se compró su primera scooter clásica, una Vespa P20E Iris, cuando contaba 17 años.
Su hermano y la moto le abocaron a la escena en 1992 que, aclara, estaba de capa caída en Madrid, tanto el movimiento mod, como el mundo de las scooters clásicas. En aquellos años, indica, había pocos bares en la capital donde podías ver el movimiento en “su pura sangre”, a pesar de que siempre fue minoritario hasta la consolidación de internet. Entre todos destaca el antiguo Jam, enclavado en la calle Barbieri del barrio de Chueca; El Guetto, radicado en la misma zona (“tercios a doscientas pesetas”, resalta), y luego terminaban los miembros de la escena en el Ambic, local de Alonso Martínez que con el paso del tiempo ha entrado en la mitología mod más castiza.
A finales de los ochenta se empezó a cimentar el primer festival mod de cierta enjundia en España, convirtiéndose más tarde en lugar de obligada peregrinación para, entre otros, los miembros de la escena madrileña. Se trata del Purple Weekend, celebrado en la ciudad de León desde 1986 a instancias del líder de Los Flechazos, Alex Cooper, apellido que cogió prestado del protagonista de la idolatrada película de finales de los setenta Quadrophenia, cinta que versa sobre la eclosión mod en Inglaterra. Más adelante se sumó el Euro Yeyé de Gijón, considerado en el movimiento como el mejor festival de esta cultura urbana en toda Europa, y recientemente ha recalado en Madrid el Beats Goes On. Tres meetings internacionales que sitúan a España como uno de los principales centros de reunión del mundo mod y de la cultura de los sesenta en el continente.
Al caer la noche, en un bar de Plaza de España se reúnen cada jueves los socios del Scooter Club Madrid, el club de scooters clásicas más importante de la capital, que ha llegado a tener más de 170 socios. Un simple vistazo a los reunidos te revela que no se trata de un grupo homogéneo. La estética mod está presente, pero convive con la skin y con la que no se asocia a tribu urbana alguna. No son gente que hable alegremente de sus cosas con desconocidos, pero al calor de unas cervezas empiezan a soltar la lengua. Una de las primeras sorpresas que te llevas es que la mayoría de los miembros del grupo que gastan cierta estética mod no se consideran propiamente mods; solo los más veteranos, entrados ya en la cuarentena, así se definen. Lo que el resto tiene por bandera es ser scooteristas. Una escisión moderna del movimiento, según manifiestan, más centrado en hacer vida con una scooter antigua que en la música y en respetar una estética. A pesar de ello, siguen formando parte de la escena.
“Scooterista es el afán por despertarte y pensar en tu moto, desplazarte siempre en ella, arreglarla tu mismo. Es un movimiento que sobre todo es motorista, pero además se suma la música. En nuestro club todos somos amantes del northern soul, el soul y la música instrumental y vocal de los años cincuenta y sesenta, desde Jerry Lee Lewis hasta los Rolling Stone”, dicen.
Para ser admitido en el club hay que tener una scooter antigua de chapa. “No vale tener una Honda Yupi, aunque tenga veinte años, porque no forma parte de la simbología del club”, recalcan. Para los socios estas motos “no tiene alma” porque no vienen avaladas por una trayectoria sino que simplemente son scooters con un motor de cuatro tiempos.
Unos cuantos madrileños juntaron fuerzas en 1994 para hacer que resurgiera de las cenizas el Scooter Club Madrid, desaparecido desde 1985. El objetivo “cubrir a la gente de la Comunidad que tenía una scooter clásica”, indica Santi, uno de los refundadores. Desde el resurgimiento todos los socios (actualmente son setenta), están inscritos en la FEVA (Federación Española de Vehículos Antiguos). El club organiza eventos para todos los miembros una vez al mes y una vez a la semana se reúnen en un bar de la capital.
Además de los scooteristas, están los yeyés y los sixties, que a diferencia de ellos nunca formaron parte de la escena. “No son más que puntos de vista musicales y estéticos”, señalan. No forman parte de la escena porque sólo les gusta vestir y moverse por ciertos ambientes, al punto de que “van tan al límite que se quedan entre la psicodelia y el rollo hortera de los sesenta”, sentencian.
La escena madrileña actual no está unida, un caso exclusivo en España. La razón es que hay muchos roces entre sus componentes sobre la ortodoxia que hay que cumplir para considerarte mod. “Siempre ha habido diferencias, esto es una cosa muy grande y cuando hay mucha gente siempre habrá muchas opiniones”, señalan.
Como ejemplo explican que a ellos mismos les llaman “frikis” por su forma de actuar. Para ellos, “es una aberración que se celebren festivales que llevan el cartel mod y no haya ni una sola scooter antigua aparcada en la puerta”.
“Somos mods, pero no somos mods”, observa Fon de forma aparentemente paradójica. “La escena es un mundo muy artificial, siempre lo fue así de hecho”, recalca, y añade que no le pueden exigir ir siempre con el traje y que tenga flequillo, porque le parece un look totalmente fuera de lugar a sus años, a pesar de que entró en la escena a finales de los ochenta con traje, corbata, pelo corto y convencido de ser mod. “Siempre he tenido algo más que era mi moto y no era simplemente un complemento más, sino mi forma de vida”, asegura mientras muestra los vaqueros y las botas que calza.
—Los auténticos mods que quedamos son los de mi generación, la vieja guardia –afirma uno de los más veteranos-. Los más jóvenes se hacen llamar mods, pero para ellos todo esto se reduce a lucir una estética, tener vinilos de grupos de los sesenta que no conoce ni Dios precisamente porque son una mierda y no conocer a ningún grupo de los que escuchábamos nosotros en los ochenta. Ahora para ser mod hay que ser lo más raro posible.
Claro que son mods. Los más puretas como él echan pestes porque ahora con internet es mucho más fácil encontrar discos, buscar ropa, conocer gente con tus mismas inquietudes. Antes era un rollo mucho más exclusivo, en el fondo son muy snobs.
—A principios de los noventa yo tenía dos o tres amigos mods en Madrid, dos o tres en Tarragona y dos o tres en León. Los contactos los conseguía por teléfono y a través de cartas –espeta otro-.
—Ten en cuenta que en los ochenta, cuando comenzó en España el movimiento, era muy difícil encontrar una corbata fina o unos jam shoes. Estéticamente ahora todo es mucho más fácil, y en general cualquier cosa es más sencilla, hasta puedes sin moverte de casa convertirte en campeón de canicas buscando en la red las páginas que te enseñen a serlo.
Después de más de treinta años de implantación del movimiento en España, una trayectoria adobada con múltiples caídas y sus respectivos revivals que consiguieron volver a poner a los mods varias veces de moda, parece que pertenecer a esta corriente cultural imprime carácter. Es muy raro que los más veteranos, a pesar de no poder dedicarle mucho tiempo ya al ambiente, renuncien a su pasado. Se considerarán mods toda la vida. Como confiesa Carlos: “la patria de uno es su infancia y su adolescencia… hacer el bachillerato, la primera juerga, tocar a la primera chica… eso es lo que verdaderamente te queda en la vida”.
Javier Royo Martín es periodista