En la sala del programa veo muchas caras conocidas, los rincones donde siempre se esconden mis amigos. Ella, a la que ya he saludado un día antes y que me confirma que podré asistir a ese evento social tan importante al que solo se llega con la invitación de ella y de él. Primera buena noticia. Luego veo que nuestro líder se pasea entre la gente con una botella de cerveza y sé inmediatamente que escogí el lugar correcto para completar mi Doctorado.
Setenta muchachos conversan en una casa grande
He visto Abre los ojos la noche anterior y hoy, mientras camino, me imagino cómo se vería la calle 34 vacía. En el filme hay un encuadre, justo en el rincón, cuando el hocicón Noriega tiene su pesadilla, en que aparece parado un tipo al que seguramente le dijeron “no vas a salir”. Sí sale. Así que Madrid no está vacía en esa pesadilla de película. Se le ve a Noriega y a un tipo más. La 34, esta tarde en que camino por ella, está llena de gente.
La estrategia de pedir un café para calentarse las manos mientras deambulas por la ciudad es bastante útil. El problema es que cada vez que entro al horno que son los edificios de Manhattan con calefacción, me empiezo a morir de calor. Así que pido un café helado. Ice latte with one sugar. Es el Dunkin Donuts, por si les pareció snob lo que dije. Siempre me olvido de la servilleta y me termino limpiando los labios con el dorso de la mano, así que de snob nada. Camino por la 34, doblo en la Quinta, entro por esa puerta donde me piden que muestre un documento que no renové. Cubro con el pulgar la calcomanía Spring 2016 y paso. Elevador, quinto piso.
Hoy despedimos a una compañera a quien todos queremos. Ella tiene el cabello de color morado y una sonrisa que nos vuelve locos. Está metida en todo lo que signifique trabajar hasta tarde y protestar contra el sistema. Esta noche ella se borra de éste, nuestro sistema, y se va por ahí a intentar construir un mundo mejor. La vamos a extrañar.
La despedida sucede en la oficina de los Columbian Studies así que una compañera cachaca se pasea entre la gente llenando vasos con aguardiente. Me tomo tres y pienso decir unas palabras. Al final reina la cordura: mis compañeros dicen lo que yo no he podido decir, mis compañeros la conocen mejor que yo, mis compañeros son sabios y yo soy un imbécil. Dejo el trago. Me como un poco de lo que está servido. Pasa la hora y alguien dice que tenemos que bajar un piso para presentar la revista del programa del Doctorado. Llegó la hora de la seriedad. Sé que voy a extrañar el aguardiente.
Siempre que me sirven aguardiente recuerdo una noche de la primera vez que estuve en Bogotá. Cómo me sorprendieron con ese licor dulzón. Me engañaron jugando al Quispe y terminé con un dolor de cabeza que me obligó a cancelar mi viaje de regreso a Lima. Unos años después regresé y en una finca de Boyacá me ofrecieron aguardiente. Me tomé uno solo, lentamente, con mucho miedo. Tuve que pedir disculpas y decir que no me sentía muy bien del estómago. Más vale prevenir.
En la sala principal veo muchas caras conocidas. Miro hacia los rincones donde siempre se esconden mis amigos. Desde uno de ellos viene ella, que he visto un día antes. Hoy me confirma que podré asistir a ese evento social al que sólo se llega con su invitación. Primera buena noticia.
Nuestro líder se pasea entre la gente con una botella de cerveza y sé inmediatamente que escogí el lugar correcto para hacer mi Doctorado. Él es el único que tiene una botella. Seguro que la enseña como la promesa de lo que viene. Empieza a hablar. He pensado en quedarme parado para ver todo el show pero me ha venido la pereza. Serán las muchas horas cargando a los niños, las malas noches, el aguardiente, la edad, compadre. Así que frente al palco busco y descubro un sillón mullido y allí me siento.
Nuestro líder se larga con un discurso de 32 minutos: alabanzas a sus pupilos ejemplares (nosotros) y uno que otro halago injustificado, creo yo. No voy a decir nombres porque ésta es una descripción pacífica. La nostalgia tiene que aprender a superar la mala energía. Respiro hondo. Termina el inventario de las naves y empieza la fiesta. Pizza y cerveza que nos han sido prometidas. Camino, escucho, participo. Me sorprendo sintiéndome más sabio que hace tres años y menos ansioso. Es que a veces me entra la desesperación. Me doy cuenta de la enorme cantidad de información que se está distribuyendo en torno a mí. A veces me siento como un tornillo mal enganchado. El truco consiste en no perder el hilo de la fiesta, en perseguir a toda costa el objetivo: divertirse.
—Ulises venga para acá dígame usted… Bueno, claro, sí. Mentiras, mentiras: divertirse
—¡Hola! Y besos y abrazos que son tan reales como la vida porque a ella y a él los estimo tanto. Divertirse.
Y el calor. Un calor que se instala para siempre, convirtiendo el lugar en el horno donde nos movemos. Un abrazo, una cerveza. Destapan más prosecco. Eso: nunca me ha caído mal el prosecco. Hay que tener cuidado porque los tres aguardientes siguen ahí.
—Es que no lo soporto. No lo aguanto.
—Ella es la artífice.
—Es que es tan imbécil.
—Yo soy de Lima.
—Yo soy de San Miguel.
—No te quiero contar, porque aún no es seguro. Pero creo que me van a publicar.
—¿Tu especialidad no es la imagen?
Tanta gente a la que adoro, tanta gente a la que respeto. Grupo de seres humanos imperfectos, felices.
—“Vulgar” es un gran nombre.
—Pues vamos, convéncelo.
Y la música que va y viene. Las rodajas de pizza que se acaban. Diez pizzas y ya no queda nada.
Entonces, de súbito:
—Tuve muchas experiencias y he llegado a la conclusión, que perdida la inocencia en el sur se pasa mejoooor.
No recuerdo a nadie que haya tenido tanto éxito en estas fiestas de fin de semestre como Rafaella Carrá. Claro que hubo Macarena esta noche. Claro que hubo salsa. Claro que alguien se la pasó mandando mensajes, besos y dardos desde la pantalla. Claro que hubo encuentros que hubiera preferido evitar, besos hipócritas pero muchos más que fueron sinceros. Claro que hubo miradas furtivas y un doble de Adrián. Algunas palabras demás y tantas palabras de menos.
Ausencias que matan y otras que alivian. A veces una y otra no se podían evitar. Y el rastro de la basura en la alfombra, algún licor que en la puerta de la bolsa se nos quema. Una línea de alcohol que iba desde la sala de reuniones hasta la sala de los reciclables. La mirada de la guardia de turno. ¡Hola qué tal! ¿Ya son las once?¿Ya nos botan? ¿Otra vez? ¡Al Dylan! El Dylan es un bar irlandés de la calle 36. El líder me dice “¡Vamos, vamos, que me van a meter en problemas!”, con la cerveza en la mano.
Estoy parado en la puerta que da a la Quinta Avenida, mientras no sé quién me abrocha los botones de la camisa porque hace frío. Para mí hace calor. Recuerdo entonces la vez que estuve ahí, después de la primera de aquellas fiestas. Un catalán se subía a un taxi con una brasileña a la que estuvo persiguiendo –bueno, la persecución fue mutua– durante la noche, y la multitud desde la vereda aplaudía y gritaba su nombre. Él levantaba las manos saludando al respetable. La brasileña se escondía en el asiento y nosotros no podíamos parar de gritar y reír. Muchachos.
Alguien me abraza y me cuenta algo sobre cómo funciona la vida en esta empresa. Me entero de quién suelta la plata, quién controla la educación de Nueva York. La poeta está conversando con otro peruano que va con nosotros. Nos cuenta del ultimátum que le han dado para que termine la tesis. Suenan por acá y por allá palabras que ya conozco: Brooklyn, Astoria, Lima, Buenos Aires, Caracas, Madrid. Todos estos hombres y mujeres, como yo, están parados en la Quinta Avenida y al mismo tiempo piensan en otro lugar. Nadie nació en esta ciudad. O tal vez ella ¿dónde está? Nunca se ha acercado a mí pero por fin en medio de esta fiesta pudimos conversar. Y una amiga que me toma la cruz que me cuelga del cuello y me dice que es bonita ¿Puede una cruz ser bonita?
En la oscuridad somos muy distintos que en la luz. Desde el centro del bar reconozco guaridas, rincones, cuevas donde la gente conversa de lo que los alimenta y los junta. Política, sexo, horas perdidas, barrios, libros, películas. Cantamos un feliz cumpleaños que resuena en las veredas, que ilumina el bar, que de pronto convierte a Nueva York en una casa.
Y eso es: nada más que una casa grande.