Cuando los marroquíes acaban su jornada en Ceuta y vuelven a su país tienen de nuevo que descontar dos horas a su vida; y así todos los días del año, contando y descontando tiempo al antojo infame de la línea fronteriza
Hay una frontera peor que todas las trazadas en la Historia por el cartabón castrense. Es la delicuescente, la sigilosa frontera que demarca el territorio habitado por los que tendrían que haber muerto y se salvaron; la de los elegidos por la clemencia, la suerte o el milagro.
Todas las demás fronteras, las que se sabe que están aunque no se las vea, las que exigen pasaporte, componen sencillamente el mapa de los límites y las conquistas: gobernantes pretenciosos, odios atávicos, rivalidades nacionalistas, pulsiones bélicas… Pero la verdadera frontera, la que es consecuencia de estas otras, es la de la supervivencia. Su estigma es imborrable, irreversible, invisible.
Días antes de que comenzara el cerco a Sarajevo, en los primeros años de la década de los noventa del siglo de las guerras, cenábamos en casa de un neurocirujano serbio mientras su hija, al otro lado del salón, pintaba un mapa que le habían encargado en el colegio. Hablábamos de cómo se masticaba ya la guerra, de cuánta gente estaba haciendo las maletas, de adónde ir. Y la niña, que entonces tenía siete años, preguntó:
—Papá, ¿con qué lápiz se dibuja la frontera?
Varios años después, cuando la guerra arrasó la ciudad, su padre se convirtió en superviviente. Las tropas croatas y musulmanas cercaron durante meses el hospital militar en el que trabajaba. Los médicos eran en realidad prisioneros, o tal vez rehenes, pero seguían salvando a los heridos que llegaban, operando a la luz de las velas y prácticamente sin equipamientos.
Una tarde llevaron al quirófano a un muchacho con la cabeza abierta en dos mitades. Mi amigo ordenó subirlo a la tercera planta, para aprovechar mejor la luz del día, y durante seis horas los médicos de su equipo reconstruyeron aquella salvajada. Cuando sólo quedaban por dar los puntos de sutura, mi amigo bajó a lavarse y a cambiarse a la primera planta y dejó al resto de enfermeras y médicos acabando la costura. Ya estaba limpio y bien vestido cuando escuchó el morterazo. El proyectil entró precisamente por la ventana del quirófano de la tercera planta e impactó de lleno en la mesa de operaciones. Nadie se salvó, ni el muchacho al que acababan de coser ni la enfermera embarazada que en esos meses de cautiverio se había convertido en la desesperada amante de mi amigo.
Mi amigo ya nunca más ha vuelto a ser el mismo. Se quedó a vivir al otro lado de esa frontera sigilosa de la que no se sale. Vive como si no lo mereciera. Y bebe incesantemente, porque así el mundo nuestro, ese mundo de por sí borroso que habitamos los que nunca hemos sobrevivido, se difumina en sus ojos hasta que desaparece por completo. Así alivia la tortura de sentirse a salvo. Así olvida que es súbdito de un país donde gobierna el azar y que no expide pasaportes ni visados a sus habitantes.
Los psicólogos que atendieron a miles de supervivientes de la antigua Yugoslavia constataron en la mayoría de sus informes la venenosa mutación que se había operado en lo más íntimo de los que se salvaron de esa guerra inducida por Occidente. Todos ellos se quedaron sin el país en el que habían nacido. Todos ellos tuvieron que hacer el esfuerzo inverosímil de interiorizar la nueva nacionalidad que se les fue asignando a medida que Yugoslavia se descomponía en media docena de territorios soberanos. Todos ellos tuvieron que asimilar la pérdida de algún familiar o algún amigo al que podían haber suplido en su casualidad mortal, y sin embargo no lo hicieron, no pudieron. Todos ellos, desgracia de la magia, se hallaron de repente confinados al otro lado de la espantosa frontera de la supervivencia.
La niebla es lo que pictóricamente se asemeja más a ese extraño concepto fronterizo de la salvación casual. Nadie, salvo un superviviente, puede tener la perpetua sensación de esa porosa ceguera. Ellos viven tras esa espesura blanquecina que no se disipa nunca. Ellos viven instalados allí, al otro lado de esa cortina boreal que les separa de los que todavía nunca hemos estado a punto de morir.
Y es que el peor destino de la supervivencia es justamente la fortuna de librarse de la muerte. Las imágenes de los más de treinta cadáveres subsaharianos que el océano arrojó deformados y pálidos a las costas de Algeciras en el invierno de 2003 tenían un valor probatorio que iba mucho más allá de la obligada reflexión sobre las condiciones de injusticia estructural de los actuales movimientos migratorios: esas imágenes convertían en supervivientes a miles de millares de africanos que en la última década han cruzado ese mortal Estrecho en busca de la vida.
En la brutal aventura de quienes se echan a ese mar, a esa fosa común de Gibraltar, reside uno de los signos de identidad de la frontera sigilosa: esa gente no se echa al mar para vivir, sino para sobrevivir. Se salvan sin saberlo. Navegan sin conciencia de la mala suerte de arribar a ese territorio sin retorno. Creen salir de un país para llegar a otro y en realidad están saliendo de la vida para instalarse en la zona intermedia, en la zona de niebla.
Ángela Sanders y Úrsula Biemann estrenaron recientemente en Barcelona Estrecho Complex, un espléndido documental sobre el trasiego comercial y laboral en la frontera de Marruecos con Ceuta. Esto es, un documental que trata de los que viven, no de los que sobreviven. Que trata de los que no se van, de la influencia inquietante que ejerce en ellos la frontera oficial, la que se ve, la que requiere pasaporte.
Las empleadas del hogar alauitas que trabajan en Ceuta, igual que los contrabandistas marroquíes que llevan ropas y viandas a territorio español, están listos para iniciar su jornada a las seis de la mañana. A esa hora están situados ya frente a la policía de aduanas española, haciendo la humillante cola de rigor. Un minuto después, ya en territorio español, apenas cruzada la verja fronteriza, son dos horas más tarde de reloj. El meridiano se arruga como un alambre para pasar justo por ahí en ese instante y sustraer a la diáspora, entre otras cosas, el rato del desayuno.
Las autoras de la película hablan de la vida circular a la que les obliga la frontera. Despertar en casa, desayunar en otro país, cenar de vuelta en el tuyo. Pero lo más fascinante es la reflexión sobre el trasiego horario, sobre cómo esa locura del reloj vive interiorizada en quienes transitan circularmente a través siempre de la misma frontera: cuando los marroquíes acaban su jornada en Ceuta y vuelven a su país tienen de nuevo que descontar dos horas a su vida; y así todos los días del año, contando y descontando tiempo al antojo infame de la línea fronteriza.
Mucha más suerte, explica la película, tienen las mercancías que cruzan el Estrecho de Gibraltar. La libertad de que gozan las mercancías, que tienen hasta sus zonas francas en los cuatro puntos cardinales de la Tierra, merece una reflexión aparte.
La mercancía es tan inerte como dinámica. Inerte porque es capaz de pasar meses confinada en containers en cualquier línea fronteriza a la espera de que la trasladen para ser vendida. Y dinámica porque su destino es netamente móvil. Sin el movimiento intrínseco al concepto de mercancía no habría comercio; y sin comercio no existiría el beneficio ni por tanto la riqueza y tampoco la miseria.
En el movimiento transterritorial y absolutamente libre de la mercancía reside otra de nuestras paradójicas señas de identidad actuales. Un ejemplo: el cacao, la mercancía que produce mayoritariamente Benín, goza de un prestigio mundial y de una libertad extraordinaria en todo el mundo cuando está transformada en chocolate. Da igual que la mano de obra del cacao sea mano de obra mayoritariamente esclava. Lo importante es que sean libres los productos. Que vivan libremente las chocolatinas suizas.
El subsuelo del país con mayor número de esclavos y niños de la guerra, la República Democrática de Congo, posee el ochenta por ciento de las reservas mundiales de un mineral estratégico para la libertad del mundo, el coltán. Las grandes potencias han hundido allí sus garras, porque sin ese preciado mineral no habría forma de fabricar revestimientos para las naves espaciales ni funcionaría la nueva generación de teléfonos móviles. Es decir, sin el coltán que las grandes potencias extraen de un país donde los niños esnifan pólvora antes de combatir, no existiría buena parte de la tan constitucionalmente venerada libertad de comunicaciones.
En este sentido, el verdadero Atlas de la Tierra está todavía sin dibujar. Países que ocupan territorios minúsculos en los mapas actuales engullen, sin embargo, mercancía que ocupa en kilómetros cuadrados hasta diez veces más del espacio geográfico que dichos países tienen asignados en los atlas oficiales.
Luxemburgo, por ejemplo, sería incapaz de producir en una década todo lo que desperdicia a diario de los productos que importa. Los bienes y mercancías que Holanda adquiere cada año a países extranjeros ocupan siete veces más que el territorio que ese país tiene asignado en los mapas actuales.
Y al revés, países enormes como Brasil o Etiopía, que sobre el papel disponen de vastos y fascinantes territorios, figurarían jibarizados en el Atlas del futuro si reflejaran su tasa neta de consumo. Por no ocupar, la República Democrática de Congo probablemente ni siquiera ocupa una milésima parte de la logosfera de su propio cielo: el uso de teléfonos celulares en ese país escarbado y devastado por las grandes multinacionales de la comunicación es prácticamente inexistente.
Si la geografía social de la frontera está trucada, cuánto no menos mentirosa resultará, sin que seamos conscientes, su geografía más interior, su zona sigilosa. No hace falta cambiar de país para cruzar a la orilla de la supervivencia. La escaramuza íntima que nos libra milagrosamente de la muerte es cotidiana y concéntrica, como la morfología de una cebolla. De fronteras para adentro, cada instante está surcado de invisibles fronteras que nos hunden, uno a uno, en esa zona de niebla.
Me pregunto cuántos millares de mujeres están en esa región de la que no se sale. Cuántas de ellas permanecerán confinadas allí, eternamente calladas, por no haber sido víctimas mortales de la violencia doméstica de la que hablan esta noche las noticias. Hace algunas semanas, de charla con la guionista de Te doy mis ojos, una amiga común de la que nunca hubiera sospechado que la hubieran maltratado se acercó a ella y le dijo:
—Te felicito, aunque no he visto tu película ni pienso verla –y se arrancó a llorar.
Debe de ser imposible vivir sin revelar en algún momento ese secreto horroroso de que uno es superviviente. De que en el lugar de su muerte se puso otro; o nadie; o simplemente un milagro o una casualidad. Debe de ser imposible vivir sin confesar alguna vez que el resto de la vida es regalada, es de más.
Matilde Gini de Barnatán, una judía sefardita que vio cómo toda su familia desaparecía en los campos de exterminio nazis, cuenta insistentemente su desgracia, como si así obtuviera de los vivos el perdón por no haber muerto en su instante asignado. “Yo no tendría que estar viva”, me decía una tarde, con las pupilas vidriosas. “Yo tenía que haber muerto con los míos cuando era niña; no he logrado vivir sin arrancarme la culpa de haber sobrevivido”.
En la Toscana italiana fui testigo de cómo un individuo cruzaba para siempre a esa tercera orilla de la vida. En un brutal accidente en la autopista, su hijo, de cuatro años, quedó muerto en el acto. Intacto, eso sí. Yo lo vi a los pocos segundos del impacto. A pesar de la incredulidad del padre, era indudable lo que había ocurrido: tenía abiertos los párpados y sus ojitos azules daban la vuelta casi hasta el otro lado de las córneas; tenía dos casi imperceptibles manchas de sangre en la nariz.
Durante más de dos horas, mientras los equipos médicos trataban inútilmente de reanimar al pequeño, el hombre caminó como transpuesto de un lado a otro de la calzada, entre gentío descorazonado, cristales rotos y grandes manchas de sangre. Apenas si acercó al niño, tumbado sobre el asfalto, rodeado de enfermeros, de ambulancias, de bomberos, de helicópteros. Y sólo cuando le dijeron que el niño estaba muerto, lo hizo: dio un paso al frente y cayó fulminado, con los ojos en blanco. Estaba vivo, pero tenía completamente reventado el tórax.
Hasta ese momento había estado con su hijo, entre los muertos. Y sólo cuando comprendió la nueva distancia que le separaba del pequeño, se convirtió en un simple herido, se convirtió para siempre en un superviviente.
Miguel Ángel Nieto Solís (1960) es escritor, realizador, fotógrafo, pero sobre todo, y por encima de todo, periodista. Empezó en los periódicos con 18 años, con máquinas de escribir y papel de calco. Después de más de 30 años ha pasado por decenas de diarios y revistas, ha trabajado como corresponsal de guerra, ha dirigido diversos programas de televisión, ha hecho más de 20 películas documentales y ha escrito varios libros de investigación periodística. Algunos de sus filmes han recibido numerosos premios internacionales y se han emitido en televisiones de Europa y América. Este texto fue originalmente publicado en la revista El rapto de Europa.
Autor: Miguel Ángel Nieto