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Mientras tantoSilban las balas

Silban las balas


Habíamos quedado en vernos después de las navidades, a mi regreso de España, como solíamos hacer siempre. Me dijo: “te enviaré un email para confirmarlo la primera semana de enero”. Pero pasó la segunda y la tercera semana y yo no recibí ninguna noticia del amigo. Pensé que estaría descansando en su casita del campo en Upstate New York, al calor del hogar y de su querida mujer, y no le di mayor importancia a la demora. Ya habría tiempo de verse a lo largo del nuevo año. Así que seguí a lo mío. Por fin la semana pasada recibí un mensaje escueto. Mi amigo, tras disculparse, me decía que no me había escrito antes por unas molestias tontas que le habían tenido postrado y con visitas a médicos desde principios de año. Me aclaraba, en todo caso, que no parecía nada serio. Al día siguiente me llamó por teléfono. Yo pensaba que su llamada era para confirmar la cita. Se le notaba muy calmado, quizá demasiado. Le pregunté cómo se encontraba. Me dijo: “malas noticias, Jose Luis. Mucho peor de lo que yo imaginaba. Me acaban de comunicar que tengo un tumor en el páncreas. Afortunadamente está contenido y hay alguna esperanza. Empiezo el tratamiento de quimioterapia en pocos días. No tengo ningún miedo. Lo siento solo por mi mujer”. No le dije apenas nada, porque poco se puede decir en tales casos, salvo recordarle que si había sobrevivido a los nazis en 1944, también saldría de ésta.

 

Colgué el teléfono. Noticias así me dejan siempre como alelado. Me palpé el cuerpo y me sentí sano, robusto, perfectamente en armonía con la vida. ¿Por qué estoy bien yo y no lo está mi amigo? Uno avanza por la vida como se avanza por un campo de batalla: las balas nos silban por encima de la cabeza y vamos viendo caer a nuestro alrededor familiares, amigos, gente conocida, hasta que el día menos pensado una cualquiera nos hiere y otra, la última, nos mata.

 

Con todo, la posibilidad de la muerte me asusta mucho menos que la agonía. Y aún más que la agonía, lo que más me asusta es llegar a ser testigo de la agonía y la muerte de un ser querido. Hace pocos días leí que la hija de la actriz Eva Cobo, a quien yo conocí muy jovencita en Nueva York, se había matado con solo dieciocho años en un accidente de coche. Me sobrecogió, entre otras cosas, porque 18 eran los años que debía tener la madre, más o menos, cuando coincidimos a finales de los ochenta en algunas fiestas en Manhattan. No sabía lo que había sido de ella desde entonces, ni los periódicos dicen mucho más ahora. Como todos los de aquel tiempo, habrá intentado salir adelante como mejor ha podido. Mis recuerdos conservan la borrosa estampa de una joven distantemente hermosa al fondo de un salón y rodeada de admiradores; y así me gustaría recordarla para siempre, aunque esta noticia, luctuosa y terrible, interfiere en el recuerdo, lo araña, lo emborrona. La muerte de la hija de Eva Cobo es un poco como la muerte de su recuerdo, de su juventud, de su belleza.

 

No creo que haya recetas ni guías para tener un buen morir o aceptar la muerte irreparable de un ser allegado a nosotros. El ars moriendi medieval es solo literatura y casi siempre mala literatura, con alguna que otra excepción, como Las Coplas a la muerte de su padre. Y así, con algunos de sus versos memorables, quiero terminar esta entrega:

Los placeres y dulzores

de esta vida trabajada

que tenemos,

no son sino corredores,

y la muerte, la celada

en que caemos.

No mirando nuestro daño,

corremos a rienda suelta

sin parar;

desque vemos el engaño

y queremos dar la vuelta,

no hay lugar

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