
Suena dentro de mí una y otra vez y no consigo quitármelo de la cabeza. Es como si todo el mundo que me rodea se desvaneciera, desapareciera. Dieciséis años, dieciséis pancartas unidas sobre los campos donde los buenos pastores revientan, hombres locos, mujeres locas, todos divididos, peleados, derrochando sus fuerzas muy cerca de los árboles con hojas marchitas. Los llama la fortuna, yo me detengo en silencio, entre las sombras, observando el lugar, estoy de paso, sólo soy un espectador. Chupapollas y trepas, hambrientos de poder. Me aparto, me refugio en sus caderas, entre sus piernas. Mi último intento de arreglarlo todo se vino abajo. Ella huele dulce, como los prados en los que me la follé por primera vez, en una calurosa tarde de verano, muy cerca del río.
Cogimos el coche, perseguimos tormentas de verano por caminos desconocidos, procurando que nadie nos viera, alejándonos siempre de la gente. Así seguimos hasta bien entrada la noche, como dos proscritos, dos jóvenes, ella mucho yo no tanto, que consumieron lo mejor de sus vidas en aquellos días de locura, infidelidad, pasión y peleas. Joder que tía, la veo desaparecer como un tren de larga distancia que avanza entre la niebla y sé que hay lágrimas sobre la carta que escribe. Vuelve a sonar dentro de mí esa melodía de perdedor, mientras ella se zambulle, en silencio, en un mar de sueños de mujer amante, esposa fiel y madre ejemplar. No pudo ser. Como siempre, yo estaba de paso.