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Siria: sólo estamos aquí por los premios, y algunas otras verdades del periodismo

 

Finalmente me escribió. Después de más de un año de ser freelancer para él, durante los cuales contraje tifoidea y recibí un disparo en la rodilla, mi editor vio las noticias, pensó que yo estaba entre los periodistas italianos que habían sido secuestrados y me envió un email que decía: “Si consiguieras conectarte, ¿podrías tuitear sobre tu detención?”. Ese mismo día, regresé por la noche a la base rebelde donde estaba parando, en medio del infierno que es Alepo, y en medio del polvo y el hambre y el miedo esperaba encontrar un amigo, una palabra amable, un abrazo. En cambio, sólo encontré otro email de Clara, que está pasando sus vacaciones en mi casa en Italia. Ya me había enviado ocho “¡Urgente!”. Buscaba mi carné del spa para entrar gratis. El resto de los mensajes era como este: “Brillante artículo hoy, tan brillante como tu libro sobre Irak”. Desgraciadamente, mi libro no es sobre Irak, sino sobre Kosovo.

 

La gente tiene una imagen romántica del freelancer: un periodista que reemplaza la seguridad de un salario regular por la libertad de cubrir las historias que más le fascinan. Pero no somos libres en absoluto: es justamente lo contrario. La verdad es que la única oportunidad de trabajo que tengo hoy es quedarme en Siria, donde nadie más quiere quedarse. Y no es siquiera Alepo, para ser precisos: es el frente de combate. Porque los editores en Italia sólo quieren que les demos sangre, el bang-bang. Escribo sobre los islamistas y su red de servicios sociales, las raíces de su poder –un artículo que es definitivamente más complejo de construir que uno sobre el frente–. Me esfuerzo por explicar –no sólo por conmover, por impactar– y recibo como respuesta: “¿Qué es esto? ¿Seis mil palabras y nadie muere?”.

 

En realidad debería haberlo entendido cuando mi editor me pidió un artículo sobre Gaza, porque Gaza, como suele ocurrir, estaba siendo bombardeada. Recibí este email: “Conoces Gaza de memoria. ¿A quién le importa que estés en Alepo?”. Exactamente. La verdad es que terminé en Siria porque vi en Time las fotografías de Alessio Romenzi, quien fue introducido de forma clandestina en Homs a través de alcantarillas cuando nadie sabía todavía de la existencia de Homs. Vi esas fotos mientras escuchaba Radiohead –esos ojos que me miraban fijo: los ojos de gente que era asesinada por el ejército de Hafez el Assad, uno por uno, y nadie había siquiera oído hablar sobre un lugar llamado Homs. Sentí que un tornillo se me metía en la conciencia y que tenía que ir a Siria de inmediato–.

 

Pero, escribas desde Alepo o desde Gaza o desde Roma, los editores no ven diferencia. Se te paga lo mismo: 70 dólares por artículo. Incluso en lugares como Siria, donde los precios se triplican por culpa de una rampante especulación. Así, por ejemplo, dormir en esta base rebelde, bajo fuego de morteros, en un colchón en el suelo, con agua amarilla que me provocó fiebres tifoideas, cuesta 50 dólares la noche; alquilar un coche cuesta 250 dólares al día. Así que terminas maximizando, antes que minimizando, los riesgos. No sólo uno no puede costearse un seguro –son casi 1.000 dólares al mes–, sino que tampoco se puede pagar un fixer o traductor. Estás solo ante lo desconocido. Los editores saben muy bien que 70 dólares por artículo te empujan a ahorrar en todo. Saben, también, que si resultas herido gravemente existe la tentación de no sobrevivir, porque no se puede costear el ser herido. Pero compran tu artículo de todos modos, aunque tal vez nunca comprarían una pelota de fútbol Nike cosida a mano por un niño paquistaní.

 

Con las nuevas tecnologías de comunicación existe la tentación de creer que la velocidad es información. Pero eso está basado en una lógica autodestructiva: el contenido está ahora estandarizado y tu diario, tu revista, ya no tienen nada que los distinga, de modo que no hay razón para pagar al reportero. Quiero decir, si es por noticias, tengo internet –y es gratis–. La crisis actual es de los medios, no de los lectores. Los lectores están todavía ahí y, contra lo que muchos editores creen, son lectores inteligentes que piden simplicidad sin simplificación. Quieren entender, no meramente enterarse. Cada vez que publico una crónica de primera mano sobre la guerra recibo una decena de mensajes de gente que dice: “Okay, gran artículo, gran tableaux, pero yo quiero entender lo que ocurre en Siria”. Y me encantaría tanto replicarles que no puedo enviar un artículo de análisis porque los editores lo tirarían y me dirían: “¿Quién te crees que eres, nena?” –sin importar que tenga tres títulos universitarios, haya escrito dos libros y pasado diez años en diversas guerras, primero como funcionaria de organizaciones de derechos humanos y ahora como periodista–. Mi juventud, valga lo que valga, desapareció cuando me rociaron con fragmentos de cerebro en Bosnia, cuando tenía 23 años.

 

Los freelancers son periodistas de segunda clase –incluso si sólo hay freelancers aquí, en Siria, porque esta es una guerra sucia, una guerra del siglo pasado: una guerra de trincheras entre rebeldes y leales que están tan cerca que se gritan unos a otros mientras se disparan–. La primera vez que estás en el frente no te lo puedes creer, con esas bayonetas que viste en los libros de historia. Las guerras de hoy son las guerras de los drones, pero aquí se pelea metro a metro, calle a calle, y es jodidamente aterrador. Y, sin embargo, los editores de Italia de tratan como a un chico: si conseguiste una foto de primera página dicen que sólo tuviste suerte, estabas en el lugar justo en el momento oportuno. O si conseguís una historia exclusiva, como la que escribí en septiembre pasado sobre la vieja Alepo, un ciudad Patrimonio de la Humanidad reconocida por la UNESCO en llamas mientras los rebeldes y el ejército batallaban por controlarlo. Fui la primera reportera extranjera que logró entrar, y los editores dicen: “¿Cómo puedo justificar que mi enviado especial no pudo entrar y tú sí?”. Recibí un email de un editor: “La compro, pero la publico con la firma de mi corresponsal”.

 

Y luego, por supuesto, soy mujer. Una noche reciente, hubo bombardeos por todas partes y yo estaba sentada en un rincón, con la única expresión que cabe tener cuando la muerte puede llegar en cualquier segundo, y otro reportero se acerca, me mira de arriba a abajo y dice: “Este no es lugar para mujeres”. ¿Qué se le puede decir a un tipo así? Idiota, este no es lugar para nadie. Si estoy asustada, es porque estoy cuerda. Porque Alepo es todo pólvora y testosterona y todo el mundo está traumatizado: Henri, que habla sólo de la guerra; Ryan, lleno de anfetaminas. Y sin embargo, ante cada chico despedazado que vemos, vienen sólo a mí, a la frágil mujer, y quieren saber cómo estoy. Y estoy tentada de responder: estoy como tú. Y esas noches en que tengo una expresión dolorida, en verdad son las noches en que me protejo, expulsando toda emoción o sentimiento; son las noches en las que me resguardo.

 

Porque Siria ya no es Siria. Es un manicomio. Está el italiano desempleado que se unió a Al Qaeda y cuya madre lo está buscando alrededor de Alepo para darle una paliza; está el turista japonés que vino al frente porque dice que necesita dos semanas de “emociones”; está el graduado en Leyes sueco que vino a recoger evidencias de crímenes de guerra; están los músicos norteamericanos con barbas al estilo Bin Laden que insisten en que les ayuda a pasar inadvertidos, aunque son rubios y de dos metros (trajeron medicinas contra la malaria, aunque aquí no hay malaria, y quieren entregarlas mientras tocan el violín). Están los varios funcionarios de varias agencias de Naciones Unidas que, cuando uno les dice que sabe de un chico con leishmaniosis (una enfermedad difundida por la picadura de una mosca de la arena) y les pregunta si pueden ayudar a sus padres a llevarlo a Turquía para que lo traten, dicen que no pueden porque no es más que un niño, y ellos sólo tratan a la “infancia” como un todo.

 

Pero somos reporteros de guerra después de todo, ¿no? Una banda de hermanos (y hermanas). Arriesgamos nuestras vidas para dar voz a los sin voz. Hemos visto cosas que la mayoría de la gente jamás verá. Somos un pozo rico en historias para una cena, los invitados cool que todo el mundo quiere convidar. Pero la triste verdad es que, en lugar de estar unidos, somos nuestros peores enemigos; y la razón para los 70 dólares por artículo no es que no hay dinero, porque siempre hay dinero para un artículo sobre las novias de Berlusconi. La verdadera razón es que pedís 100 dólares y alguien más está dispuesto a hacerlo por 70 dólares. Es la competencia más feroz. Como Beatriz, quien hoy me indicó una dirección equivocada, para que ella fuera la única que cubriera la manifestación, y, por su engaño, terminé en medio de francotiradores. Sólo por cubrir una manifestación –una de tantas–.

 

Y sin embargo pretendemos que estamos aquí para que nadie pueda decir: “Pero yo no sabía lo que estaba ocurriendo en Siria”. Cuando realmente estamos aquí para conseguir un premio, para ganar visibilidad. Estamos aquí estrangulándonos unos a otros como si tuviéramos un Pulitzer al alcance, cuando no hay absolutamente nada. Estamos estrangulados entre un régimen que te garantiza el visado sólo si estás contra los rebeldes y rebeldes que, si estás con ellos, te permiten ver sólo lo que quieren que veas. La verdad es que somos un fracaso. Después de dos años, nuestros lectores apenas recuerdan dónde está Damasco, y el mundo, instintivamente, describe lo que ocurre en Siria como “ese despelote”, porque nadie entiende nada sobre Siria –sólo sangre, sangre, sangre–. Y es por eso que los sirios ya no nos soportan. Porque mostramos al mundo fotos como la de ese chico de 7 años con un cigarrillo y un Kalashnikov. Está claro que es una foto preparada, pero apareció en diarios y páginas web de todo el mundo en marzo, y todo el mundo gritaba: “Estos sirios, estos árabes, ¡qué bárbaros!”. La primera vez que llegué, los sirios me detenían y me decían: “Gracias por mostrar al mundo los crímenes del régimen”. Hoy, un hombre me interpeló y me dijo: “Deberías avergonzarte”.

 

Si hubiera entendido algo de la guerra no me hubiera desviado tratando de escribir sobre rebeldes y leales, suníes y chiíes. Porque, realmente, la única historia para contar en la guerra es cómo vivir sin miedo. Todo puede acabarse en un instante. Si hubiera sabido eso, no hubiera tenido tanto miedo de amar, de atreverme en mi vida, en lugar de estar aquí, ahora, abrazándome en este rincón oscuro y rancio, arrepintiéndome desesperadamente de todo lo que no hice, de todo lo que no dije.

 

Y tú, que vas a estar vivo mañana, ¿qué estas esperando? ¿Por qué no amas lo suficiente? Tú, que tienes de todo, ¿de qué tienes miedo?

 

 

Con la excepción de Alessio Romenzi, los nombres de este artículo han sido cambiados por razones de privacidad.

 

 

 

Francesca Borri publicó dos libros, uno sobre Kosovo y otro sobre Israel/Palestina, mientras trabajaba en organizaciones de derechos humanos. Se convirtió en periodista, dijo, cuando comprendió que incomodaba más a hombres y mujeres con poder por lo que escribía que por lo que hacía como jurista.

 

 

 

Este texto fue publicado por primera vez en español en la revista argentina elpuercoespín. El artículo se publicó originalmente en inglés en la Columbia Journalism Review

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