
Una de las cosas que siempre pregunto en los cursos que doy en centros penitenciarios es qué es lo que peor llevan de estar allí. Lo pregunto porque siempre suelo recibir respuestas similares y mi objetivo es encontrar la diferente. La gran mayoría hace alusión a sus cercanos, ellas especialmente a sus hijos, ellos a sus cercanos (donde suelen estar incluidos sus hijos).
Esta respuesta es generalizada y siempre me ha llamado la atención porque poniéndome yo en su lugar, si me hiciesen esa pregunta, pensaría en los míos pero podría dar un millón de cosas más que echaría de menos. Pero ni yo soy ellos ni ellas, ni estoy en su misma situación y aunque pueda entenderles, no estoy del todo en sus zapatos.
En el último grupo con el que trabajé, volví a plantear esta misma cuestión. Tras la respuesta esperada, una de las chicas dijo “pues yo no es lo que peor llevo”. Ana (este no es su nombre, por supuesto) era una chica a la que cogí un cariño especial. Me pasa en cada grupo, hay personas que me llaman más la atención, por pequeñas cosas, aportaciones, reacciones, miradas, nada concreto. Pues bien, Ana dijo aquello.
Con Ana había que ir con pies de plomo porque, y debido a su enfermedad, cada día su estado de ánimo era distinto. Cuando entraba por la puerta, podía saber qué había pasado el día anterior, podía entender como estaba. De hecho, uno de mis objetivos cuando tenía un día triste era que en algún momento de la sesión lanzará una sonrisa. Con eso, yo me iba contenta fuera.
La había oído pero antes de preguntarle dejé que sus compañeras continuasen. Y entonces, de nuevo, volvió a decir, en un tono más fuerte “Pues yo no es lo que peor llevo, ni mucho menos”. Hubo un silencio. Todas sus compañeras la miraban y entonces le pregunté. “¿Qué es lo que peor llevas, Ana?”. Ella contestó: La Soledad.
Siempre lo he pensado. Desde mi experiencia puedo decir que es algo común a todas ellas, y a todos ellos. Pero más en ellas. Ana se refería a la soledad como emoción, como un sentimiento de vacío. Nunca están solas y aún así, sienten esa soledad. Solas en su delito, solas en su enfermedad, solas en su pensamiento.
Cuando Ana nos expuso aquello intenté abrir el tema, intenté que se abriesen, que expresasen emociones, que contaran experiencias en las que se habían sentido así. Ninguna siguió. Hubo un largo silencio. Unas sabían de que hablaba Ana, otras no, y otras miraban creyendo saberlo. Pero ninguna habló. “No sé como explicarlo, es así y me mata”.