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AcordeónStefan Zweig: los últimos años. II. El largo camino hacia el ocaso

Stefan Zweig: los últimos años. II. El largo camino hacia el ocaso

Busto de Stefan Zweig en Salzburgo. Foto: Clemensfranz en Wikimedia Commons. Licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 4.0 International

El afamado “fin de siglo” –que por antonomasia es el del XIX– y los años anteriores a la Gran Guerra traspiraban suficiencia, riqueza, empuje, novedades, progresos y lujos nunca vistos. En esa atmósfera de ilusión vivían las clases pudientes disfrutando de aquel esplendoroso apogeo del “mundo de ayer”, o “época dorada de la seguridad”, que naturalmente era un espejismo. La Viena imperial, con sus exquisitas familias patricias y ricos industriales judíos, parecía lo que hoy –o más exactamente ayer– fue Nueva York antes de la caída de las Torres Gemelas, o Roma antes de ser devastada: la eternidad de lo eterno. Que no existe, como la Torre de Babel enseña. Aunque aquellas “clases conspicuas” (por usar la expresión de Thorstein Veblen) no lo supieran, y eso que por lecturas –bíblicas y no bíblicas– tenían que saberlo. Pero como registró el penetrante análisis de Hermann Broch, esas clases “conspicuas” eran las criaturas naturales del vals vienés. O sea, de su vacío, de su oquedad y de su nada, de aquella apariencia dorada, aunque carcomida, que se derrumbaría como un castillo de naipes tras el súbito disparo de Sarajevo del 28 de junio de 1914, cuando Stefan Zweig tenía treinta y dos años. Atentado que, según él, rompió en segundos “como si de un cántaro se tratara, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían criado y educado y que habíamos adoptado como patria”, abriendo una cesura histórica que pondría en marcha la inmensa tragedia del siglo XX con sus dos grandes catástrofes. Aquella fatua ilusión la explica Zweig así: “en ningún otro lugar fue más fácil ser europeo y sé que, en gran parte, debo a esta ciudad [Viena], que ya en tiempos de Marco Aurelio defendió el espíritu romano y universal, el haber aprendido muy pronto a amar la idea de comunidad como la más sublime de mi corazón”. Todavía mejor lo retrató su amigo, y en ocasiones también crítico, Joseph Roth en La marcha Radetzky: “todo era entonces más fácil. Todo era seguro. Cada piedra estaba en su lugar. Las calles de la vida estaban bien empedradas. Los techos asentados sobre los muros de las casas. Pero hoy… las piedras están cruzadas en medio de las calles apiladas en peligrosos montones, los techos llenos de agujeros y cada uno debe saber él mismo qué calle seguir y a qué casa mudarse”. Se revela en esas frases el impensable salto mortal que los llevaría a caer en los negros abismos de la realidad, en las “convulsiones volcánicas” de la Gran Guerra, pero sobre todo en la posterior aberración de Hitler, que le arrebataría a Zweig patria, libros, casa y sosiego, una rotura existencial que no sería capaz de asimilar y acabaría en el suicidio de Petrópolis.

 

El crepúsculo de Europa

Tras la bala mortal de Sarajevo Europa fue adentrándose en un creciente crepúsculo que se apoderó, lenta pero irremisiblemente, de todo el continente. El mundo iba a transformarse totalmente siguiendo esa ley de la historia que el mismo Zweig enuncia: “la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”. Y así es, como se ha demostrado mil veces. O sea, y por decirlo con la fórmula de Zweig, Incipit Hitler, monstruosidad que en su comienzo pareció un fenómeno pasajero, aunque no lo era. En general, el mundo se resiste a percibir o tomar en consideración lo inimaginable. El resultado fue que todos los europeos terminarían siendo víctimas de aquel monstruo. Que iba a instalar, paradojas del destino, su refugio personal en Berchtesgaden, es decir, en la montaña opuesta a la cumbre en la que Zweig instaló su casa en lo más alto de Salzburgo. En ese siniestro refugio de Berchtesgaden aquel insólito engendro iba a “inventar” su “nuevo” método político: inocular una dosis de veneno que sirve de tanteo, aplicar luego una pequeña pausa en el tratamiento, meter después la dosis siguiente, ya más fuerte, y aumentar recurrentemente dosis y tratamiento hasta envenenar a toda Europa. Como resumió Karl Kraus, “la palabra se durmió cuando aquel mundo despertó”.

El largo viaje final de Zweig hasta Petrópolis se inicia en 1933 en Salzburgo. Y lo desencadena un acontecimiento personal irrelevante, del que el escritor saca conclusiones generales. Un día ve venir por una calle de la ciudad a un amigo de la infancia, escritor conocido, con quien tomaba café casi todas las semanas. El colega camina en compañía de un desconocido, pero, de pronto, se vuelve artificialmente a mirar el escaparate de una tienda que, por temática, no podía interesarle nada. Como atento sismógrafo que era, a Zweig le resultó sorprendente esa conducta tan forzada e interpretó que la había seguido para evitar saludarle. Además de esa primera alerta registra otra segunda “casualidad”: muchos de los amigos que antes le visitaban semanalmente en su casa de la Kapuzinerberg estaban dejando de hacerlo. Olfatea que la razón de fondo es que no quieren que se vea que tienen trato con judíos, así que deduce que, en la ya extraña atmósfera política de Austria, había sido señalado por el nazismo, que progresaba cada día. Como proclamaban sus más jóvenes creyentes, el Führer era más grande que Jesucristo. Ante eso, reacciona con el método habitual en él (y que tantas veces se repetirá en esta larga etapa final), aunque esta vez con más rapidez y determinación de lo normal: irse al extranjero, pensando que esa ausencia sería sólo pasajera, aunque iba a ser casi definitiva. En principio, su intención era ir a su querido París, donde tantos amigos tenía y donde se encontraba como en casa, pero repentinamente –otra constante de los últimos años–, cambia de idea y toma el tren a Calais para acabar en las nieblas de Londres, en donde no había estado desde sus tiempos de estudiante, o sea, desde hacía más de un cuarto de siglo.

En Londres encuentra esa atmósfera de civilidad y calma inglesas en la que aún no existía ni odio ni tensión. Acababa de corregir las pruebas de imprenta de esa especie de autorretrato (encubierto) de sí mismo que es su Erasmo, o la historia espiritual de aquel gran humanista –trágico– que no pudo frenar con su Razón la sinrazón de su tiempo. Profecía-destino que se autocumpliría también en Stefan. Una casualidad en el Museo Británico le lleva a interesarse por la figura de María Estuardo. Con lo que, casi sin darse cuenta, empieza a escribir un libro sobre ella. Cuando tras un tiempo regresa a Austria le bastan dos o tres días para darse cuenta del empeoramiento de la atmósfera política: los mastines del Sur (Mussolini) y los del Norte (Hitler) se abalanzaban ya sobre Austria y el gobierno Dollfuss trataba desesperadamente de mantener independiente al país. Cosa que no lograría. Se respiraba un aire ya casi final. En una corta estancia en Viena, en febrero de 1934, vive el levantamiento socialdemócrata. Al regresar a Salzburgo, el 18 de ese mes cuatro policías se presentan en su casa con una orden de registro buscando las armas que ocultaba de la Asociación de Protección Republicana. Asociación con la que, por supuesto, nada tenía que ver. Percibe entonces que aquella “farsa” era sólo el preludio de actuaciones más graves. Así que ese mismo día comienza a empaquetar los papeles más importantes decidido a irse definitivamente al extranjero. Sin decir una sola palabra a sus amigos, dos días después del registro emprende viaje a Londres. Dejando atrás casi para siempre el pasado, su hogar, su montaña y su país. Como se dice en el Julio César de Shakespeare, “el Sol de Roma se ha puesto, nuestro día murió”. Con otras palabras, Finis Austria, lo que le convierte a él, para el resto de su vida, en apátrida.

En realidad ese largo camino hacia el ocaso había comenzado unos diez años antes: en el comienzo de los años veinte, cuando la Gran Guerra parecía definitivamente enterrada y la paz garantizada. Tras aquella inmensa carnicería, la gente había vuelto a ocuparse de sus problemas más prosaicos y diarios. Pero por más que les pareciera que habían dejado atrás para siempre el infierno, la realidad era que iban camino de conocerlo de verdad, maldición de la que los dramas recién vividos no eran más que su prólogo. En esa atmósfera iniciática de la posguerra, Zweig, a pesar de sus muchas dudas e incertidumbres, decide en 1919 volver a Austria, consciente de que el país pasaba por la peor crisis de su historia. Sabía de sobra que esa decisión era problemática, pero él, como muchos otros, habían sido educados en el deber y ahora, más que nunca, eran parte sustancial de esa patria y familia que se encontraba en extrema necesidad. Creía –con esa vieja falta de realismo de los escritores– que la palabra podía contribuir a superar la derrota. La primera gran incongruencia la vive en la estación fronteriza de Feldkirch, donde casualmente es testigo directo de los negros dictados de la historia, poderosísima señora que ignora cruelmente nuestros mejores sueños: mientras está sentado, ya en territorio austriaco, en el tren parado que ha de llevarle a Salzburgo, ve de pie, tras los cristales del lujoso tren que está detenido en una vía paralela, al Emperador Carlos I, símbolo de la permanencia de Austria, y a su esposa Zita, que marchan en dirección contraria camino del exilio en Suiza. Lo explica así en El mundo de ayer: “Todos los que nos rodeaban percibían historia, historia universal, en aquella trágica escena. Los gendarmes, los policías y los soldados parecían perplejos, y un poco avergonzados, desviaban la mirada porque no sabían si todavía les estaba permitido rendirle los honores de costumbre […] Finalmente el revisor dio la señal. Todos nos sobresaltamos sin querer. Fue un segundo inapelable. La locomotora arrancó con un fuerte tirón, como si también ella tuviera que esforzarse, y el tren se alejó lentamente. Los aduaneros lo siguieron con una mirada llena de respeto… En aquel instante llegaba realmente a su fin una monarquía casi milenaria. Yo sabía que regresaba a otra Austria, a otro mundo”. Era, aunque él no lo supiera en ese momento, el fin de la idea de perpetuidad.

 

La Gran Guerra

Durante la Gran Guerra, su vida había sufrido cambios decisivos. El primero, de importancia permanente, fue la aparición en su vida de Friderike von Winternitz, a quien vio casualmente de lejos en una fiesta en 1908 cuando ella tenía 26 años, aspiraba a ser escritora, estaba todavía unida en matrimonio –problemático– con un funcionario austriaco, de quien tuvo dos hijas, y era de origen judío, aunque convertida al catolicismo. En aquella ocasión, entre ellos no hubo más que el intercambio de una dulce sonrisa. Pero en 1912 se produce un reencuentro, también algo casual, y a partir de ahí sus relaciones se van haciendo cada vez más intensas e íntimas en distintos años, lugares y países hasta que en 1920 se convierten en matrimonio y ella será, desde entonces y hasta la muerte del escritor en Petrópolis, figura clave en su vida, incluso tras el divorcio en 1938. Como demuestra la copiosa y decisiva Correspondencia entre ambos. El segundo cambio de importancia es, por supuesto, la guerra misma –a la que siempre consideró un “suicidio europeo”– y que le llevó a convertirse en algo realmente inimaginable para él y para el mundo entero: en “simple recluta y poeta fuera de servicio”, como él mismo lo formuló. Aunque tenía que haberse incorporado como soldado raso de infantería al frente de Polonia, al final acabó allí donde terminaron muchos de los escritores austriacos de la época: en el Archivo de Guerra. Lugar donde confluyó lo más granado de la literatura vienesa: Alfred Polgar, Albert Ehrenstein, Franz Werfel e incluso Rilke, a quien, gracias entre otros a Zweig, lograron recoger en el Archivo hasta que poco después sus influyentes amigos lograron rescatarle, con una “benévola revisión médica”, de ese suplicio del servicio militar, dado que no existió nunca en la historia del mundo un ser menos dotado y apropiado para lo militar que aquel inmenso poeta (como escribe muchos años después su amigo Stefan, “cada vez que lo recuerdo vestido de uniforme, sonrío sin querer”; y describe así el cuadro: “tuve un sobresalto, ¡Rilke, Rainer Maria Rilke disfrazado de militar! Con aquella pinta de desmañado te llegaba al corazón: encogido por el cuello duro y desconcertado ante la idea de tener que saludar con un taconazo a cualquier oficial que encontrara”). Recuerda Zweig que Rilke le hizo esta confesión: “detesto la ropa militar desde la escuela de cadetes… Creía que me había librado de ella para siempre y fíjate, ahora, a los casi cuarenta años, tengo que volver a ponérmela”. La misión del Archivo consistía, según el mismo Stefan lo formuló, en “peinar el heroísmo austriaco”. Es decir, en resaltar y publicitar las virtudes marciales y los éxitos militares del ejército de Austria. Y aunque a nuestro escritor nunca le gustaron los patriotismos de la época, a pesar de que en aquellos años los defendió, pensaba que era mucho mejor “crear palabras” que edulcorasen o acicalasen las realidades militares que “meterle la bayoneta en las tripas a un campesino ruso”. En 1915 el Archivo le envía a Galitzia/Galizien (conviene recordarlo, a una parte de la tan actual Ucrania) para recoger materiales sobre la situación de la guerra, y allí vio, con sus propios ojos, no el heroísmo que se difundía desde el Archivo, sino las consecuencias reales y terribles de la guerra, lo que le abrió los ojos más de lo que ya los tenía abiertos. El tercer cambio importante de esos años es la compra de una casa-palacio en lo más alto de Salzburgo, en la Kapuzinerberg número 5, un palacete casi abandonado y destruido y que en el siglo XVII había servido de cabaña de caza de un arzobispo, y que en tiempos posteriores fue llamado “Hermesvilla” (mansión que frecuentaron Mozart y sobre todo su hermana Nannler –Maria Anna–) y que posteriormente pasó a llamarse Palacio Paschinger. La mansión le gustó por su situación apartada al final de un camino que había sido, durante años, una de las estaciones de un Vía Crucis que concluía en un cercano y muy antiguo convento, situación que le proporcionaba el aislamiento que necesitaba para escribir/trabajar sin molestias, visitas o intrusos. Sin haber visto nunca el interior de ese palacio en estado ruinoso firmó el contrato de compra en agosto de 1917, y dejó, como por lo demás hacía siempre (otra constante), todas las tareas burocráticas, de acondicionamiento y reconstrucción en manos de Friderike, que las resolvió brillantemente, permitiéndole a él liberarse de esas materialidades para dedicarse a escribir. El significado de esa casa, que le hicieron perder en 1937, se refleja en este párrafo de una de esas obras: “…una casa propia es, primero, como un vestido que cubre la desnudez, pero poco a poco crece contigo como una piel, que te contiene y te ata con cálidas raíces a la tierra”.

La situación política iba cambiando constantemente según se aproximaba el final de la guerra. En 1917, cuando ya podía entreverse la derrota alemana, recibe una invitación para pronunciar una serie de conferencias en Suiza, algo que ya había hecho en Escandinavia un año antes su famosísimo colega Hofmannsthal. Zweig pensaba que el Archivo impediría ese viaje, pero su jefe, el coronel Veltzé, lo aceptó pensando, con buen ojo, que, a la vista de los visos de derrota, había que ir reconstruyendo los viejos puentes entre culturas cercanas. Así que, contra todo pronóstico, Stefan emprende camino a Suiza como ilustre conferenciante, estancia provisional que irá alargando hasta conseguir que le licencien del servicio militar, petición que se le concede después de distintas acciones de presión sobre todo por parte de Friderike, y tras comprometerse Zweig a escribir un artículo semanal en el Feuilleton de la Neue Freie Presse de Viena. De esa forma consigue en diciembre de 1918 quedarse legalmente en Suiza. En marzo del 19 se retira al tranquilo hotel Belvoir en la villa de Rüschlikon, orilla izquierda del Lago de Zúrich, pequeña población donde buscó refugio para no ver a nadie, con la excepción de unos pocos amigos, entre ellos Hermann Hesse. Quería aprovechar al máximo el poco tiempo que quedaba hasta el final de la guerra, que esa era la gran esperanza. Allí acabó su Dostoyevski. Pero la obligación de escribir un artículo mensual para el Feuilleton se le había convertido en una carga muy pesada, en un “encarcelamiento” según sus propias palabras. En ese Feuilleton publicó algunos artículos que le trajeron problemas, como el titulado ‘Declaración de defetismo’: “no queremos ni una victoria ni tampoco una derrota, somos enemigos de la victoria y amigos de la renuncia. Europa debe ser liberada de su tortura cueste lo que cueste”. En su idea, no convencional, de défaitisme cabían los contrarios o descreídos en la guerra, y no sólo los puros “derrotistas”. Defendía el humanismo y estaba contra el patriotismo nacional. En febrero de ese año se representó en el Teatro de Zúrich su Jeremías. En abril le describe a Emil Ludwig cómo ve la situación: Zúrich y Berna son “un nido de víboras de la intriga, donde la propaganda, las ansias de revolución y el espionaje se entremezclan fraternalmente”. Y continúa: “yo me he puesto a salvo de todo eso, retirándome aquí totalmente, viajo una vez a la semana a Zúrich sólo para recoger libros, el resto del tiempo vivo aislado y me siento libre desde que no veo a la gente que, confusos como están, quieren provocar confusión en los demás”. Con el trascurso de las semanas se va volviendo más optimista al ver cómo los alemanes estaban en retirada (“ese partido militar debería entonar pronto su última canción”). Y añade: “nuestra palabra nunca fue más necesaria que ahora. Alemania está atravesando una crisis de conciencia: la hipnosis se ha evaporado, el sentimiento se está despertando de nuevo, se siente el sufrimiento… Ahora –o en un año– se reimpondrá la paz. Tenemos que emplear todas las fuerzas que tengamos para que llegue ya, pero no por cualquier tipo de patriotismo…, sino por obligación hacia los seres humanos”. Y en otro lugar escribe, “estoy cada vez más cargado de amargura contra esta época: nunca fue tan absurdo como ahora que se prolongue esta carnicería. La derrota alemana fue buena para romper el poder de Ludendorff, pero en América prevalece ahora un júbilo sin igual. Han saboreado la sangre. Y ahora quieren el triunfo, el que querían los alemanes hace sólo dos semanas, la gran victoria definitiva con el rival postrado de rodillas. Realmente, todos somos criminales que ahora callamos, pero quizá sea necesario hablar”. Su desconfianza contra las grandes palabras como “libertad” o “justicia” crece sin cesar: “no soporto ya esas palabras… creo que he matado en mi corazón todo resto de nacionalismo; pero a pesar de eso sufro viendo cómo Austria tiene que tragarlo todo porque ya no puede defenderse… Me agarro a la vida, pero no por gusto a la vida, sino por aversión al diluvio universal… Estoy a menudo triste, siento el violento espectáculo, la gran tragedia del hundimiento del mundo, y tiembla todo mi ser”. En 1918, tras el alto el fuego, le escribe a su editor Anton Kippenberg: “con un pesimismo profético vi venir hace tres años todo lo que ha venido. Hoy soy sin embargo el único entre las personas abrumadas de mi entorno que no tiene preocupación alguna por el futuro… Creo que los duros años que vienen serán hermosos en un alto sentido moral… Tuvo que pasar orgánicamente todo lo que pasó, y ya es demasiado tarde para lamentarse, ahora toca trabajar… Es tiempo de un nuevo idealismo. Nunca he compartido el idealismo patriótico… Es hora de tener otro, el que tuvieron Verhaeren, Walt Whitman y –siempre– él: Goethe”. A Romain Rolland le había escrito en enero de 1918: “mi meta nunca fue ser un crítico importante o un escritor famoso, sino una autoridad moral”.

Con el final de la Gran Guerra, Friderike y Stefan dejan Suiza y vuelven a Austria. Como se ha mencionado, se ponen en camino hacia Salzburgo el mismo día –24 de marzo de 1919– en el que el E¡emperador Carlos I abandona para siempre Austria. Ese viaje en tren fue, por distintos motivos, una tortura como se puede leer en El mundo de ayer. Duró 17 horas en vez de las 7 habituales, y en los vagones reinaba un frío siberiano. Al llegar a la ciudad, la casa de la Kapuzinerberg no estaba habitable, así que, como tantas otras veces antes y después, recurrieron a un hotel, en este caso el Nelböck, donde ya habían pasado algunos días en 1916. Volvían a la falsa paz que había traído la Gran Guerra. Lo que encontró Zweig en su país fue el caos más grotesco, Austria había retrocedido a las cavernas: el dinero había perdido su condición milenaria de instrumento neutro de intercambio. La inflación lo inundaba todo. La gente intercambiaba bienes, en vez de dinero, convertido en papel mojado. Quien había invertido en bonos del Estado austriaco estaba en la miseria, quien se había endeudado hasta las cejas vivía feliz sin cargas. Con la caída del valor dinero cayeron los demás valores. La virtud más rentable en aquel momento era carecer de escrúpulos. Era un momento de emociones extremas: anarquía, éxtasis delirante y fraude. La derrota había destruido la fe en la autoridad, que había caído en el descrédito total. La experiencia de los viejos era despreciada: para las nuevas generaciones esos mayores habían llevado al país a la ruina, y la paz que habían logrado no pasaba de ser una chapuza. Habían engañado a las madres que habían visto morir a sus hijos, y los soldados volvían convertidos en pordioseros. La joven generación perdió todo respeto a la tradición. Lo pasado era, todo, caduco. Lo joven y nuevo, sabio. Mandaba la radicalidad y la revolución: en el arte, en la literatura, en la música, en la política. Lo experimental, lo extraviado y lo delirante. Se instauró el rechazo a todo lo inteligible. El mundo entero se dedicaba a dar mordiscos al cadáver todavía palpitante de Austria.

 

La paz relativa o el gran intruso

Esa “paz relativa” vivía ya marcada por el gran intruso, Hitler. Grupúsculos “fascistas” o separatistas se hacían cada vez más presentes en Austria y Alemania, aunque a la gente este asunto le pareciera un fenómeno pasajero, “folclórico” y sin “importancia”, porque el ansia de paz relativizaba los peligros. El miedo se tapaba con las frases de sedación habituales: “esto [el nazismo] no puede durar mucho”. Era lo mismo que muchos habían pensado antes en Rusia, que una república de soviets no podía durar más de quince días. Pero duró decenios. Para Zweig esas nieblas de incertidumbre se disiparon enseguida. El primer vendaval clarificador le llega ya en 1921 en Venecia. Allí observa, en la mismísima plaza de San Marcos, la nueva fuerza del fascismo: un grupo de jóvenes desfilan a paso ligero en formación militarmente perfecta y con una disciplina y ritmo propios de una fuerza de combate. Aquellos jóvenes decididos y osados, marchando en medio de una huelga general de socialdemócratas epatados, eran la imagen real del poder que se anunciaba. En ese momento Stefan se da cuenta de que: “nuestra paz no es la paz”. Es sólo un intermedio. Bajo la apacible apariencia de la situación rugía un volcán furioso. El segundo aviso de alarma llega enseguida y le toca más de cerca: ocurre un año después, el 24 de junio de 1922 en Berlín, donde es asesinado su amigo Walter Rathenau, judío como él y ministro de Exteriores de la República de Weimar, además de gran esperanza de la nueva democracia, quien cae víctima, pocos días después de haberse encontrado con Zweig, de ese segundo disparo fatal del siglo XX que es el comienzo lejano de la segunda gran tragedia de Alemania y Europa. Las fuerzas del mal estaban esperando su hora, que sabían llegaría. El pueblo “hermano” y vecino, el alemán, que no sabía qué hacer con su libertad, buscaba impaciente un “salvador” al que entregársela para que se la arrebatase. La inmensa inflación, charca de lodo de la más repugnante realidad, hizo que aquella República de Weimar, tan debilitada, acabase llamando al carnicero. Así iba a acabar aquella fantasmagoría en la que, en 1923, millones de marcos llegaron a cambiarse por un marco. De nuevo, una calma aparentemente duradera que parecía haber superado la atroz guerra, iba a mostrarse sólo como una ilusión engañosa.

Los años que van de 1924 a 1933 son de paz relativa. Zweig creía en la unión espiritual de Europa. Y en que los mejores hombres del continente –aquel “mundo superior”– podrían gestionar el destino. Una ingenuidad infinita. Su patria, el llamado “mundo del espíritu”, ya no existía y venía a ser, como Austria, un flatus vocis. En esa calma aparente, en la vida de Zweig se presenta un inesperado huésped (así lo denomina él mismo): el éxito literario. Que fue enorme, y levantó envidias y distanciamientos. O incluso más, como en el caso de Hofmannsthal, quien no podía soportar a Zweig, y decía que éste era un “plagio viviente” como escritor y como poeta. Textualmente, “si él [Hofmannsthal] escribe una narración corta, un mes después aparece Zweig con otra; si él estrena un drama, enseguida Zweig le sigue con el suyo en el Burgtheater” de Viena. El hecho era que los libros de Stefan se vendían por miles y miles de ejemplares, convertido en uno de los escritores europeos de más éxito. Acontecimiento que para él era una esclavitud, porque le obligaba a gestionarlo como un negocio, lo que no le gustaba ni para lo que servía, por su naturaleza soñadora. Acerca de esa fama sobrevenida hace esta reflexión: “en una situación normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve un cigarro: una placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado al sujeto real, al auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese nombre, por decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se convierte en una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un capital, y, por otro lado, de rebote, en una fuerza interior que empieza a influir, dominar y trasformar a la persona. Las naturalezas felices, arrogantes, suelen identificarse inconscientemente con el efecto que producen en los demás… Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado posible en tan difícil posición”.

 

Radioactividad y melancolía

Como formuló Rainer Specht, en los años veinte su actividad fue pura “radioactividad”, un no parar de viajes, conferencias, libros nuevos, visitas “de recuperación” a París, la tan amada ciudad de su juventud (“París es espléndida, llena de vida, desbordante de hombres más dinámicos que nunca”, le escribe a su amigo Rolland). Allí visita también a Dalí (“un capítulo en sí mismo”). Dicta conferencias en Bruselas y en importantes ciudades alemanas (Heidelberg, Frankfurt, Stuttgart, Baden-Baden…). Es un período de mucha productividad, gran éxito editorial y aparición de algunas de sus obras más importantes (como “Tres maestros: Balzac, Dickens, Dostoyevski; Tres poetas de sus vidas: Casanova, Stendhal, Tolstoi; o La lucha con el demonio, sobre Hölderlin, Kleist y Nietzsche. Lucha de la que, según él, no puede librarse ningún escritor auténtico, y que casi siempre acaba mal, pues de ese demonio sólo logró salvarse Goethe, el resto acabaron en la peor derrota. Tal fue el caso de Kleist, al que Zweig denomina el “cazador cazado”, porque su trágica naturaleza, que le llevaría a suicidarse, siempre entendió mejor morir que vivir (lo que no deja de ser algo así como el autorretrato inconsciente del propio Stefan).

Oculto entre tanto ruido literario, hay una sensación personal de monotonía y pesimismo, que le acompañará ya hasta el final de su vida, en la que siente intermitentemente la tentación de emprender cosas nuevas, de vivir algo distinto: “hay que resignarse y no se ha tenido antes en los diez años de guerra y posguerra la cantidad conveniente de alegría y juventud. Nuestro estado de nervios de guerra no es reparable del todo, el pesimismo está muy metido bajo la piel. Ya no espero nada, da igual si vendo 10.000 o 150.000 ejemplares, es lo mismo. Lo importante sería comenzar algo nuevo, otra forma de vivir, con otras ambiciones, otra relación con la existencia”. Recae en sus estados de depresión latente. En sus momentos de pesimismo se le hacía claro lo poco que había conseguido como creador. “¿Qué ayudan todos los éxitos si humanamente se está tan triste?”, se preguntaba, no sin desesperación, su mujer Friderike. Pasa una crisis que coincide con la muerte de su padre en 1926 y tiene conflictos con su madre: “somos una generación golpeada, nos falta el impulso de un país ascendente, de una época que nos eleve; nos han alimentado con odio, nos han purgado con miedo, y golpeado con apatía. ¡Cómo vamos a producir algo completo, algo construido vigorosamente, asentado en la calma, con la fuerza malgastada en la exterioridad!”.

En 1926 escribe un artículo por los setenta años de Freud, que el padre del psicoanálisis consideró uno de los mejores reconocimientos de los muchos que se le hicieron. Como Klaus Mann, tampoco Zweig podía abstraerse del sentimiento “de vivir en un ínterin entre dos catástrofes”. Y de nuevo viajes y más viajes. En febrero de 1927 lee en Múnich una especie de oración fúnebre por Rilke, que había muerto en Suiza el 29 de diciembre de 1926, muerte que le conmovió en grado extremo y que le llevó a quejarse amargamente del periodismo: “exactamente cuarenta o cincuenta líneas, a veces cien, eso es todo lo que hacen [los periódicos]… con eso el caso Rilke queda resuelto. La época se venga de forma terrible de todos aquellos que no se rebajan totalmente a su nivel, y castiga todo aislamiento”. Su discurso sobre Rilke fue una evocación conmovedora y conmovida sobre aquel “devoto y fervoroso cantero de la catedral eternamente inacabada del lenguaje”, discurso con el que buscaba corregir la deplorable desconsideración a un poeta que para él estaba por encima de Hofmannsthal. Zweig había renunciado a leer, a pesar de que se lo habían propuesto, el discurso mortuorio sobre Rilke en Viena porque opinaba que sólo Hofmannsthal podía hacerlo. Éste fallecería también dos años y medio después, en 1929. Al producirse esa muerte dictamina Zweig a Rolland en francés: “Hofmannsthal vient de mourir. Avec lui et Rilke la vieille Autriche a fini”.

En 1928 Stefan es invitado, como representante de los escritores austriacos, a participar en Moscú en el Centenario de Tolstoi, a quien Zweig había dedicado un ensayo que gustó extraordinariamente a Thomas Mann, quien sentía verdadera veneración por el escritor ruso sobre el que escribió importantes ensayos y al que conocía muy bien: “lo más profundo críticamente que usted ha escrito… El desarrollo de su obra vital, seguir su crecimiento es una alegría”, le escribe Mann. Su gran amigo Romain Rolland, quien también estaba invitado a ir a Moscú, renuncia a asistir porque le parece “tan vergonzoso dejar que el bolchevismo celebre a Tolstoi como que el fascismo celebre a san Francisco de Asís”. En Moscú Zweig vive un suceso sorprendente, que le librará de las pertinaces cegueras que sufrieron muchos escritores o intelectuales de la época. En uno de los actos programados en los que participaba, un desconocido mete en su bolsillo, sin que él se percate, una carta no firmada, escrita en francés, que le advierte sobre la situación real de Rusia: “no crea usted lo que le dicen. No olvide que detrás de todo lo que le enseñan está todo lo que le ocultan. Recuerde que las personas que hablan con usted, la mayor parte de las veces no le dicen lo que querrían decir, sino sólo lo que están obligados a decirle. Todos estamos vigilados y usted tanto como nosotros, su traductora informa sobre cada palabra suya. Su teléfono es escuchado, y cada paso controlado”. Y acaba con esta dramática petición: “no rompa simplemente este papel, destrúyalo totalmente porque, de lo contrario, recogerán de la papelera los trozos y lo recompondrán de nuevo”.

Tras la inmensa altura de su éxito literario llegaría, poco más tarde, la gran caída, el puño criminal de Hitler que le arrastraría al suicidio. Esa aberración del nazismo le arrebató todo lo que más quería: la casa, los libros, la patria, la confianza en sí mismo, la libertad. Hasta llevarlo al exilio angloamericano, donde perdió la última patria que, según él, le queda a un hombre: su idioma. Todo ese dolor y esas pérdidas no son más que la parte minúscula del exterminio general e inmenso que sufrió aquella generación literaria, tortura de la que no hay casi precedente histórico. Como está recogido en el trágico libro de Kurt Pinthus de 1920 titulado Menschheitsdämmerung (El crepúsculo de la Humanidad), y que es una dramática recopilación de las biografías de los artistas y escritores que vivieron la Gran Guerra y pagaron sus consecuencias trágicas, y de la que la gran mayoría salieron muertos o destrozados, y los pocos que sólo resultaron fuertemente dañados acabaron rematados después por la Segunda Guerra Mundial. Al final, con Zweig se cumplió y repitió aquello que su compatriota Franz Grillpazer había formulado tan magistralmente de sí mismo: ser uno que “camina vivo detrás de su propio cadáver”.

 

Este texto es el segundo de una serie que comenzó con

Stefan Zweig: los últimos años. I. Los dos adioses: a Sigmund Freud y a la vida

 

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