“¡Vaya, que pena, ese cable ¡”. Así me dijo en cierta ocasión la directora de una revista especializada en la publicación de grandes reportajes. Sobre su mesa estaban algunas de las fotografías que yo había tomado durante mi viaje a Birmania. Entre ellas, una en la que aparecía la imagen del gran estupa que se alza en uno de los patios de la pagoda de Schwedagon. El mayor y más portentoso recinto religioso birmano situado en Rangún y uno de los centros de peregrinación más importantes del budismo hinayana.
En efecto, atravesando de lado a lado la imagen del estupa –un prodigio dorado en forma de campana, de 114 metros de altura, cuya superficie entera está cubierta por 800 kilos de láminas de oro por las que se reparten casi 7.000 piedras preciosas entre diamantes, rubíes, zafiros y topacios– aparecía un largo, estirado y repelente cable eléctrico que partía en dos la figura del aquel monumento religioso, como si fuera el careto de Al Capone, disolviendo la sensación idílica y oriental que todo el conjunto brindaba. La fotografía fue rechazada de inmediato y el reportaje, finalmente, se publicó sin la instantánea del estupa y, por supuesto sin el aderezo de su cable.
Este fue uno de mis primeros encontronazos con el ambiente de la crónica de viajes. Una clase de periodismo que se empeña en mostrar, incluso demostrar, un mundo feliz, por exótico y amable. Si el planeta en el que vivimos no necesariamente es dichoso, hay que hacer lo posible para que así parezca. Si prácticamente todos los asuntos que suceden en nuestro universo son susceptibles de ser difundidos y, por lo tanto, de cargarles con una cuota de crítica, de realidad, el reportaje de viajes tiene bula. No, aquí no hay sitio para lo feo, lo harapiento, para la ruina social o panorámica. “Evitar críticas, ironías, opiniones personales que alejen del reportaje al viajero”, dice el libro de estilo de cierta reputada revista de reportajes de viajes. O sea, hagamos catálogos.
Desde aquel episodio con mis fotos de Birmania, he perseguido el fenómeno de los grandes reportajes de viaje. Efectivamente, he observado que –bajo los parámetros del colorín– no sólo el mundo, exótico o no, resulta estupendo sino que, además, en él perpetuamente hace buen tiempo y siempre es por la tarde, cuando la tonalidad de la luz es más cálida y agradecida. Raro es el reportaje en cuyo escenario aparece una nube inoportuna o, simplemente, mal puesta, o en donde el color gris se ha escurrido sin más. Si en las fotografías –lo mismo rige, en su medida, para el texto– no aparece un día soleado, las imágenes no valen. Es más, a menudo los editores sospechan, que como quiera que el brillo no aparece por parte alguna, lo más probable es que ni siquiera se haya estado en el lugar en cuestión. La gente, al parecer, quiere ver el mundo tal y como se lo imagina, como quisiera que fuese, no como éste realmente es. Así pasa que, cuando el visitante, mediatizado por el maquillaje de los medios cordiales, se coloca en vivo y frente al monumento repollo, bañado por un soberbio chubasco, bajo un día mortecino y sobre basuras y detritos poco agradecidos para la vista y para una imagen, se suelen dibujar en su rostro trazos de desilusión, imbecilidad y fraude.
Eso es un mundo imaginado y así tenemos documentales de televisión que fomentan la mirada a ese universo de maravillas que no suele ser ni existir, donde aparecen diferentes pueblos de cultura exótica en casi permanente fiesta o celebración, con sus gentes buenas y salvajes vistiendo a la manera tradicional, danzando, repicando cascabeles, luciendo máscaras, penachos y abalorios. Pero si se levanta la alfombra, si pudiésemos observar lo que no recogen las imágenes, nos sorprendería saber que las productoras de esos documentales pagan buenas sumas de dinero para que los indios del Amazonas se acicalen con vistosas plumas de guacamayo, para que una precaria tribu africana lleve a cabo cualquiera de sus ritos, no importa que no sea la época justa de esas celebraciones. Es como si aquí alguien nos untara con un puñado de dólares para que organizásemos una procesión de Semana Santa en pleno mes de agosto o un encierro de San Fermín en febrero, y así filmar el desfile de los nazarenos o las carreras de los mozos para luego difundir esas imágenes por alguna cadena de televisión para disfrute de una audiencia lejana y seudoletrada, propensa a la digestión fácil y rápida, que demanda una cultura suave basada en el folklore o en el documento arco iris.
Demanda de lo visual, no importan los olores, los sabores –o sin sabores–. El personal quiere ver las montañas del Himalaya limpias de nubes y bajo el azul resplandeciente de un cielo encerado. Llevo años intentando decir a quien me quiere escuchar que, en determinada época del año, los pueblos y paisajes de aquella cadena de montes se empapan, además de con la lluvia de los monzones, del más misterioso sortilegio, precisamente a causa de la monotonía del gris. Las nubes ocultan las cimas y la niebla penetra hasta en la última esquina de cualquier pueblo tibetano, hasta el último rincón de cualquier patio de cualquier casa colgada en la ceja himaláyica. Sin embargo, sólo encuentro oídos atentos cuando, al fin, acabo hablando del vistoso paisaje de almanaque que en cierta ocasión contemplé. Allí aparecían los picos nevados más altos de Asia en un día absolutamente soleado. Lo bonito impera sobre lo bello. Por lo visto, bajo las nubes de los monzones no hay vida inteligente. Es más, no hay vida.
Así estoy dando vueltas por el mundo cuando, inconscientemente –y a veces no tanto– a la hora de tomar una fotografía, mientras espero a que salga el sol, a que llegue la hora de la tarde, me veo suprimiendo cables, apartando lodos, quitando chapas onduladas, eliminando hormigón, separando el trigo de la paja, eliminando, andrajos, palanganas de plástico, anuncios inconvenientes, sustituyendo, en fin, caras por cruces. Todo ello mediante un leve movimiento de muñeca, un pequeño ejercicio manipulador que desplaza el objetivo de la cámara. Un sutil meneo que no es nada, pero que es mucho.
Y sin embargo, las cosas y las gentes, tal como son, también pueden tener su encanto: unas aldeanas vietnamitas enhebrando su conversación tras la celosía de la lluvia de oriente, una melopea religiosa en pleno suburbio americano, el movimiento sensual de una joven africana que camina sobre la ruina de un zapato diferente en cada pie, la calma espesa de un bar de ambiente familiar en una ciudad escocesa, las horas de ochenta minutos pasando y paseando por la calle mayor de una pequeña capital de provincia española. Lo que se pierden todos aquellos que son conducidos por la ruta de la imagen lustrosa y del engaño ilusorio.
Un amigo de un amigo, un tipo que jamás ha salido de la ciudad donde nació y vive, posee, sin embargo, una completísima colección de libros de gran formato gráfico que recogen las imágenes más espectaculares de numerosas partes del mundo. En cierta ocasión, mi amigo reprochó a ese individuo la contradicción que provocaba su existencia sedentaria frente a sus estanterías repletas de paisajes reventones. El tipo dijo: “No te equivoques. Por mucho que yo viajase, nunca iba a encontrar un mundo tan hermoso como el que presentan mis libros de fotografías”. Y tenía razón.