Me miro en el espejo cada mañana y… ¡hay que joderse!, apenas me reconozco. Esas bolsas debajo de los ojos, esos párpados hinchados por la falta de sueño y el estrés; esas entradas cada día más pronunciadas que se abren paso rápidamente hacia la coronilla enrojecida por el sol donde juegan al tute unos cuantos pelos rubios; las patas de gallo que parecen pelearse por ver cuál entra primero por el rabillo del ojo y esa pelambrera del pecho, que no cede ni «pa» Dios, y que comienza a encanecer. Esta es la imagen con la que me desayuno cada día. Del espejo a la ducha y allí, cual Kevin Spacey en American Beauty, paso algunos de los momentos más placenteros del día. Pero ni siquiera me toco. No me gusto tanto como para eso. Me tumbo en la bañera, y después de un rato bajo el agua conecto la ducha y dirijo magistralmente (lo tengo bien calculado) el chorro a presión hacia mi polla, que al menos por ahora aflora con fuerza debajo de una barriga cada día más prominente, incluso cuando estoy boca arriba. El agua a presión sobre el frenillo, unos cuantos movimientos para disfrutar del recorrido y… paja al canto. Una más, ya muchas más que pelos tengo en la cabeza, que no en el cuerpo que esos son incontables.
Afronto un día más con pereza y resignación y, para consolarme o animarme, evoco unos cuantos recuerdos de aquel chaval joven, rubio y deportista que fui y de sus éxitos con el sexo débil, los únicos triunfos de los que me siento orgulloso y por los que considero que ha merecido la pena vivir. Ahora no tengo muchas oportunidades y yo sigo siendo un inmaduro al que le gustan las niñas de veinte años y las carnes prietas, no me tientan las babosadas de las maduritas que follan muy bien y son muy interesantes. ¡Bah!, interesantes son los libros que leo o la vida de alguna amiga puta de Marruecos o El Salvador, que esas sí tienen mucho que enseñarme. Sin embargo, de vez en cuando disfruto un poquito de la vida con una vieja amiga, y amiga vieja, cuarentona curtida y más bien feota, que a base de verla y verla me he acostumbrado a su cara hasta acabar incluso gustándome. Un buen día en medio de una conversación tonta, se dio la vuelta y apreveché para agarrarla por detrás, inmovilizarla, desabrocharle el pantalón, bajárselo hasta las rodillas y follármela con sus blandotas tetas y su narizota contra la mesa, en su misma casa, mientras ella protestaba y me insultaba sin entender muy bien lo que estaba pasando. Cuando se quedó sin fuerzas se relajó y se dejó hacer sin decir ni pío.
Nos vimos y seguimos tratándonos como si no hubiera pasado nada. Estuvo más retraída, pero nunca mal educada o molesta. Dejé pasar un tiempo y el día en que llamé nuevamente a su puerta y me dejó entrar sin más supe que tenía carne asegurada por mucho tiempo. Sin problemas ni sobresaltos. Las tías no son ni guapas ni feas, cuando las miras mucho y te acostumbras a ellas, las feas son menos feas y las guapas, menos guapas. Con esa norma por principio se puede follar mucho y muy bien. Pero hay que sobreponerse a esa impresión que recibe cualquier macho después de eyacular según la cual las feas vuelven a ser muy feas, incluso más, y las guapas muy guapas, guapísimas, por lo menos durante el tiempo que tardas en contárselo a algún amigo.