Clase media alta. Lo he escuchado siempre. Lo he repetido como si fuera la única respuesta. Es─entre otras cosas─la etiqueta que nos sirve (a un grupo de peruanos) para diferenciarnos de la clase media que no puede pagarse lo que nosotros sí, y para acercarnos a la clase alta, cuyo derroche no podríamos costear. Más justo sería llamarnos burguesía: esa clase conformada por profesionales que venden sus servicios, y por comerciantes que hicieron dinero suficiente para vivir con comodidad, en un país donde la mayoría era pobre y sobrevivía.
Una roommate española, al ver los problemas para explicar mi clase social, me lo puso simple: ¿todos los peruanos pueden tomar clases de tenis?¿No? Cabrón, entonces tú familia tiene dinero. No sólo eso: oportunidades, educación, palancas para abrir puertas y conseguir trabajos, facilidades para ocupar puestos públicos y para gobernar.
Mi abuelo nació en el Cuzco y no terminó el colegio. Lo reclutó un empresario textil antes de terminar la secundaria. Le enseñó cómo funcionaban las máquinas de sus fábricas y, con veinte años, mi abuelo se convirtió en un experto. Lo enviaron a Lima. Ahí se encargó de armar una fábrica de telas. Conoció a mi abuela, muchacha inmigrante de Paita, un pueblo pesquero. Años después, los jefes mandaron a mi abuelo a montar una fábrica en Chile. Su familia lo siguió. Mi padre vivió 10 años en Santiago, terminó la secundaria y regresó a Lima para ingresar a la Universidad Nacional de Ingeniería.
Mi madre es la hija de dos pequeños agricultores. Ulises García tenía una franja de tierra en Arequipa, heredada de sus padres, sembrada con árboles frutales: peras, chirimoyas, granadas, tunas, almendras. Producía vino. Su rutina empezaba a las cinco de la mañana. También tenía cerdos, cuyes, vacas y toros que se llevaba a Lima para vender y pagar la educación de sus hijos: dos de ellos se graduaron en la Universidad de La Plata, en Argentina. Leonor Márquez era hija del médico del pueblo. Heredó cien matas de olivo que producían suficiente aceituna para que nunca pasara pobreza. Cada mes de diciembre, mis abuelos cruzaban la cadena de cerros que los separaba de la costa hasta unas casas de piedra levantadas frente a una playa pedregosa del Pacífico llamada Silaca. Ahí se quedaban hasta marzo.
Cuando mi madre, la menor de sus hijas, tuvo que hacer la secundaria, fue mandada a un internado de monjas en Ica, pequeña ciudad no muy lejos del pueblo. Cuando tuvo que ir a la universidad fue mandada a Lima. Ahí, en la boda de una de sus hermanas mayores, conoció al estudiante de ingeniería que era mi padre.
Dice mi madre que cuando mi padre llegó a conocer a sus suegros, montado en una yegua desde el pueblo por un camino de tierra (ese que alguna vez recorrí: tres horas a pie) mi abuelo lo salió a recibir, lo trató bien, le invitó vino. Mi padre se quedó a dormir en uno de los tres cuartos de paredes de caña y barro de la casa principal. Antes de volver a Lima, mi madre le preguntó a mi abuelo qué le había parecido su novio, y él respondió que el limeño “era medio tontón”.
Mis abuelos dependían de los peones: ayudaban con la chacra y cosechaban las aceitunas. Sospecho que ganaban lo suficiente para vivir sin pedir nada, pero que sus sueldos los mantenían en una posición de dependencia frente a sus patrones. Siempre había dos muchachas que dormían en una cama cerca de la nuestra cuando llegábamos con mi familia desde Lima al verano de Silaca. Eran dos hermanas. Sé que una murió de cáncer. Ellas ayudaban a mi abuela y a mis tías durante el día: en la casa, en la cocina, con la ropa que bajaban a lavar en un ojo de agua de río detrás de las casas que llamaban puquial.
Mis dos abuelos hablaban quechua. Mi abuelo cuzqueño me enseñaba algunas palabras cuando pasaba los fines de semana en su casa de San Borja (los días que estaba: de niño aún no sabía nada de su vida disipada, de las muchas semanas en que desaparecía, de sus dos familias). Mi abuelo arequipeño hablaba quechua con sus peones. Cuando me decía algo, nunca se molestaba en traducir. Se reía de mi ignorancia. Fumaba mucho, tomaba poco y tocaba la guitarra. Le gustaba cazar. Al parecer era generoso y lo querían. Él también tenía otros hijos en los pueblos de la sierra a donde se iba con las vacas, cada año, para que pastaran durante las lluvias. Al parecer mi abuela odiaba que él hablara quechua y que masticara hojas de coca. Eran costumbres que lo acercaban a las gentes de la sierra y lo distanciaban de los blancos del pueblo.
Mi madre estudió psicología y filosofía en la Universidad Ricardo Palma. Mi padre nunca quiso que ejerciera. Es muy celoso. Ella se quedaba en la casa y se encargaba de sus tres hijos, que fueron a una escuela católica privada. Cuando ellos se graduaron se dedicó a los olivos y ese dinero ayudó mucho a mi padre. Mi padre enseñó en la UNI antes de graduarse, consiguió un puesto en el Ministerio de Vivienda a comienzos de la década del 70. Compró una casa de 300 metros cuadrados, financiada por el gobierno, con un préstamo en soles que cuando golpeó la inflación a fines de la década del 70, quedó reducido a nada. En los años 80s pasó a trabajar para el Banco de la Vivienda, un organismo del estado que no sobrevivió al gobierno de Fujimori. Mi padre marcaba su tarjeta a las 8 de la mañana en un edificio de hormigón en la esquina de las calles Emancipación y Colmena. Con ese sueldo y sus trabajos privados, mandó a sus tres hijos a la universidad.
Mi abuelo del Cuzco se jubiló de la planta textil y envejeció mal. Además de mujeriego era hipocondríaco. Un día, la docena de pastillas que se autorrecetaba le causaron una hemiplejia que tumbó sus 120 kilos en cama. Antes de enfermarse le gustaba la vida bohemia. Mi abuelo miraba Trampolín a la fama en el enorme televisor en blanco y negro de su sala, señalaba a Ferrando y decía que eran grandes amigos. Actuó de extra en algún filme de los años 30. Alguna vez, rebuscando en su escritorio, mi hermano y yo encontramos unas fotos en blanco y negro de él, con amigas y amigos, todos desnudos y subidos sobre lo que parecía ser un escenario. Alguna vez, ya enfermo, mientras lo ayudaba a ir al baño, en su casa de San Borja, me dio el único consejo que recuerdo haber recibido de él: “si te gusta una muchacha, sólo muéstrale tu pipilí”.
Sospecho que a mi abuela, después de haberlo visto durmiendo muy poco en casa cuando estaba saludable, no le daba gracia tenerlo las 24 horas en la cama, enfermo y necesitando su ayuda. Siempre se gritaban. Me han dicho que él se iba de casa con frecuencia porque mi abuela tenía un pésimo carácter. Con sus nietos mi abuela siempre andaba de buen humor: “Paiteño culo salao, vende a Cristo por un pescao”, decía. Me enseñó este poema: “Eres hermosa no hay duda/Como la flor del limón/ Cara de cachanga cruda/ Y ojos de pollo cagón.” Yo la recuerdo dándonos de comer siempre el mismo menú de pollo frito con arroz y moliendo el maíz para los tamalitos verdes que le quedaban tan ricos. Tuvo tres perros. Se llamaban: Bus, Tinola y Spot. En su casa nunca vi una empleada de servicio.
Durante los años de Sendero Luminoso, llegaron a trabajar en nuestra casa algunas muchachas que venían huyendo de Ayacucho. Algunas regresaban años después a saludar, a contarnos su vida. Mi madre se enfurecía si yo decía que las chicas podrían comer con nosotros en la misma mesa, en vez de sentadas sobre una banca en un rincón de la cocina, o si le preguntaba por qué ellas sólo podían utilizar los platos y los utensilios marcados con la primera letra de su nombre: Adriana, Julia, Esperanza, María, Blanca.
Julia nos contó una noche cómo los senderistas le habían cortado la cabeza a su padre.
En los años 90 llegó a vivir a la casa un muchacho que sabía hacer de todo ─o siempre aprendía cómo hacerlo. Por su baja estatura no lo habían dejado enrolarse en el ejército. Se llama Abram pero siempre lo llamamos El Cabo Marucha. Se ha casado, ha tenido muchos hijos y ha engordado. Abrió una cebichería en Musa, un barrio gigante de los muchos que se formaron sobre la arena alrededor de Lima, para albergar a los millones de peruanos que llegaron a la capital buscando algo más.
Mis cuatro abuelos se murieron en Lima.
Mi abuela poco a poco se fue quedando sorda. Le entró la demencia. Antes de morir saludaba a los personajes de la tele, lo que a mis hermanos y a mí nos daba mucha risa. Mi abuelo cusqueño murió en el Hospital del Empleado. Se lo habían llevado, unos días antes, a la sala de emergencia. Lo vi echado en una camilla, en una sala atestada de enfermos. Se le escaparon unas lágrimas pero ya no podía hablar. Esa imagen siempre me provoca culpa. Mi dos abuelas murieron en mi casa: Leonor agonizó con el cuerpo lleno de escaras, al cuidado de mi tía. Mi madre me despertó para que la viéramos morir una mañana de la primavera. Mi abuela de Paita murió a solas. Tal vez de un ataque durante la noche, en el cuarto con baño y cocina que le construyeron mis padres en el patio trasero de nuestra casa. Para entonces ya se quejaba de unos mareos insoportables y, con constancia, pedía morir.
Mi abuelo arequipeño murió mientras yo estaba viajando. Tenía 19 años y me fui solo, en autobús, por Chile, Argentina y Brasil. Me enteré de la noticia cuando Abram, el Cabo Marucha, contestó mi llamada desde una cabina telefónica en Río de Janeiro. “Cabo ¿está mi mamá?”pregunté y su respuesta fue que no había nadie. Guardó silencio y luego me dijo que todos se habían ido para el pueblo. No pregunté más porque ya era obvio. Mi abuelo había ido perdiendo la cabeza poco a poco. Después de hablar con Lima, caminé hacia el mar de la playa de Copacabana. Era febrero. Me recuerdo caminando como un zombi, mojándome los pies en el Atlántico, que veía por primera vez.
El Perú es una sociedad injusta. Lima nunca me pareció una ciudad sana. Me asaltaron algunas veces, nos robaron la casa dos. Mi padre vive pendiente de la alarma, de que los ladrones no sepan cuando la casa se queda sola. Mi primer carro fue un Fiat rojo que le compré a plazos a mi jefa, con el sueldo de 200 dólares al mes que ganaba de ayudante gráfico. Cuando se malogró, alguna mañana de agudo tráfico en la San Borja Norte, mientras lo empujaba para sacarlo de la pista, un conductor furioso me gritó al pasar “Tírale un fósforo”. Supongo que pude haber sobrevivido al estrés de llegar al trabajo a las 7 de la mañana, salir de la oficina a las 10 de la noche, no tener días libres y cuidar tres trabajos para pagarme un departamento, un auto, ir a la playa en los veranos, tener una familia y una vida buena. De clase media alta. Es verdad que la economía del país mejoró en los años siguientes y muchos de mis compañeros de estudios tienen buenos trabajos con buenos salarios, pagan las abusivas mensualidades de sus hijos en colegios privados y sus familias siguen estacionadas en la clase en que nacieron. Todos ellos creo que tienen empleadas de servicio y una o dos nanas.
Dice mi madre que yo siempre quise irme. Ese fue mi problema. “Siempre te querías quedar en todos los sitios a los que íbamos”. Eso explica, según ella, por qué me quedé aquí. En los Estados Unidos.
Desde noviembre de 2000 vivo en Nueva York. Mi primer trabajo consistía en abrir la tranca eléctrica de un estacionamiento, en un edificio de consultorios médicos en White Plains. Después me contrató Andrew, un gordo buena gente de apellido italiano, al que se le caían los pantalones cuando corría a estacionar los autos y se le veía medio poto. Trabajé para él hasta 2015, estacionando carros, metido en una pequeña caseta dentro del club de golf más antiguo de los Estados Unidos. Los viernes empezaba a trabajar a las 8 de la mañana. Me levantaba en Brooklyn a las 4 para poder tomar el metro y luego el tren de cercanías que me llevaban a White Plains. Desde White Plains tomaba un autobús hasta Elmsford, a la esquina de White Plains Road con la Interestatal 287. Desde ahí caminaba 15 minutos hasta el club de golf.
Los sábados y domingos empezaba a trabajar a las 6 de la mañana. Las noches del viernes y sábado me quedaba a dormir en casa de una tía. A veces tenía suerte, su hija no estaba y podía dormir en su cama. Si ella estaba me tocaba dormir en el sofá de la sala: un cuarto lleno de objetos, con intenso olor a gatos. De lunes a jueves vivía en la calle Dean en Brooklyn y estudiaba una segunda especialización en periodismo en el Bronx. Antes de eso había estudiado inglés durante año y medio en el segundo piso de un hotel de la calle 34 llamado Pensilvania, frente al Madison Square Garden. Antes de Brooklyn había vivido en un departamento inclinado─que ya demolieron─, en un ático en Mamaroneck, en un cuarto compartido en Port Chester y en un sótano en White Plains.
De mis primeros años en Mamaroneck recuerdo: las peleas en la nieve con mis primos, el frío de las mañanas esperando el autobús para ir a trabajar, el pitido de los semáforos en White Plains, la primera vez que me comí una bandeja paisa, el muchacho mexicano que me traía bagels con crema de queso a la caseta del centro médico, la vez que una doctora me dio veinte dólares por mover su Lexus, el psiquiatra renegón que manejaba un BMW azul, la hermosa hija de un cirujano plástico rumano que me venía a conversar, el doctor Shalitz, un urólogo israelí que cuando me veía de brazos cruzados apuntaba a la manguera y ordenaba: “Irrigate the plants!”. Siempre me causaba inquietud saber que aquel trabajo mecánico y tonto, que me daba mucho tiempo para leer, me dejaba más dinero que el que había ganado en Lima como profesional.
De la Manhattan del año 2001 recuerdo las puertas de Grand Central abriéndose cuando llegaba en el tren de la mañana para mis clases de inglés, y a los pasajeros deshaciéndose del New York Times en unos tachos inmensos sobre la plataforma. También las conversaciones en la calle 33, al lado de la escuela, fumándome un cigarrillo en el grupo de un serbio dentista de Belgrado, una checa de Liberec que estudiaba arte y tocaba el saxofón, y una italiana de Palermo con el pelo rubio, ondulado y largo hasta los muslos, con piercings en la nariz. Un músico cordobés me consiguió el cuarto de Brooklyn y un trabajo de invierno paseando perros en Central Park. Una mendocina me llevó a su trabajo en Queens por donde caminábamos vendiendo ollas y filtros de agua Royal Prestige. Después me hice amigo de un venezolano que estudió ingeniería de sistemas, un chino cuya familia era dueña de restaurantes, un mecánico senegalés, un porteño hincha de River que se casó y se hizo cargo del negocio de hoteles para mascotas de su esposa, y un japonés que era ayudante de un anciano pintor. Con ellos jugamos fútbol en Central Park, en Chelsea, en Riverside Park y en una cancha de Chinatown.
He pasado 18 años en este país y ese mundo viejo se deshace como un sueño. Pensé que tal vez sirviera de algo escribirlo: para verlo más claro. Como un texto, estos párrafos parecieran formar parte de un conjunto coherente, de una pintura de dos países, de varias ciudades y pueblos, de distintos lugares y de gentes. Por algún motivo, desde aquí en el papel, todo se ve menos borroso.
Pleasantville, 27 de diciembre de 2018