
De repente, la brisa. Las ramas de la encina, con sus hojas pequeñas y duras como lentejuelas, tocaban el cielo. El cielo parecía una fachada azul y la encina un árbol alado, pero en realidad estaba bien sujeta al suelo bajo la tierra de la que salían decenas de encinitas, decenas de recias lentejuelas que formaban una espesa selva para liliputienses.
Era una imagen conocida. El cielo y la encina. El cielo limpio del verano y la sombra de la encina y de la tarde. Era un buen lugar para poner la hamaca y tumbarse en ella. Era una forma de volar con todas las cosas del mundo por debajo de uno mismo. Uno sólo tenía ante sus ojos el cielo y la caricia de las ramas de la encina que le salvaban del vértigo de lo desconocido, como si su equilibrio dependiera de la salud del tronco centenario.
Toda la vida había sido él. A esa hora de la tarde, cuando el paisaje azul con lentejuelas iba produciendo su efecto de anestesia siempre había sido él. A veces le sobresaltaba el ruido de la cancela del vecino y entonces tenía que bajar a la tierra. No era el ruido lo que le molestaba sino el tener que bajar a la tierra cuando estaba en pleno vuelo. Luego el ruido de la cancela cesaba o lo ocultaban el chillido de los rabilargos o el frufú del mirlo avanzando entre los aligustres, y entonces él volvía a coger altura.
Allí arriba todo era posible pero esa tarde era distinta. Era nueva. Había alguien junto a él y no podía hacer ruido porque dormía. Y parecía un sueño volador, un planear tan maravilloso que no podía imaginar nada más perfecto. Y no era el suyo. Por primera vez no era el suyo. Él se sentía como Maverick acompañando a Cougar hasta el portaaviones. El velaba aquel sueño y el ruido de la cancela del vecino le resultaba más terrible que nunca. Era casi un ruido enemigo. Era un ruido de MiG.
El tiempo era plomizo, casi reverberante si bajaba la vista. Cantaban las cigarras y la brisa, la repentina brisa, le permitía mantener el aplomo. No recordaba exactamente cuando había empezado a ir a volar allí, junto a la encina.
Antes todo tenía la envergadura de las esquejes que infestaban el suelo alrededor del árbol, y ahora el límite era algo indefinido, casi infinito. Los espacios inabarcables siempre le habían producido angustia, como el del mar, pero por alguna razón por ese pedazo de cielo arañado de encina podía realizar vuelos controlados.
No supo hasta que punto todo eso había sido un error (aquel lugar sólo debía servir para cerrar los ojos y descansar, esa era su sencilla función) hasta que dejó de mirar a la absurda inmensidad y giró su cabeza a la izquierda sobre la hamaca y unos ojos del color de la encina, unos ojos aceitunados como las hojas de la encina le observaban por encima del borde del cochecito. Esos ojos, aparecidos de pronto como la brisa, le acababan de enseñar todo lo que necesitaba para ingresar al fin en Top Gun.