Entre mi casa y el Centro de Especialidades de Moratalaz, afueras de Vicálvaro, hay unos siete kilómetros. Como la cita con el traumatólogo es a las doce menos cuarto salgo dos horas antes. No es la primera vez que recorro la distancia andando. Recuerdo vagamente el camino, que he hecho al menos en otras dos o tres ocasiones. No me gusta recurrir al servicio que proporciona el teléfono inteligente (no me gusta que sepa tanto de mí, no deja de venderme, aunque trate de usarlo menos). Prefiero preguntar a los vecinos. En cuando enveredo el Camino de los Vinateros ya sé dónde está mi Estrella Polar. Y más ahora que estoy embarcado en una aventura vitivinícola. Este camino parece una bendición. La cuesta es amable, y el sol todavía no ha sacado sus temibles garras. Hay árboles y casas de tres y cuatro plantas con jardines amables en las que parece grato vivir. Antes de dar con el Pico de los Artilleros, que me confirma que no ando extraviado, hago una parada en la terraza del bar Las Peñas. Dos jardineros están cortando un seto y el aroma fresco de la clorofila es un viaje a la infancia. Al camarero, hispano, no se le olvida un generoso vaso de agua con el café. Leo unas páginas de las Odas y Epodos de Horacio, que me acompaña estos días de primavera donde quiera que voy. Comentan los finos exégetas de la edición de Cátedra (Manuel Fernández-Galiano y Vicente Cristóbal): “No deja de ser irónico que Horacio se dirija al paciente Virgilio aconsejándole paciencia ante la inevitabilidad de la muerte, él que precisamente no sabía controlar su melancolía cuando pensaba en el fin de la vida humana”:
“tú, piadoso
Virgilio, a los dioses reclamas en vano
la devolución de Quintilio, prenda
que tan mal te conservaron.
Pero aunque tañeras aun mejor que el trecio
Orfeo la lira que oyeran los árboles,
¿podría volver la sangre a la inane
sombra empujada a la grey
negra por la horrenda vara de Mercurio,
nunca ante las preces blando? Es triste, pero
más llevadero hace la paciencia aquello
que corregir se nos veda”.
Apenas paso media hora sentado a una mesa en la terraza y puedo trazar un pequeño mapa de penas y alegrías de vecinos que entran, salen, reposan sus achaques en un banco frontero, esperan a la mujer que baja a hacer compañía el lento andar del jubilado, y pienso que acaso buena cosa sería cuando me llegue la hora echar aquí unas buenas horas de atenta escucha y con ellas componer una elegía radiofónica de este cruce de caminos entre Vinateros y Artilleros.
En una pista de patinaje un tipo mayor que yo se desliza como si el cemento fuera hielo. Un tipo joven observa mi fascinación y me dice:
—¡Qué envidia!
—Un atleta, le digo.
Ambos nos sonreímos como si el mundo estuviera efectivamente bien hecho esta mañana de mayo en Madrid, y así se confirmara la bondad de los extraños, que tanto maravillaba a Tennessee Williams.
En el ambulatorio me encuentro un compendio de la humanidad. Espero mi turno volviendo a Horacio, pero enseguida me llaman y el traumatólogo me habla de mi espolón y de que mejor que una plantilla será intentar una rehabilitación.
Hay muchos autobuses que paran al pie del centro médico (el 20, el 30) que pasan por mi barrio. Opto por el 30, que para mi asombro atraviesa nada menos que El Cairo y Laponia. Y es que los autobuses y los libros te llevan donde imaginar quieras. Hace unos días tuve que dar una clase a siete periodistas finlandesas, y recordé para ellas mi fascinación por Rovaniemi y Tampere. Todas eran pacifistas hace un año. Ahora, salvo una, se mostraban partidarias de que su país ingresara en la OTAN.
Por la tarde tengo que llevarle a la encuadernadora María Manso mis artículos del viaje de retorno al país natal, que aparecieron en Faro de Vigo 28 domingos seguidos, pero antes hago escala en el Retiro para devolver a la vida a tres caracoles que vinieron de contrabando entre las acelgas que Luis cosechó en su huerta de Vallelado y le regaló a Corina.