
Yo no sé qué decir del Trumpasso. Si acaso esto mismo: el Trumpasso. Esta es toda mi aportación. Este es mi pobre hallazgo. En mi descargo he de decir que cualquier otra cosa que pudiera haber traído a colación ya ha sido dicha. El opinador moderno no da tregua ni deja espacio. Si a eso se le suma que apenas tengo que (ni debo) decir, añadiré que Donald Trump ya estaba en el ¡Hola! y en el Lecturas y en el Diez Minutos que compraba mi abuela en verano hace treinta años. Eso es un dato. Me acuerdo de su mujer, Ivana, madre de su hija Ivanka que es de mi quinta. Su actual mujer, Melania, también es de mi quinta y eso que él es de la de mi padre. Clint Eastwood le ha votado orgulloso. Yo veo a Clint depositando su voto y acto seguido haciendo el gesto de disparar con el dedo como Walt Kowalski, el propietario del Gran Torino, a los pandilleros desde su porche. Puestos a decir trumpadas (¿la némesis salvaje, sin pulir, de lo políticamente correcto?, ¿el azote del buenismo?), la «sensibilidad» del «magnate» (Donald Trump, de profesión «magnate», como si fuera un oficio) ha logrado conectar con la sensibilidad de la mayoría de los estadounidenses. ¿Es esa la realidad o la de, digamos, la portada de Liberátion? Yo considero a los estadounidenses mejor informados que a los europeos en sus propias cuestiones e intereses, y quizá por eso estoy más escandalizado por la forma de escandalizarse de éstos tras la decisión democrática y legítima (¡la libertad!) de un pueblo que de la propia victoria del «magnate». Aquel burlón Obama (¡qué película de Clint Eastwood, de las que hace rápido y efectivamente para, además de entretener, ganar dinero y poder hacer su siguiente obra maestra, ha producido Trump a partir de aquel escarnio público al que fue sometido por el hoy líder saliente!) ha salido a la palestra para pedir unidad y respeto al elegido, del mismo modo envidiable por estos predios que la derrotada candidata Clinton. Claro que la indignación de esta Europa tan moderna siempre es parcial, uno de los principales obstáculos para entender el concepto de nación más allá del animal naranja y peludo que lleva el presidente electo de los Estados Unidos sobre la cabeza, que quién sabe si es, ojalá lo sea, la mayor de sus animaladas.