La caprichosa memoria, la misma que nos hace olvidar una cita o una fecha importante, tiene a veces súbitos ataques de fidelidad. Esta mañana, sin ir más lejos, me desperté con mi neurona de guardia recordándome a voces algo que hace tiempo quedó grabado y sepultado en los ignotos dominios memorísticos: que durante el inicio del presente año 2016 fueron creados los primeros Nexus-6, los cybors que el policía Rick Leckar debe eliminar sin contemplaciones en Blade Runner (1982), la película de Ridley Scott.
No voy a ponderar los muchos valores que hacen de esta película un peliculón. Ni voy a justificar que se hable de ella en un blog sobre novela negra. Seamos serios, desde al menos los años 30 del siglo pasado apenas se puede hablar de género negro literario sin tener en cuenta su versión cinematográfica. Ya hablaremos de ello en otro post. Ahora, si gustan, oh Iniciados e Iniciadas del crimen, veamos por qué, en lo que al género se refiere, Blade Runner no es sino un cúmulo de aciertos.
Fotograma que demuestra que la peligrosa replicante Pris fue creada hace muy poco, en febrero del presente año: advertidos quedan
Sabido es que Blade Runner está basada en una novela de Philip. K. Dick, titulada ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, publicada en 1968. Y es en la adaptación que se hace de esta novela cuando, con intención o sin ella (o sea, por artística intuición), se hacen los cambios necesarios para que el largometraje asuma los códigos del género negro, arraigados (ya lo vimos en el primer post de este blog) en una herencia de filiación romántica.
En la novela, Rick Deckard, el protagonista, está casado y su motivación para su trabajo (“retirar” replicantes) es ganar más dinero para contentar a su mujer, empeñada en tener un animal “de verdad” (pues la gente sin posibles sólo podía tenerlos artificiales). El ambiente es distópico, y la acción ocurre en un escenario generalizado de lluvia radioactiva, que provoca efectos muy nocivos sobre la salud de la población. La novela es capaz de plantear temas interesantes con cierta complejidad; pero tal vez plantea demasiados, y, en el relato, los personajes no acaban de ganar en entidad, ni se cuida la descripción de ambientes, como no sea porque tenga un sentido alegórico, como las ruinas que aparecen al final del relato.
Pero en el guion definitivo de Blade Runner se presenta a Deckard soltero, disponible, medio retirado de su trabajo de cazador de replicantes, habitante solitario del humano maremágnum de la ciudad de Los Ángeles (año 2019), y por todo ello, y por su frecuentes visitas a la botella (ya whisky, ya licor oriental), firme candidato a convertirse en negra flor nocturna, que nos mostrará los garitos de la urbe, los grandes edificios aparentemente abandonados, el imponente zigurat donde anida el conocimiento y el poder (la Tyrell Corporation), y la arquitectura ruinosa, caótica y cosmopolita de las calles de su ciudad, no menos caótica y ruinosa que el corazón de nuestro detective (pues se parece más a un independiente detective obligado a trabajar que a un agente de policía obediente), herido para siempre por una replicante-fatale que, como todos y todas, tiene sus días contados.
Es decir, de principio a fin, asistimos a un cúmulo de aciertos, a los que hay que añadir la especial inspiración en la creación de ambientes (un extenso e interesante muestrario aquí); los contrastes y equilibrios de luces y sombras (lección del expresionismo tan propicia para la creación de espacios en el género negro); los juegos de oscuridades e iluminaciones; el humo del tabaco en el que bailan las palabras de los personajes; la lluvia infinita y constante, no como amenaza para la salud pública, sino como sugestiva proyección de un estado de ánimo…
Un estado de ánimo. Porque, como todo el mundo sabe, la ambientación es el alma del noir.