Al menos en este país, uno nunca sabrá muy bien a qué se dedica la izquierda. Aparte, claro está, de esa eterna partida de dominó con distintas élites empoderadas. También entre ellas la lectura está en declive, como si el progresismo aspiracional tuviera suficiente con los clásicos de su santoral, que citan de memoria sin leerlos, y con la bendita «trampa de la diversidad», aunque ese otro libro pocos (a pesar de las ventas) leerán. Por no salir de lo seguro, ni se atenderá a Fahrenheit 11/9, pues el documental es complejo y ideológicamente no alineado. No olvidemos que el capitalismo, en el sentido espiritual que decía M. Thatcher (para quien la economía era solo un medio), es precisamente una incansable ideología de selección que ignora lo que sea problemático y no esté en primera línea de la eficacia pública. No hay por tanto una crisis del papel, sino una crisis de la piel, del encuentro, de la búsqueda y la presencia misma, con todos sus fantasmas. Y la izquierda seguirá cómplice del sistema mientras se alimente de las mismas fuentes secundarias que «todo el mundo», de esa rotación incansable de los comentarios, de revelaciones que no revelan nada, excepto más comentarios que serán desmentidos al día siguiente. Parece que cualquier cambio real será imposible mientras su vanguardia sea presa del índice de audiencia.
Muy lejos del confort de estas puertas giratorias de la ideología (al fin y al cabo, un subproducto degradado de la religión), siguen esperando algunos raros libros, algunos autores. Entre ellos, lo que emana de la órbita de Tiqqun y el Comité Invisible. Siguiendo este rastro conocimos hace meses Un habitar más fuerte que la metrópoli, un extraño y bello libro del Consejo Nocturno (Pepitas de calabaza ed.) que une a la desventaja de ser rotundo el hecho de estar pensado desde México, un país que, gracias al racismo de la información, imaginamos inundado de mariachis, turistas, feminicidios y narcos.
Lo primero que hay que decir de este hermoso y breve volumen de poco más de cien páginas es que no se trata en absoluto de una mera copia, un homenaje a anteriores documentos europeos, aunque guarde con ellos buena relación. Al margen de los tópicos, la cultura que parió Pedro Páramo sigue manando islas de una radiante soledad. Fíjense: «Un iglú no es más que la continuación por otros medios del viento glacial, pero vuelto habitable (p. 106). Pues bien, la lógica de una exterioridad común que irrumpe solo a través de lo contingente permite que en este texto el enigma comunitario reconstruya sin cesar nuestras habituales situaciones. Este libro es primeramente una subversión de nuestras percepciones urbanas. Para los militantes del Consejo Nocturno el poder ha acabado por confundirse con el ambiente mismo (p. 12). En esta óptica el «sistema», allí donde lo alternativo es sin cesar reintegrado, no es nada distinto al tiempo regulado en el que se presenta el canon informativo del mundo; una actualidad imperial ante la que siempre estamos en falta. Esto es con lo que estos jóvenes militantes rompen.
El líquido amniótico que nos protege paralizándonos, este «ectoplasma dislocado», convierte a la multiplicidad en el arma ideal de un poder de geometría variable. La calibración molecular de las subjetividades se produce en el folclore multicultural. El Consejo Nocturno cita a Deleuze como el pensador de una autopista sin fin que es a la vez la forma extrema del control. La circulación veloz encarna un modo polimorfo de fijación, una manera de encierro que coincide con la libertad de expresión. Mientras la libertad de acción sea nula, bajo el isomorfismo imperial uno puede ser punk, pornoterrorista o doctor en estudios subalternos (p. 77).
Para romper con este poder algodonoso, habría que buscar nuevas formas de acercamiento que suspendan la desconfianza metropolitana (p. 93). La metrópoli no es tal o cual dispositivo, sino una localización difusa que tiene su eje en el miedo a habitar la comunidad terrenal, un miedo que ha logrado extenderse. Participamos en una guerra mundial entre el invento llamado Hombre y los terrestres. En tal aspecto, también en una fiesta rave de los suburbios hay algo de metrópoli (p. 38). Vivimos bajo una suerte de dogma portátil. Nuestro celebrado nomadismo posmoderno es en realidad una forma genial de inmovilidad cuya cobertura se reproduce por todas partes. Le basta para ello duplicar la singularidad común en una minoría reconocible, un gesto numérico o una nueva marca. Nuestra domesticidad exige que todo exterior devenga interior (p. 51).
Hipsters y gentrificación: la estética masiva es la policía. La presencia violenta de fuerzas represivas puede muy bien ser suplida por manadas de consumidores de Zara con miles de bolsas (p. 18). Sobrevivimos bajo estos modos distantes de socialización sin convivialidad. Entre nosotros toda forma de socialización (Simmel) coincide con la más metódica disociación (p. 27). La metrópoli reúne la fragmentación de los seres, pero en cuanto separados. De ahí este aire de holograma que tiene el ciudadano medio. Está aislado en su misma forma de estar presente, en una ausencia equipada de conexiones. Con ellas la anestesia se aplica sin cesar ante el avance mundial de la catástrofe. Pero tal sedación es en sí misma catastrófica, pues nos calma al precio de expropiarnos de aquello que podría despertarnos, alejándonos de una forma de vida que empuñe la contingencia absoluta que somos. Para quien flota no hay nada cercano. La lista interminable de desastres exteriores tapa la catástrofe que arrasa las almas, el ser mismo de lo que nos rodea.
La población es ella misma una mercancía en medio de un poder que se confunde con el goce (p. 64). Y se goza tanto esclavizando a la gente como liberando a los supuestos esclavos al margen de ellos mismos. Inside every gook there is an American trying to get out! (p. 15). Pero ningún imperio, por acéfalo que sea, podrá impedir que se multiplique una entropía potencial allí donde surja un dispositivo de control. Para ello solo hace falta que resucitemos el viejo coraje de poner un pie en la zona de indeterminación que nos une a cualquier ser y que jamás pertenecerá a la historia. Una potencia destituyente del espectáculo metropolitano espera en otro uso de los cuerpos.
Mientras tanto, levantar una barricada no es mucho si no se sabe cómo vivir detrás de ella. Se trata entonces de «alinearse con los huracanes» (p. 84). No promoviendo el pánico, al modo de la izquierda virtual; tampoco difundiendo el cinismo, a la manera de cierto conservadurismo alternativo. Habitar plenamente, estableciendo otra relación de amistad con la sombra de cosas y personas, es un gesto revolucionario que permite cancelar, en un momento crucial, toda cartografía (p. 98). Habitar es conectar con el afuera, cultivar la hermandad de sus criaturas. Cambia el mundo sin tomar el poder, pero constituyendo una potencia que resiste cualquier voluntad imperial de transparencia. Para ello solo debemos, dice este libro citando a Clastres (p. 111), llevar la tribu siempre con nosotros. Ya ven que en el atrevimiento de estos jóvenes pensadores la subversión comienza por reventar nuestra iglesia ilustrada, abriéndonos al «atraso» futurista de las culturas exteriores.