Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro

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“A la muerte nunca le he tenido miedo”, había dicho en una entrevista de 1987. “Me aferraré a la vida como un escarabajo”, escribió en su diario: “Veré perecer a hombres robustos y sanos y terminaré viendo los albores del año 2000”. Ribeyro vivía sobreviviendo

 

1.

 

Julio Ramón Ribeyro no iba a sobrevivir a su segunda muerte. “Ya se terminó tu ciclo –le dijo Alida, su esposa–, tienes que viajar hacia la luz”. Lo tenía tomado de la mano y ella recuerda que la mano de Ribeyro aún estaba caliente, los dedos alargados y flacos como ramas de un árbol seco. Era el primer domingo de diciembre de 1994, poco antes de las nueve de la mañana. Julio Ramón Ribeyro, sesenta y cinco años, acababa de ganar el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el reconocimiento literario más importante de América Latina, y le habían extirpado un riñón. Tenía un tumor en el uréter, cáncer en los huesos y apenas respiraba, tumbado en una cama, delgadísimo, un fantasma en la Unidad de Cuidados Intensivos del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas, en Lima. Esa mañana, Ribeyro llevaba una mascarilla de oxígeno, un camisón blanco y sus piernas eran dos garrotes inflamados que, en las últimas semanas, mostraba como prueba irrefutable del final a sus amigos y parientes más cercanos.

 

“A la muerte nunca le he tenido miedo”, había dicho en una entrevista de 1987. “Me aferraré a la vida como un escarabajo”, escribió en su diario personal, en marzo de 1974: “Veré perecer a hombres robustos y sanos y terminaré viendo los albores del año 2000”. Julio Ramón Ribeyro vivía sobreviviendo.

 

Había sobrevivido a su primera muerte, en 1973, en París, cuando lo operaron dos veces seguidas por cáncer en el esófago y el estómago, operaciones que le dejaron el pecho y la espalda tasajeados y ese aspecto de recién salido de un campo de concentración. Aquella vez le dieron seis meses de vida, pero veintiún años después Alida de Ribeyro lo tenía tomado de la mano, “y era una mano caliente –recuerda ella–, porque aún había irrigación de la sangre”. También recuerda que, horas antes, su esposo le dijo: “Me estoy muriendo, Alida”, y ella, parada a los pies de su cama, le respondió: “Tú no te mueres, Julio, vas a pasar a otro mundo más feliz”.

 

—¿Y él qué le dijo?

—Nada. Qué me va a contestar.

—¿No le pidió perdón por algo?

—¿Quién?

—Él.

—No necesitaba pedirme perdón por nada.

 

Hoy es un viernes de septiembre de 2013, en París. Son las cinco de la tarde y afuera el sol aún calienta la espesa vegetación del Parc Monceau. Han pasado veinte años desde

que murió Ribeyro, y veinte años también desde que el periodista peruano Jorge Coaguila trabaja en su biografía. “Será una biografía de trescientas páginas”, me dijo Coaguila, profético, antes de venir a París. “Una biografía a la que solo le falta la entrevista con la viuda”, me contó.

 

Alida de Ribeyro, marchand d’art, ha dado pocas entrevistas. Pueden contarse con los dedos de una mano. No le gusta hablar de su vida, de la que se conoce muy poco. Nació en Lima, se sospecha que en un barrio sencillo. Estudió Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde conoció a un grupo de poetas y escritores con quienes viajó a París, en 1961, con el propósito de quedarse a estudiar o trabajar, no se sabe bien. Entre ellos estaba Javier Heraud, quien un año antes había ganado el premio “El poeta joven del Perú”, y con quien se sospecha que tuvo un romance. Dos amigos de Ribeyro, que vivían en París cuando llegó Alida, aseguran que ella viajó con la intención de conocer a un escritor y casarse, y que incluso llevó una lista de posibles pretendientes. Esos dos amigos jamás vieron la lista, pero sostienen que es verdad. Alida conoció a Julio Ramón Ribeyro. Se casaron. Tuvieron un hijo. No fueron felices, se dice. Cuando murió su esposo, Alida de Ribeyro se convirtió en el feroz paradigma de la viuda literaria: una mujer dispuesta a cortarle la yugular a quien pretendiera tocar el legado de su marido.

 

Hoy, un viernes de septiembre en París, la viuda lleva un vestido blanco con lunares negros, una vincha negra que le sujeta el pelo, negrísimo. Sus aretes son dorados y brillan tanto como los marcos de sus anteojos, como sus tres anillos de oro o el prendedor de oro de Chanel o las pulseras doradas o el collar largo de perlas. Tiene setenta años, aunque parece de cincuenta y, por su energía, podría pasar por una mujer de cuarenta. Tiene pocas arrugas, un metro cincuenta y tantos y rasgos orientales, por los que a veces la confunden con una japonesa. Está sentada en la sala de su departamento, las piernas sin cruzar, con la rigidez de una estatua egipcia, de un militar, de una geisha; sus zapatos (negros) apenas rozan la alfombra. Hay una radio vieja, desde donde suena un piano a todo volumen. Cuando llegamos con Coaguila, tuvimos que levantar la voz para que nos escuchara. Al rato se dio cuenta y bajó los decibeles de la música, aunque sigue altísima. Dos ventanas enormes que van del suelo al techo de la habitación dejan pasar la luz natural, que ilumina los estantes de madera donde descansan cientos de libros –“casi todos eran de Julio Ramón”–, y las paredes donde cuelgan pinturas y grabados –un Miró, dos Botero, una acuarela de Cézanne–, uno encima de otro, uno al lado del otro, dispuestos con buen gusto.

 

—¡De qué me iba a pedir perdón! –dice, algo fastidiada–. Yo le dije no te mueres, vas a pasar a un mundo más feliz, vas a ser feliz.

 

Jorge Coaguila está a su lado, sentado en un sillón.

 

—No necesitaba pedirme perdón por nada.

—Es que algunos hacen eso –le dice Coaguila.

 

Afuera, en el Parc Monceau, los niños juegan a lo que juegan los niños, mientras los adultos caminan con esa cadencia propia de los parques o leen un libro en alguna de las bancas de madera, bajo un árbol que parece hecho de algodón. A este edificio, en la zona más exclusiva y residencial del distrito VIII de la capital francesa, se llega después de atravesar una reja negra con incrustaciones de bronce. En la puerta de entrada hay un intercomunicador: “A de R”, se lee. Alida de Ribeyro. Segundo piso.

 

—Es que a ustedes no les ha tocado vivir lo de nosotros. En el 73, cuando tuvo su primer cáncer, me dijeron que él se moría, y qué quieren que yo le diga: ¿no fumes, Julio; no tomes; no tengas amantes, Julio; no hagas esto porque no quiero que te mueras? ¡No! Sé feliz y muérete feliz.

—¿Y eso se prolongó veintiún años? –pregunto.

—Claro, él era feliz así.

 

La luz de la tarde se cuela aún por las ventanas y muere, bruscamente, en un grabado de Miró llamado La Femme aux Bijoux: La mujer con las joyas.  

 

 

 

 

 

Este texto corresponde al primer capítulo del libro Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro, que acaba de publicar la Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, con edición de Leila Guerriero.

 

 

 

 

Daniel Titinger nació en Lima en 1977. Es director periodístico del diario Depor y de Revistas Amauta, de la Empresa editora El Comercio, de Lima. Ha sido director de la revista de crónicas y reportajes Etiqueta Negra y ha escrito los libros de crónicas Dios es peruano y Cholos contra el mundo. Figura en las antologías Los malditos, de la Universidad Diego Portales, y en Antología de la crónica latinoamericana actual, de Alfaguara.

Autor: Daniel Titinger