“Disparo a los gatos para desahogar la tensión”.
Hunter S. Thompson
No conseguía anudarme la corbata y terminé en urgencias.
Le tengo miedo a las alturas, a las arañas, le tengo miedo a los sonidos fuertes por las noches. Le tengo miedo a las ventanas, al pan de molde caducado, le tengo miedo a volar, que se me va el pulso en los despegues de los aviones y tengo contracciones como si fuese a dar a luz con cada aterrizaje.
Le tengo miedo al mar. A las corrientes, a los tiburones. Le tengo miedo a las matemáticas, a las integrales, a las derivadas, al único pistacho de la bolsa que está malo, le tengo miedo a apostar borracho porque rara vez se gana; salvo Hemingway, que balbuceó que sería capaz de escribir un cuento de seis palabras que hiciese soltar lágrimas y escribió esto:
«For sale:
Baby shoes. Never worn.»
Le tengo miedo al picante, desconfío de las pasas, de la gente a la que le gustan las pasas, y por lo general soy de los que cuando alguien reta a hacer algo nunca se atreve. “Que se juegue el tipo otro” pienso. Le tengo miedo a hacer puenting, a los coches fúnebres, a los coches en general, a los calcetines demasiado cortos, a las pistolas y a los gatos. Le tengo miedo a las pasarelas para peatones que atraviesan carreteras, le tengo miedo a los ascensores, a caminar bajo un andamio, a madrugar, al metro en hora punta y a dormir poco. Le tengo miedo a los tics, a la superstición, a la suerte, a las manías, al dolor de muelas. Le tengo miedo a perder, y lo malo del asunto es que le tengo a esto un miedo algo complejo, casi simpático, como aquel famoso boxeador negro que citaba James Salter en Quemar los días, que después de perder el combate de su vida se dirigió muy sonriente a los periodistas y les dijo:
“Caballeros, ha sido para mí una velada muy entretenida y espero que lo haya sido también para ustedes”.
Le tengo miedo a cualquier cosa que alguien me diga que puede pasar, o me puede pasar, como que se derrumbe la fachada de un edificio cuando tú caminas tan tranquilo por debajo. Y aún más miedo a que cuando me digan que puede pasar, termine pasando. Al menos en cierto modo. Y así fue como anoche terminé en urgencias.
Trabajo de prácticas en una agencia de publicidad y ayer teníamos la comida de navidad del departamento de producción para la que habían reservado mesa en una marisquería cerca del metro Colombia. Con la primera ronda de cañas nos sirvieron pulpo a la gallega y a la plancha, con la segunda coquinas, gambas rojas, vieiras, para seguir con ensalada de ventresca, un par de rondas de cañas más y culminar el atracón con raciones de diferentes setas de nombres que no sabría nombrar acompañando a un rodaballo tan grande como la mesa. Y de postre tarta de queso, por si acaso. Todo en cantidades exageradas, que después del pulpo yo casi no podía respirar, pero hay veces que sabes que pase lo que pase vas a continuar comiendo.
A las 20:30 se celebraba en Pacha la vuelta del periódico Qué a su edición en papel, para la que teníamos invitaciones porque mi hermano es becario ahí. Los rumores aseguraban barra libre de bebida de etiqueta y catering con las mejores croquetas durante toda la noche, así que aparecimos con dos amigos, los cuatro vestidos como si se casase medio Madrid. De punta en blanco, fulares al cuello; nos faltaban los sombreros y la pipa colgando de los labios, dispuestos a salvar el mundo, con los ojos brillantes y la sensación de estar a punto de codearnos con las élites y acostarnos con sus mujeres, mirando hacia los lados con compasión que pareciese que teníamos en mente esa frase que soltaba la clase media en los estados del sur de EEUU y que reavivó en uno de sus libros Kurt Vonnegut:
“I wonder what the poor are doing”.
En la cola vimos que la media de edad casi triplicaba la nuestra pero no están las cosas como para ponerse exquisitos, así que un amigo se abrochó el último botón de la camisa murmurando: “Yo salgo de aquí con curro”. Una vez dentro empezaron a torcerse las cosas muy pronto, algo que suele dejarse para el final de la noche pero qué sé yo.
No conseguía hacerme bien el nudo de la corbata (que terminó en el bolsillo de mi chaqueta) y cuando al entrar nos dieron un ticket con una consumición empezó el drama. Nos acercábamos a cualquier barman para sacarle información sobre nuestras croquetas y las copas infinitas, y todos apuntaban a que los rumores nos habían jugado una mala pasada. “No me visto como Sinatra por una copa de mierda” pensábamos. Para calmar los nervios del peor de los pronósticos buscamos unos sofás donde tomarnos la única consumición que entonces valía oro, y tras dar tres sorbos al gin-tonic se me aparecieron los demonios del banquete en la marisquería y unos latigazos que ni El Zorro me azotaban en la tripa, que yo notaba hasta que se me rasgaban los riñones. Arqueándome llegué al baño y como si de un exorcismo muy natural se tratara empecé a vomitar todo, despidiéndome con cierta nostalgia de las gambas. Lo complejo del asunto es que después los latigazos seguían, y el dolor era como pocas veces, a lo que un amigo se me aproximó agitando en su mano mi gin-tonic que apuraba en pequeños sorbos y me dijo: “El marisco…”. Y en un momento me convenció de que tenía una intoxicación alimenticia de campeonato y que hasta mi vida estaba en juego. Veinte minutos después estaba en urgencias.
“Como sean gases me cago en la puta de oros, qué bochorno” pensaba al sentarme en la camilla. Y los latigazos no daban tregua. Me tumbaron, me tocaron el abdomen como si buscasen oro y me hicieron tres radiografías. Cuando me llamaron de nuevo para el diagnóstico yo estaba blanco como una lechuza, me coloqué delante del doctor sacando pecho y mirándole a los ojos con ternura dispuesto a aceptar lo que se viniese, que si me llega a salir con que tenía quince cristales y un tractor de juguete atravesados por mi estómago le hubiese contestado: “lo que me temía”. Antes de nada me dio un papel y me dijo que siguiese esa dieta los próximos cuatro días, para acto seguido soltarme que había sido todo una indigestión por la comida, a lo que le miré decepcionado pensando que cómo iba a estar un hombre luchando entre la vida y la muerte por una indigestión de mierda. Parecía un espectador de los encierros de Pamplona que mira por el tropiezo de algún guiri pensando “yo quiero sangre”. Cené un caldo templado y me metí a dormir como un anciano que sabe que quizás no vuelva a abrir los ojos nunca, pensando en que menuda lástima, todo por unas gambas. Y para mi asombro me he despertado hoy y ahora estoy a punto de meterme una lasaña entre pecho y espalda que virgen santa.
O sea que el marisco estaba bueno, ni intoxicación ni leches. Y aún así, ya tengo asumido que le voy a coger un miedo aterrador como si comerlo de nuevo fuese a poner en jaque mi persona. Miedo a las gambas, hay que joderse. Lo duro del asunto es que si se da el caso lo comeré encantado, igual que me meto a nadar en el mar que sea tan contento, subiría a mil aviones sin pensarlo, y como si tengo que ponerme a besar debajo de un andamio. Todo esto es siempre más que nada por ir andando por ahí acojonado, pensando que en cualquier momento te cae una maceta en la cabeza (si no es la emoción qué nos queda), y por eso es por lo que caminamos por la calle con las manos en los bolsillos, sonrientes y silbando.