Un museo en Bilbao se piensa con el arbitrio poético del alfabeto

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Porque me gustan los alfabetos, los diccionarios, las listas, los mapas, los diarios, las relaciones, los calendarios, los museos, los laberintos, las inscripciones… no lo dudé. En cuanto me invitaron a un abstruso congreso sobre la desigualdad dije que sí con la condición de poder llegar a Vitoria dando un pequeño rodeo por Bilbao.

 

Quería ver lo que había hecho Kirmen Uribe, su lectura del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Un abecedario personal, de la A de arte a la Z de zubi (puente, en euskera, porque este abecedario traducido a otros tres idiomas está pensando originariamente en vasco), pasando por ciudadano, desira (deseo), heriotza (muerte), letra, retrato, sueñotx-etxe (casa).

 

Arbitrario, lleno de hallazgos, pero también de pobres salas huecas, literales, que capotan como avutardas llenas de piedras (vida, retrato…). Pero a veces la chispa inunda el alma y leemos el mundo como en azul o la mesa de los bustos llamada citoyen.

 

La idea, extraordinaria, acaba pecando de pacata y no vuela todo lo alto que podría bajo este presupuesto inicial al que yo quise jugar.

 

Y lo hice con Instagram.

 

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Tiene su lógica azarosa que acabe en un hotel que era un antiguo convento y en una habitación que acaso fue celda (demasiado espaciosa para un alma. No hablo del lujo, que es impostado, adaptación a la molicie que nos parece tan justa como necesaria) y que se llama además María Magdalena. De la 505 de Vitoria a las 202 de Cádiz. Del arte sacro en algunas salas del Museo de Bellas Artes de Bilbao a este convento desacralizado, pero donde la presencia/ausencia de Dios y su culto es omnipresente. Por eso recurro a la segunda lámina que compré en el museo. Si ayer fue la Lucrecia de Lucas Cranach el Viejo quitándose la vida, hoy, esta noche, en la vieja Cádiz después de la lluvia, un Anónimo catalán y su Majestad de Cristo en la cruz, una talla del siglo XII, para nuestro regocijo y recogimiento. No por el dolor, sino por el sacrificio. Preguntas que para mí siguen sin respuesta.

 

 

 

 

Y el paseo mental con la lupa magnética de Instagram:

 

 

¿Cómo se lee a Juan Muñoz en el Museo de Bellas Artes de Bilbao en diciembre de 2018?

 

Oteiza habla con Murillo.

 

 

Esta mañana, camino de Bilbao, leí cómo el protagonista de Los asquerosos plantaba calabazas. No sabía que Barceló me esperaba aquí, en una sala vacía del museo que hoy se lee Tierra. Es lo que C llama fractales.

 

 

 

Mari Puri Herrero mete el mar en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Cómo no embarcarse en el azul.

 

 

 

Querida Marta Cárdenas, con reflejo involuntario para su autorretrato.

 

 

 

Cada monumento de guerra, de John Davies, monsieur Torra, hay que mirarlo a la altura del precadáver que somos. Sin prisa por morir, sin que haya que matar, porque entonces la mera sombra de esa idea está podrida hasta los tuétanos.

 

 

 

 

Te espero en el museo, donde el tiempo se remansa como en una carretera secundaria.

 

 

 

 

Zumeta se toma una tapa de paisaje con Malévich.

 

 

 

 

Chillida etíope.

 

 

 

 

Piedad y postureo en el siglo XVI.

 

 

 

 

Un cura que no duda me da miedo, me dijo el lunes el párroco de San Miguel de Bouzas, mientras caía la noche, antes del funeral por mi tío Juan José.

 

 

 

 

La madre de Gabriel Cualladó me habla de mi abuela Emilia.

 

 

 

 

La esquina donde Henri Michaux le susurra palabras cóncavas a Thomas Francis Dicksee.

 

 

 

 

Ella, nosotros. El busto de Quintín de Torre tiene todo el tiempo que no tenemos.

 

 

 

 

Félix Rubio (según José Borlaf) y Miguel de Unamuno (según Victorio Macho) ¿escuchan el mismo rumor del viento entre los árboles que Ezra Pound?

 

 

 

 


Vieira da Silva, Borges y Julie Mehretu.

 

 

 

 

Lucrecia y el último velo, según Lucas Cranach el Viejo como el barquero de la Estigia.