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Mientras tantoUn sueño barato

Un sueño barato


 

Mañana hablaremos del mar

Mañana cambiaremos el lugar 
de esa ventana.

Alejandro Zambra

 

 

Me llama un amigo por teléfono en horario laboral. No consigo entenderle, susurra, gimotea, y al final me dice alto y claro que tiene un problema serio con su trabajo: le aburre muchísimo. Se consuela alegando que a fin de cuentas quién se dedica a lo que le gusta, más bien nadie, si hasta conocidos suyos pirrados por las finanzas encuentran sus puestos monótonos, tristes, lejos de su idilio. Yo me quedo callado, escuchando, mientras pienso en el asunto, y al final no tengo más remedio que comentarle que sí, que la verdad es que es complicado. Me pregunta si a mí me pasa lo mismo y le recuerdo que yo por el momento no me dedico a nada, a fin de cuentas ser becario es buscarte un ordenador cada mañana en la oficina y, entre reclamo y reclamo, escribir algún poema. Aún soy joven, me consuelo.

 

Hace un par de semanas pasé por la librería Ábaco mientras hacía tiempo para entrar al Teatro Quevedo. Terminé yéndome con Las penas del joven Werther (las desventuras en otras traducciones, creo) bajo el brazo, de Goethe, del cual se dice que su publicación fue acompañada por una ola de suicidios de gente joven en Alemania, que tampoco hay que tomarse el romanticismo tan a pecho, y del que me gustaría leerle en voz alta a mi amigo un fragmento:

 

«Si me preguntas cómo es la gente de este país, te diré: ‘Como la de todas partes’. La raza humana es harto uniforme. La inmensa mayoría emplea casi todo su tiempo en trabajar para vivir, y la poca libertad que les queda les asusta tanto que hacen cuanto pueden por perderla. ¡Oh, destino del hombre!”.

 

Y a eso vamos. Ahora que todos mis amigos o casi todos han encontrado su primer trabajo, es como si la realidad hubiese asomado la cabeza con gesto extraño. Pero qué carajos es esto, pensamos todos, de los horarios. Cómo va a salir nadie de trabajar a las 20h habiendo entrado a las 9h, y eso los más privilegiados. Aunque insisto, yo de esto aún no sé mucho, y espero no tener que averiguarlo, pues la de becario es una vida laboral más relajada, y pese a todo no tengo tiempo para dormir más de 6 horas seguidas; me meto en la cama triste por no poder pasar las noches en vela, tirado en el sofá mirando el techo, y empiezo mis días con el desprecio de que mi vida esté regida por los horarios de un alto cargo.

 

Llegado el punto, le explicaba yo a mi amigo, habrá que despedirse. Nos iremos todos juntos a alguna playa de Colombia, por ejemplo, eso ya está hablado. Lo malo es que los ahorros de uno tendrán que mantenernos a flote a todos, pero bueno, eso ya son formalidades, mero papeleo. Mejor renunciar a la vida laboral ahora que más adelante, de eso no hay duda. Cuanto antes. Trato de resultar entusiasta, confiando en que de un momento a otro mi amigo se levante de la silla y a través del teléfono escuchar cómo le grita a su jefe: ¡Estoy hasta las pelotas! ¡Dimito! Pero nada, ni yo consigo explicarme con claridad, ni al otro lado del teléfono noto a mi amigo muy convencido, así que los dos comprendemos que la conversación ha terminado. Yo solo quería explicarle que nuestra felicidad está al alcance de la mano (chelines arriba, chelines abajo) con el mismo poder de convicción con el que en La caída, de Albert Camus, en el bar México city de Amsterdam, no muy lejos del barrio rojo, el protagonista asegura a su acompañante cuál es la mejor de sus opciones una vez se separen:

 

“¿Cómo? ¿Esas señoras tras esas ventanas? ¡El sueño, el sueño barato, el viaje a las Indias! Esas personas se perfuman con especias. Usted entra, ellas corren las cortinas y la navegación comienza. Los dioses descienden sobre los cuerpos desnudos y las islas derivan, dementes, tocadas por una cabellera en desorden de palmeras al viento. Pruebe».

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